Contra todo pronóstico, los colombianos en segunda vuelta ya no tendremos que escoger entre el cambio en primera de Petro y el continuismo de Fico, sino, muy en la onda de los tiempos que corren, entre un populismo de izquierda y uno de derecha.
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Creo que algunos de los votantes de Hernández lo hicieron estratégicamente para dañarle el caminado a Petro. Pero también creo que muchísimos otros votaron por él no sólo por indignación y descontento con el sistema, sino por falta de cultura política. Así lo expresé en un chat colectivo, refiriéndome tanto a los colombianos que hace unos años votaron por el No a la paz, como a los que ahora lo hicieron por un hombre que hizo campaña pegado a dos o tres muletillas y a propuestas de una simplicidad enorme y de un paternalismo anacrónico pero que suenan “bonito”, como la que aspira a que todos los colombianos puedan conocer el mar o la de rematar los carros oficiales para dar estudio a muchachos pobres. Estos colombianos votaron por un abanderado de la honestidad que está acusado de corrupción, que no sabe que existe el Vichada y que expresó su admiración por Hitler (aunque luego adujo que fue un lapsus y que hablaba de Einstein).
Ante mi comentario unos pocos —y no precisamente rodolfistas— reaccionaron ofendidos. ¿Falta de cultura política? ¿Cómo se me ocurría? Colijo —porque esa indignación la he visto antes— que creen que con mi crítica subvaloro el voto del “pueblo”, una conclusión falsa, pues por Hernández votaron gentes de todos los estratos, desde los más populares hasta los más altos. (Por cierto, el concepto “pueblo”, usado tan alegremente por los demagogos, termina siendo vacío, por amplio, pues lejos de designar una entidad uniforme, abarca todas las posibilidades de lo diverso. Y si bien la cultura popular suele ser potente, compleja, inteligente y creativa, propensa al ingenio y al humor, capaz de crear belleza y de mostrar fuerza, resistencia y valentía, no está exenta, como todo, de contener elementos indeseables. En el caso de Colombia, por ejemplo, de la cultura de la trampa en que participa toda la sociedad, de la estética mafiosa —“sin tetas no hay paraíso”—, del desprecio por la mujer —salvo que sea la madre—, del pensamiento supersticioso y del relativismo moral, listo a perdonar el crimen o la tropelía si proviene del futbolista o el cantante famoso).
Con falta de cultura política —tal vez el término preciso sea inmadurez— no me refiero a carencia de “conocimientos”, sino de espíritu crítico y capacidad analítica, de una racionalidad que equilibre lo meramente emocional, y también me refiero a proclividad a dejarse seducir por promesas sin ninguna hondura, por el sólo hecho de venir envasadas de manera tan atractiva como banal. Ahora bien: la falta de cultura política no nace porque sí. En parte es el resultado de esta época sobreinformada, llena de ruido y noticias falsas, pero también de este país violento, donde tantos conflictos se dirimen por la fuerza y no a través de la palabra; de una educación que no cuestiona, que memoriza en vez de enseñar a pensar y a argumentar; de una sociedad que ignora su historia, porque desapareció de las aulas, y de las grandes brechas entre los centros urbanos y la periferia. Y así nos va.