Si sobre algo parece haber consenso en estos días es sobre la falta de liderazgo del presidente Duque, algo que no puede explicarse sólo por su falta de experiencia. Él, un hombre muy seguramente bien intencionado, carece de la fuerza, la claridad de objetivos, la pasión y la firmeza que los verdaderos líderes deben tener. También carece, por desgracia, de olfato político, y por tanto de capacidad de reacción, como quedó demostrado cuando en plena efervescencia de la protesta popular optó por llamar primero a alcaldes y gremios en vez de sentarse inmediatamente con los líderes del paro. Y, sobre todo, le falta empatía, esa virtud que permite comprender al otro e intuir el sentir general. Eso explica que, a la hora de los más graves acontecimientos, Duque suela poner los énfasis en el lugar equivocado: no se manifestó con suficiente vehemencia cuando fueron bombardeados los niños reclutados por la guerrilla, y en su alocución a raíz del paro elogió a las fuerzas armadas, pero no admitió el vigor y la significación de las marchas, ni tampoco los excesos del Esmad. Y un largo etcétera.
Lo anteriormente dicho explica por qué Iván Duque no tiene un discurso poderoso, hondo, esclarecedor y estimulante como el que un líder debe tener, sino un lenguaje vago, genérico, meramente enunciativo, pero sobre todo sin alma. Puro empaque sin sustancia, para seguir con la metáfora del paquetazo. Y no me refiero sólo al lenguaje verbal, sino al gestual y al simbólico. Un ejemplo: nombrar a Carlos Holmes Trujillo de ministro de Defensa y dejar a Pachito de embajador es perseverar en los viejos lenguajes. (Aunque —todo hay que decirlo— muchos son los gobernantes —y hasta cierto periodismo— que nos alimentan de puros lugares comunes).
Algo que impresiona es que del lenguaje del Gobierno haya desaparecido la palabra paz, y también que en estos momentos de protesta el tema de los asesinatos de líderes y de la inseguridad de territorios como el Cauca o el Catatumbo parezcan relegados al último lugar. Y de eso son culpables también los sindicatos, tan empeñados siempre en luchar exclusivamente por reivindicaciones salariales. Pero más impresiona el lenguaje de las huestes de la derecha recalcitrante del Centro Democrático. Frases como la de María Fernanda Cabal —“Esa sensación de impotencia sucede por no aprobar el porte legal de armas. La gente de bien podría defenderse de los maleantes”— , la de Rafael Nieto Loaiza refiriéndose a la muerte del estudiante —“Responsables son el mismo Dilan y quienes irresponsablemente han incentivado la violencia y la participación de bachilleres en protestas”— o las del mala leche de Fernando Londoño, que le aconsejó a Duque que pida “una licencia transitoria” porque “alguien tiene que gobernar”, son muestra de un odio visceral y de falta total de empatía.
Contrasta con el lenguaje indolente de Duque y con el rabioso de los uribistas el lenguaje vivaz e ingenioso de los colombianos que han salido a marchar: “En paro somos delincuentes, en elecciones ciudadanos”, decía una pancarta; y otra: “De esto te hablamos, viejo”; y una más, esta frase que nos hace pensar en Dilan: “Cómo me gustaría marchar sin dejar preocupada a mi mamá”.
Si sobre algo parece haber consenso en estos días es sobre la falta de liderazgo del presidente Duque, algo que no puede explicarse sólo por su falta de experiencia. Él, un hombre muy seguramente bien intencionado, carece de la fuerza, la claridad de objetivos, la pasión y la firmeza que los verdaderos líderes deben tener. También carece, por desgracia, de olfato político, y por tanto de capacidad de reacción, como quedó demostrado cuando en plena efervescencia de la protesta popular optó por llamar primero a alcaldes y gremios en vez de sentarse inmediatamente con los líderes del paro. Y, sobre todo, le falta empatía, esa virtud que permite comprender al otro e intuir el sentir general. Eso explica que, a la hora de los más graves acontecimientos, Duque suela poner los énfasis en el lugar equivocado: no se manifestó con suficiente vehemencia cuando fueron bombardeados los niños reclutados por la guerrilla, y en su alocución a raíz del paro elogió a las fuerzas armadas, pero no admitió el vigor y la significación de las marchas, ni tampoco los excesos del Esmad. Y un largo etcétera.
Lo anteriormente dicho explica por qué Iván Duque no tiene un discurso poderoso, hondo, esclarecedor y estimulante como el que un líder debe tener, sino un lenguaje vago, genérico, meramente enunciativo, pero sobre todo sin alma. Puro empaque sin sustancia, para seguir con la metáfora del paquetazo. Y no me refiero sólo al lenguaje verbal, sino al gestual y al simbólico. Un ejemplo: nombrar a Carlos Holmes Trujillo de ministro de Defensa y dejar a Pachito de embajador es perseverar en los viejos lenguajes. (Aunque —todo hay que decirlo— muchos son los gobernantes —y hasta cierto periodismo— que nos alimentan de puros lugares comunes).
Algo que impresiona es que del lenguaje del Gobierno haya desaparecido la palabra paz, y también que en estos momentos de protesta el tema de los asesinatos de líderes y de la inseguridad de territorios como el Cauca o el Catatumbo parezcan relegados al último lugar. Y de eso son culpables también los sindicatos, tan empeñados siempre en luchar exclusivamente por reivindicaciones salariales. Pero más impresiona el lenguaje de las huestes de la derecha recalcitrante del Centro Democrático. Frases como la de María Fernanda Cabal —“Esa sensación de impotencia sucede por no aprobar el porte legal de armas. La gente de bien podría defenderse de los maleantes”— , la de Rafael Nieto Loaiza refiriéndose a la muerte del estudiante —“Responsables son el mismo Dilan y quienes irresponsablemente han incentivado la violencia y la participación de bachilleres en protestas”— o las del mala leche de Fernando Londoño, que le aconsejó a Duque que pida “una licencia transitoria” porque “alguien tiene que gobernar”, son muestra de un odio visceral y de falta total de empatía.
Contrasta con el lenguaje indolente de Duque y con el rabioso de los uribistas el lenguaje vivaz e ingenioso de los colombianos que han salido a marchar: “En paro somos delincuentes, en elecciones ciudadanos”, decía una pancarta; y otra: “De esto te hablamos, viejo”; y una más, esta frase que nos hace pensar en Dilan: “Cómo me gustaría marchar sin dejar preocupada a mi mamá”.