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Después del partido Colombia-Argentina, muchos parques y andenes de Bogotá quedaron repletos de plásticos, desechos de comida y botellas y latas vacías. Sólo en el parque de la 93, según los informes de prensa, se recogieron aproximadamente ¡13 toneladas de basura! ¿Cómo no pensar en los hinchas japoneses armados de bolsas azules, limpiando las graderías de los estadios después de los partidos en el mundial? Cuando los periodistas los indagaban al respecto, ellos respondían con el término atarimae, que en japonés quiere decir “lo normal”, “lo obvio”. Así nos educaron, decían, y cualquiera que haya ido al Japón puede dar testimonio del respeto que allí se tiene por el otro.
Me imagino que muchos responderán a las críticas sobre tirar basura de la misma manera que respondieron ante los desórdenes en el estadio Hard Rock: minimizando los hechos. Y es que mientras ocurrían los desmanes, la gente los justificaba diciendo “pónganse en la situación de la gente”, o pedían no centrarse en eso sino en hacerle fuerza al equipo colombiano. Hasta la gran prensa al día siguiente, tal vez para no acabar de aguar la fiesta, apenas si dedicó unos espacios pequeños al tema, que por fortuna hoy ya es objeto de análisis. Porque lo importante no es decir “tapen, tapen”, sino tratar de entender. ¿Por qué no nos importa llenar de basura las calles? ¿Qué hace que la gente se meta por los ductos de ventilación de un estadio, ayude a niños a escalar sus rejas, que se abalance sobre un guarda y lo coja a patadas porque no lo deja pasar? El tema da para libros enteros.
Es verdad, según todos los testimonios, que fallaron en la organización la Conmebol, por una parte, y la policía de Miami-Dade por otra. Diana Pardo, en crónica para El Tiempo, cuenta cómo un oficial malencarado le hizo botar en la entrada el pequeño canguro donde llevaba cuatro cosas esenciales. Todos conocemos la prepotencia con la que nos tratan los guardas gringos en las entradas a los Estados Unidos, aunque muchas veces ellos mismos sean latinos. ¿Pero esos factores justifican los desmanes o que el hijo de Ramón Jesurún, alto dirigente del fútbol colombiano, agreda con violencia a un guarda, en típico gesto de “usted no sabe quién soy yo”, y delante de sus propios niños? Pero hay más: tanto Diana Pardo como Daniel Coronell y algunos otros dieron testimonio de cómo montones de colombianos –no unos pocos- usurpaban los puestos ajenos, y de cómo los que miraban a los invasores entrando por los ductos sonreían “como si burlar las normas fuera un logro”.
¿Qué nos pasa? Las explicaciones no son sencillas, y nos tocaría revisar nuestra historia, nuestra educación, y todo lo que en nuestras sociedades alienta la trampa y el atajo mientras que al que cumple se lo mira con desprecio. No es que “así somos”. Me parece que nos dan una pista las palabras del sociólogo Carlos Charry cuando dice que el “sujeto latinoamericano” no se autorregula porque “nuestro desarrollo cultural nos llevó a que no baste la norma, sino a que sea necesario que alguien vigile para que se cumpla”. No creo que estemos condenados, pero cambiar como sociedad sólo es posible con autocrítica, no con negacionismo.
Coda: ¿Qué dice de una sociedad que se cobren esos precios para entrar a un partido de fútbol?