Alguna vez, siendo jurado de un concurso de poesía en Medellín, asistí a un debate entre mis colegas, dos reconocidos escritores, sobre el libro de uno de los finalistas con mayor opción; aunque tenía muchos aciertos, decían, lo malograba el hecho de que fuera una pobre imitación del poeta X.
Como yo no conocía bien la obra del poeta X, un autor local, no podía terciar en la discusión desde esa perspectiva. Sin embargo, el argumento fue tomando tal peso en la decisión de mis compañeros que finalmente, después de muchos ires y venires, ellos se impusieron y le dimos al libro cuestionado un modesto tercer lugar. Al abrir las plicas pudimos comprobar, con horror, que el libro era del poeta X.
Una de las muchas interpretaciones de este episodio podría ser que un autor se puede copiar a sí mismo; y aunque parezca increíble, mientras mejor lo haga más mal le resultará, pues eso significa que se está repitiendo, pero sin el impulso y la fuerza que su obra tuvo en algún momento. Pecado grave, si tenemos en cuenta que se espera de un artista que no codifique su lenguaje, que se reinvente y no se deje asfixiar por su propio estilo.
Nadie está exento de que esto le suceda, ni los grandes maestros. Y nos duele, cuando de ellos se trata, pues es difícil que una larga vida creativa no termine en agotamiento. Lo vemos en Botero, un pintor extraordinario en sus primeras obras, pero que, víctima de su propio hallazgo, a partir de cierto punto se banaliza; y en García Márquez, ese buscador incansable, genio capaz de escribir El coronel y El otoño, dos obras magníficas y a la vez enteramente distintas, que copia sin la misma potencia su propio realismo mágico en algunas de sus últimas novelas. En todo creador, pues, habita un posible enemigo de sí mismo, cuya amenaza crece a medida que se llega a la vejez. Y se necesita coraje tanto para silenciarse como para asumir que el arte es una búsqueda perpetua.
También le sucede, aunque de otra manera, a Fernando Vallejo, nuestro Bernhard criollo, ese escritor apasionado, en últimas un moralista, que a punta de sarcasmo e ironía ha señalado en sus novelas la mala entraña de “este paisito de mierda” y en general del universo. Después de escribir sus primeras obras, y la extraordinaria biografía de Barba Jacob, Vallejo, un hombre amable en la intimidad, refinó el personaje que inventó para sí mismo y se convirtió en un profesional del escándalo que aprovecha la “fascinación de la cultura moderna por quienes putean”, de la que habla el incisivo Piglia. Es que eso da sus réditos y él lo sabe. Lo vemos, pues, desde hace años, vertiendo frente al público y los periodistas sus viejas ideas, con apenas leves variaciones, e insultando y despotricando, de una manera ya conocida, contra el papa, los presidentes, las mujeres paridoras y todo lo que se le ocurre. A muchos su perorata les fascina. A otros, ya no sólo no nos divierte ni nos convence, sino que nos fatiga. Lástima, porque es fácil compartir sus juicios.
Por los lados del periodismo hay también quienes perseveran en los papeles que se han autoimpuesto, hasta volverse predecibles. Son los idénticos a sí mismos, aquellos cuya mirada se ha petrificado en el tiempo porque para ellos el mundo ya está definido. Y no es que no disfrutemos, al lado del análisis frío de la mayoría, de la aguda perversidad crítica y el humor corrosivo capaz de develar lo que de podrido hay en Dinamarca. Es que el arte de la diatriba, cuando viene en el mismo empaque por años y años, en forma programática, pierde su poder contestatario, su capacidad subversiva. Es más, se oficializa. Y no creo que haya un mayor contrasentido que un rebelde oficial y de oficio. Aunque, como dice un ingenioso poeta amigo, hay una explicación posible: que el que es caballero repite.
Alguna vez, siendo jurado de un concurso de poesía en Medellín, asistí a un debate entre mis colegas, dos reconocidos escritores, sobre el libro de uno de los finalistas con mayor opción; aunque tenía muchos aciertos, decían, lo malograba el hecho de que fuera una pobre imitación del poeta X.
Como yo no conocía bien la obra del poeta X, un autor local, no podía terciar en la discusión desde esa perspectiva. Sin embargo, el argumento fue tomando tal peso en la decisión de mis compañeros que finalmente, después de muchos ires y venires, ellos se impusieron y le dimos al libro cuestionado un modesto tercer lugar. Al abrir las plicas pudimos comprobar, con horror, que el libro era del poeta X.
Una de las muchas interpretaciones de este episodio podría ser que un autor se puede copiar a sí mismo; y aunque parezca increíble, mientras mejor lo haga más mal le resultará, pues eso significa que se está repitiendo, pero sin el impulso y la fuerza que su obra tuvo en algún momento. Pecado grave, si tenemos en cuenta que se espera de un artista que no codifique su lenguaje, que se reinvente y no se deje asfixiar por su propio estilo.
Nadie está exento de que esto le suceda, ni los grandes maestros. Y nos duele, cuando de ellos se trata, pues es difícil que una larga vida creativa no termine en agotamiento. Lo vemos en Botero, un pintor extraordinario en sus primeras obras, pero que, víctima de su propio hallazgo, a partir de cierto punto se banaliza; y en García Márquez, ese buscador incansable, genio capaz de escribir El coronel y El otoño, dos obras magníficas y a la vez enteramente distintas, que copia sin la misma potencia su propio realismo mágico en algunas de sus últimas novelas. En todo creador, pues, habita un posible enemigo de sí mismo, cuya amenaza crece a medida que se llega a la vejez. Y se necesita coraje tanto para silenciarse como para asumir que el arte es una búsqueda perpetua.
También le sucede, aunque de otra manera, a Fernando Vallejo, nuestro Bernhard criollo, ese escritor apasionado, en últimas un moralista, que a punta de sarcasmo e ironía ha señalado en sus novelas la mala entraña de “este paisito de mierda” y en general del universo. Después de escribir sus primeras obras, y la extraordinaria biografía de Barba Jacob, Vallejo, un hombre amable en la intimidad, refinó el personaje que inventó para sí mismo y se convirtió en un profesional del escándalo que aprovecha la “fascinación de la cultura moderna por quienes putean”, de la que habla el incisivo Piglia. Es que eso da sus réditos y él lo sabe. Lo vemos, pues, desde hace años, vertiendo frente al público y los periodistas sus viejas ideas, con apenas leves variaciones, e insultando y despotricando, de una manera ya conocida, contra el papa, los presidentes, las mujeres paridoras y todo lo que se le ocurre. A muchos su perorata les fascina. A otros, ya no sólo no nos divierte ni nos convence, sino que nos fatiga. Lástima, porque es fácil compartir sus juicios.
Por los lados del periodismo hay también quienes perseveran en los papeles que se han autoimpuesto, hasta volverse predecibles. Son los idénticos a sí mismos, aquellos cuya mirada se ha petrificado en el tiempo porque para ellos el mundo ya está definido. Y no es que no disfrutemos, al lado del análisis frío de la mayoría, de la aguda perversidad crítica y el humor corrosivo capaz de develar lo que de podrido hay en Dinamarca. Es que el arte de la diatriba, cuando viene en el mismo empaque por años y años, en forma programática, pierde su poder contestatario, su capacidad subversiva. Es más, se oficializa. Y no creo que haya un mayor contrasentido que un rebelde oficial y de oficio. Aunque, como dice un ingenioso poeta amigo, hay una explicación posible: que el que es caballero repite.