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Desde las sufragistas, que comenzaron su lucha en Reino Unido a finales del XIX, se ha avanzado mucho en la lucha por la reivindicación de los derechos femeninos. Pero todavía falta mucho. Seguimos luchando contra el feminicidio, la violación, el acoso sexual, la inequidad laboral, los micromachismos, la penalización del aborto y muchas otras cosas que vulneran a diario la dignidad femenina. El movimiento Me Too, uno de los últimos capítulos de la lucha feminista, ha tenido el gran mérito de romper la ley del silencio sobre el chantaje sexual de los poderosos, lanzarlos a los tribunales y crear conciencia colectiva sobre la naturalización de conductas masculinas que ya no estamos dispuestas a soportar.
Porque esta lucha va en serio y ha costado mucho a muchas, estamos obligadas a no banalizarla. Suficiente con el desdén masculino, la ridiculización de la protesta y los chistes flojos, para no hablar de la violencia desatada frente a las que se rebelan contra el sometimiento de sus padres, sus jefes, sus parejas. Cuando una bogotana exconsejera para la Equidad de la Mujer se muestra indignada en Twitter porque el joven que la atendió en Starbucks le escribió en su vaso de café: “Ana, eres muy bella”, desvirtúa la lucha femenina y se ubica en un umbral de ridículo que nos perjudica a todas. Valga aclarar que es política institucional de Starbucks —como se apresuró a explicar la compañía— escribir cosas agradables a sus clientes. Pero, además, hasta donde yo entiendo, ese es un cumplido que no hace daño y que se puede agradecer con una simple sonrisa. O no. Ni es intento de conquista, ni asedio, ni acoso. Es más: lo ideal es que una mujer barista también pudiera poner en el vaso de un hombre cualquier cumplido inocente sin que el tipo lo interprete como una insinuación sexual. Es parte de lo que buscamos: una relación amable, relajada y sin prejuicios entre los géneros.
El de Starbucks es sólo un ejemplo de malinterpretaciones que hacen ver el feminismo como irracional y dogmático. Y bien sé que estas afirmaciones pueden parecer inconvenientes a algunos y hasta desatar ira. Pero, como dijo en El País Jia Tolentino, una ensayista que está causando sensación con su libro Falso espejo, elogiado por Margaret Atwood y Zadie Smith, “si respetaras a las mujeres lo suficiente las criticarías más a menudo”. Y es que nos hace más daño el unanimismo. O cohonestar con la malinterpretación de lo políticamente correcto, un instrumento que ha servido para erradicar del lenguaje y las costumbres todo lo que ofenda o ponga en desventaja a grupos sociales o personas vulnerables.
Al mismo tiempo, crece en redes un fundamentalismo de nuevo cuño, que nace de una superioridad moral apoyada en una supuesta posesión de la verdad. La misma que hace que los animalistas insulten a Felipe Zuleta por opinar que no vale la pena trasladar al león Júpiter, o que los veganos tilden de asquerosos a los que comen carne. Es verdad, como dice Vivian Gornick, tratando de explicarse linchamientos injustos, que cuando las cosas no avanzan lo suficiente “el enfado se convierte en algo asesino”. Por eso mismo convendría recordar a los fundamentalistas que el cambio en las mentalidades suele ser lento. Y que la realidad, además, tiene muchos matices.