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La cofradía del Sr. T

Piedad Bonnett
24 de diciembre de 2022 - 05:00 a. m.
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Una referencia de Catalina Uribe en una de sus columnas me llevó a investigar sobre una sentencia judicial que ordenó reincorporar a su trabajo a un hombre que fue despedido de la consultora parisina Cubik Partners con el argumento de que no era suficientemente divertido, pues se negaba a participar de los eventos sociales de la oficina, que eran obligatorios. Inmediatamente simpaticé con ese hombre, el Sr. T, según lo nombra la sentencia, porque siento que pertenece a una cofradía —o tribu, para usar una denominación más moderna— en la que me incluyo, cuya primera consigna es: “No aceptes ninguna diversión que sea por decreto”, o en otras palabras: “Rechaza de plano toda invitación a algo que detestes”.

Los integrantes de esa sociedad secreta, que nos reconocemos con sólo mirarnos, odiamos los eventos multitudinarios. Somos mucho más felices en una reunión de pocos amigos, ojalá de vieja data, donde no tengamos que ser inteligentes ni hablar de nada importante y donde la risa y la comodidad vayan de la mano. No sé si un individuo de esos que son perritos de toda boda puede siquiera imaginarse lo que siente el Sr. T en un bazar, en un coctel de embajada o de corporación, en la fiesta de Navidad de una empresa —bien sea al aire libre y con niños o en un salón donde a las tres horas el jefe empieza a arrastrarle el ala a la secretaria— o en un matrimonio donde hay discursos, vals, brindis y sobre todo el riesgo de quedar sentado en una mesa entre un montón de desconocidos. Aunque tal vez nada que odie más un miembro de la cofradía del Sr. T que una fiesta de disfraces con una multitud haciendo el trencito.

El Sr. T tiene también aversión a los cruceros y a los tours, esos eventos donde siempre hay un montón de seres exhaustos metidos en un bus que espera, tiro tras tiro, a los retrasados que se quedaron tomando fotos. El grinch —que en internet aparece definido de muchos modos y en su versión malintencionada como “aquella persona cuya falta de entusiasmo o mal genio tiene un efecto depresivo sobre los demás”— por supuesto abunda en esta cofradía. A él le aterran los centros comerciales atiborrados de compradores donde suenan villancicos y donde un Papá Noel lo saluda con su risa impostada, las novenas donde reparten arroz con leche y buñuelos, la eterna celebración de Navidad donde las suegras se vengan de sus yernos regalándoles medias y la fiesta de Año Nuevo donde todo el mundo, obligado al ritual de la felicidad, está esperando angustiosamente que sean las 12, de gorrito en la cabeza, para abrazarse con los que quiere y también con los que odia. Aunque, todo hay que decirlo, el Sr. T, que lleva inscrita la mirada crítica en su ADN, a veces entra en crisis consigo mismo y siente que lo ataca un sentimiento ambiguo: tal vez una cierta nostalgia de la infancia o, peor aún, una ligera envidia de los que siempre están arreglándose con entusiasmo para un bingo o para un velorio. Pero se recompone, pensando en la frase de Pascal: “La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”.

Felices fiestas para mis lectores. Esta columna regresa el 8 de enero.

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