Todo indica que la desaparición de las salas de cine, que tanto temimos después de la pandemia, no es una realidad cercana. Las audiencias han vuelto a crecer, aunque no hasta los niveles de antes. Las cosas han cambiado definitivamente, con consecuencias a veces negativas, no sólo para los espectadores sino para el mismo cine. Los estudios dicen que ahora casi un 70 % de los espectadores prefieren ver las películas en su casa, incluidos los grandes estrenos. Para compensar las pérdidas, hasta los teatros que antes se concentraban en películas laureadas o de nuevos directores han empezado a echar mano del cine comercial, reduciendo la calidad de los contenidos. Pero además la industria del cine local, que en toda Latinoamérica siempre ha tenido problemas con la distribución y exhibición de sus películas, ha perdido ya casi total presencia en los teatros, el escenario público por excelencia. Las películas nacionales han tenido que migrar a las distintas plataformas y en estas nos encontramos con el problema de la fragmentación de las audiencias y el caos de la información.
Una de las consecuencias de la sobreoferta de las plataformas, enfrascadas como están en una competencia feroz, es que el espectador se siente abrumado por la cantidad de contenidos. Además, aquello que busca no siempre sabe dónde encontrarlo. En un artículo del 2023 en El Mundo de España, un distribuidor, Enrique González Kuhn, planteaba así la cuestión: “Hemos llegado a un punto en el que el espectador no sabe si una película se puede ver en cine o en una plataforma, las guías de estreno han desaparecido de los kioskos (…) y en internet la información circula sin ningún orden”. Pero falta algo más: si encuentra la película que quiere, es muy probable que esté en una plataforma a la que usted no está suscrito. Y ahí llego a donde quiero llegar. Creíamos que lo que hacen las plataformas es democratizar el acceso a las películas: pues no. Porque el espectador corriente se estrella contra lo que los gringos han llamado paywall, muralla de pago, un sistema que restringe el acceso a contenidos para los que no cuenten con una suscripción pagada. Así que si usted solo puede pagar dos plataformas —digamos Amazon y Disney— y la película que se muere por ver está en Max y nunca ha llegado ni llegará a un teatro, se jodió. Así de fácil. A menos que se la consiga pirata. Al problema de la segmentación de los consumos se une, además, la manipulación por medio de los algoritmos, que moldea nuestros gustos, nos enclaustra en “más de lo mismo” y limita nuestros campos de elección.
La erosión de los valores democráticos y la reducción del ámbito público en nuestras vidas, no debido a los avances tecnológicos sino a su manipulación por los grandes poderes económicos —y también políticos—, deberían ser un tema de reflexión más frecuente. En un interesante artículo, Nicola Stornelli lo dice muy claro: “Hace rato dije que la desigualdad social y económica que hay en el mundo se está trasladando al universo digital y que hoy hay una nueva clase de desadaptados o desarraigados, los marginados digitales”. La exclusión digital se da también, pues, en los territorios del arte, el entretenimiento, la información y el conocimiento.
Todo indica que la desaparición de las salas de cine, que tanto temimos después de la pandemia, no es una realidad cercana. Las audiencias han vuelto a crecer, aunque no hasta los niveles de antes. Las cosas han cambiado definitivamente, con consecuencias a veces negativas, no sólo para los espectadores sino para el mismo cine. Los estudios dicen que ahora casi un 70 % de los espectadores prefieren ver las películas en su casa, incluidos los grandes estrenos. Para compensar las pérdidas, hasta los teatros que antes se concentraban en películas laureadas o de nuevos directores han empezado a echar mano del cine comercial, reduciendo la calidad de los contenidos. Pero además la industria del cine local, que en toda Latinoamérica siempre ha tenido problemas con la distribución y exhibición de sus películas, ha perdido ya casi total presencia en los teatros, el escenario público por excelencia. Las películas nacionales han tenido que migrar a las distintas plataformas y en estas nos encontramos con el problema de la fragmentación de las audiencias y el caos de la información.
Una de las consecuencias de la sobreoferta de las plataformas, enfrascadas como están en una competencia feroz, es que el espectador se siente abrumado por la cantidad de contenidos. Además, aquello que busca no siempre sabe dónde encontrarlo. En un artículo del 2023 en El Mundo de España, un distribuidor, Enrique González Kuhn, planteaba así la cuestión: “Hemos llegado a un punto en el que el espectador no sabe si una película se puede ver en cine o en una plataforma, las guías de estreno han desaparecido de los kioskos (…) y en internet la información circula sin ningún orden”. Pero falta algo más: si encuentra la película que quiere, es muy probable que esté en una plataforma a la que usted no está suscrito. Y ahí llego a donde quiero llegar. Creíamos que lo que hacen las plataformas es democratizar el acceso a las películas: pues no. Porque el espectador corriente se estrella contra lo que los gringos han llamado paywall, muralla de pago, un sistema que restringe el acceso a contenidos para los que no cuenten con una suscripción pagada. Así que si usted solo puede pagar dos plataformas —digamos Amazon y Disney— y la película que se muere por ver está en Max y nunca ha llegado ni llegará a un teatro, se jodió. Así de fácil. A menos que se la consiga pirata. Al problema de la segmentación de los consumos se une, además, la manipulación por medio de los algoritmos, que moldea nuestros gustos, nos enclaustra en “más de lo mismo” y limita nuestros campos de elección.
La erosión de los valores democráticos y la reducción del ámbito público en nuestras vidas, no debido a los avances tecnológicos sino a su manipulación por los grandes poderes económicos —y también políticos—, deberían ser un tema de reflexión más frecuente. En un interesante artículo, Nicola Stornelli lo dice muy claro: “Hace rato dije que la desigualdad social y económica que hay en el mundo se está trasladando al universo digital y que hoy hay una nueva clase de desadaptados o desarraigados, los marginados digitales”. La exclusión digital se da también, pues, en los territorios del arte, el entretenimiento, la información y el conocimiento.