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Hay cosas de Bogotá que me encantan, como su luz, sus cerros, sus cafés y sus librerías y el centro con sus museos y sus iglesias, pero hay muchas otras que me irritan o me desconsuelan. Es más: nuestro pesimismo es tan grande, que ya ni siquiera los columnistas escribimos sobre ella. No voy a hablar, pues, del tráfico horrendo, las aceras destrozadas o la inseguridad, sino de otros de los cientos de lunares que los ciudadanos registramos cada día con ojo herido e impotencia.
Empecemos por El Dorado, un aeropuerto bastante amable, pero en el que hay un caos atroz a la hora de buscar un taxi, cuando alguna vez ese fue un proceso ordenado y amable. ¿Cómo es posible que desde que sacamos la nariz de las salas, arrastrando la maleta, tengamos que atravesar por entre un montón de hombres que ofrecen “¡taxi, taxi!”, cuando afuera está la parada legal, con conductores que llevan horas esperando su turno? ¿Y que los taxis de esta parada, además, muchas veces no lleven el cartel reglamentario con los datos del conductor? ¿Cuántos ingenuos no habrán caído en trampas? Se habla de contubernios dudosos. ¿Qué hacen, en este caso, las autoridades del aeropuerto y de la ciudad?
Tendríamos que hablar también de algo que parece insignificante pero que simbólicamente encierra mucha agresividad. Un contratista con poco ingenio y sentido estético y ético rellenó los laterales del deprimido de la 72, abierto hace pocas semanas —creando, por cierto, un alivio para el tránsito—, de unas piedras enormes y filosas que se encargan —supongo yo— de disuadir a los indigentes que aspiran a refugiarse allí con sus trebejos. Otras formas habría, por supuesto. ¿Por qué no, como he visto en otros países, construir jardines profusos, que usen plantas que requieran de mínimos cuidados, que las hay muchas —como el cactus o las suculentas o las que recomiende un arquitecto paisajista— y a la vez haga imposible convertir el lugar en vividero? Algunos dirán que porque las piedras no demandan dinero. Yo argumentaría que porque la belleza los tiene sin cuidado. A la aridez del cemento sumémosle más dureza, como aquel alcalde que hace años llenó de chuzos los separadores de la Caracas para que los peatones no atravesaran por lugares prohibidos.
Y ese ejemplo me hace pensar en la ausencia total de campañas educativas. Parada en una esquina, conté 14 automóviles que hicieron la U prohibida. Por supuesto, lo que necesitaríamos sería un policía de tránsito con capacidad de sanción, pero como ya no hay ninguno y parece que no volveremos a tener, pues tendría que haber campañas amables y estimulantes, que apelen a la necesidad del respeto. Recordemos que en eso Mockus fue muy eficaz. Y, por último, hablemos de esos baches que vemos una y otra vez, como parte del paisaje, porque a ninguna autoridad le importan. Como ese hundimiento de la 95 con 15 que forma desde hace años un lago al lado del semáforo, alrededor del cual los vecinos han puesto llantas a modo de defensa de empapadas, en un gesto último desesperado.
¿A que todos ustedes han visto envejecer un hueco?
Adenda. ¿Qué feminismo es el que es capaz de vandalizar el monumento a la Pola, una mujer valiente que fue fusilada por ser fiel a su causa, dizque en gesto simbólico que busca reivindicaciones?
