Problemas de identidad

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Piedad Bonnett
01 de julio de 2018 - 02:00 a. m.
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Me temo que Iván Duque aún no se la cree, como decimos por aquí. Que por las mañanas, cuando se despierta, se repite, asombrado: ¿a qué hora pasó esto? Porque así como Gregorio Samsa amaneció convertido en un insecto, él apareció, casi de un momento a otro, convertido en presidente. No hablo de su inteligencia, ni de su preparación, que las tiene, sino de esa mezcla de azares, circunstancias y estrategias que, lo mismo que en el fútbol, puede llevar a resultados asombrosos. Digamos Panamá 4, Alemania 0. 

El candidato del Centro Democrático, incluso cuando no se sabía todavía quién era, arrastraba ya un problema de identidad, pues “el que diga Uribe” ya era un lema bochornoso para cualquiera que fuera el “elegido”. Porque algo detrás de esas palabras remitía a designio divino, muy en concordancia con la frase ambigua que luego se usó en la campaña: “Duque es el que es”. Una afirmación tautológica que se emparenta con otra que hemos oído, porque está en la Biblia: Yo soy el que soy. Palabras que dijo Dios a Moisés cuando éste le preguntó por su nombre, y que podría muy bien pronunciar “el presidente eterno”, ese en el cual empieza y termina el mundo, como en el patriarca del Otoño. Para sus adoradores él es el Mesías.

Una serie de errores del llamado centro, una negligencia calculada de César Gaviria, un asco por la clase política corrupta y unos miedos muy bien manipulados por la derecha hicieron que emergiera el coco encarnado en Petro, y que, gracias al miedo que éste produce, a Duque se le apareciera la Virgen. Sin Petro de contendor Duque no estaría donde está. Y él lo sabe, porque bobo no es.

Petro, en cambio, que se comparó tácitamente con Moisés, y que juró sobre las tablas de la ley en un gesto simbólico, no creo que quiera ver que sus ocho millones de votos –que son un triunfo, aun en la derrota– no serían tales si no fueran el producto desesperado del terror, totalmente fundado, del regreso del uribismo. Y que le funcionó la estrategia de hacerse cada vez menos Petro a medida que llegaba la segunda vuelta, esforzándose en decirnos: “Yo no soy el que era”. Y mucha gente quiso creerle. A pesar de la confianza y el impulso que le dan, esos votos son en buena parte aleatorios, y así como Duque apareció de la nada, es posible que la fuerza petrista desaparezca cuando las circunstancias sean otras.

Hasta aquí la película muestra que el lince de la política sigue siendo Uribe, que con ojo certero supo poner de ficha a un hombre sereno, decente, cuyos fundamentalismos conservadores quedan atenuados por su lenguaje conciliador. Que Petro tiene garra, y que está dispuesto a mimetizarse con tal de llegar al poder. Y que al candidato que representaba una manera nueva de hacer política, al outsider proveniente de la academia, lo desinfló precisamente lo que de ella procede: la ambigüedad –la capacidad de duda– que es su riqueza y también su parálisis. Fajardo me recuerda a Hamlet, el dubitativo, que cede el trono a Fortimbrás, un guerrero, un pragmático incapaz de soñar. “Habría sido un buen rey”, dice Fortimbrás. Y es probable. Pero la verdad es que Hamlet nunca quiso serlo. “El mundo está fuera de quicio –dice–. Oh, suerte maldita que haya nacido yo para enderezarlo”.

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