El autoritarismo es la gran tentación del mundo adulto. Porque este, en una buena proporción, le tiene miedo a la discrepancia, la rebeldía, la transgresión, el juego. Y por ende a la poesía y al arte, y a todo lo que ponga a tambalear el orden establecido. El mundo autoritario de los adultos es capaz de injusticias feroces, como expulsar a un adolescente de un colegio, por “inmanejable”, o de enviarlo a un internado o a la milicia para que “lo enderecen”. Lo cual no es otra cosa que una claudicación en relación con lo que es su deber: enseñar, educar.
Prohibir y castigar les fascina a los adultos autoritarios. Lo acaba de demostrar, por ejemplo, el presidente Macron, cuando destierra los celulares de las aulas. Nadie va a negar que debe ser un dolor de cabeza para un maestro lidiar con niños chateando en clase. Pero, ¿será esa la solución? En un acertado artículo, Jennifer D. Klein, rectora del Gimnasio Los Caobos, argumenta que el colegio ha dejado de ser ese “lugar de clases magistrales y pura memorización” y que mejor sería que nuestros niños aprendieran a usar “la herramienta informática más importante de su generación”. Lo ideal sería hacer pactos: horas sin celular y horas en que éste se convierte en herramienta de indagación y de análisis. En todo caso, manejo responsable de un instrumento que pasó a hacer parte de nuestra cotidianidad.
Dentro de esa misma línea autoritaria, el Gobierno actual quiere devolvernos en el tiempo y prohibir el porte de la dosis mínima de droga (20 gramos de marihuana y un gramo de cocaína). Asistimos otra vez a una vieja discusión, y los argumentos se repiten: el problema no debe ser de represión, sino de educación y prevención. Pero el Estado, como muchos padres y maestros, pareciera confesarse incapaz de educar y prevenir. Y no sólo eso, sino que da unas alternativas que son de Perogrullo: resulta que para evitar la multa o la cárcel hay que demostrar que se es un adicto. ¿Cómo? Con un dictamen médico o con testimonios de la familia o los maestros. “Su mamá o su papá pueden decir si es adicto”, ha dicho ingenuamente la ministra de Justicia. ¿Se imaginan la falsificación de documentos y las mentiras familiares, en caso de que haya familia? ¿Y qué pasa si se trata de un indigente? Como observó en su columna Pascual Gaviria, los policías gozarán de lo lindo hostigando a habitantes de calle y a muchachos de los estratos más populares. Porque con ellos es con los que siempre se ensañan.
Pero también la izquierda tiene muchas veces talante autoritario. En la propuesta de reforma política que acaba de pasar la oposición, se plantea la implementación del voto obligatorio. En un país como Colombia, donde el escepticismo, la indiferencia y la ignorancia política son altísimos, una medida como esta sólo estimula la corrupción. Los caciques políticos, que están lejos de desaparecer, se las ingeniarán para manipular los votos de los que a regañadientes tendrían que ir a las urnas. Otra cosa sería si se lograra una mayor educación política del ciudadano, y un ejercicio libre y responsable del derecho a votar. Tenía razón Christopher Hitchens cuando afirmaba que “el principio esencial del totalitarismo consiste en promulgar leyes que sean imposibles de obedecer”.
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El autoritarismo es la gran tentación del mundo adulto. Porque este, en una buena proporción, le tiene miedo a la discrepancia, la rebeldía, la transgresión, el juego. Y por ende a la poesía y al arte, y a todo lo que ponga a tambalear el orden establecido. El mundo autoritario de los adultos es capaz de injusticias feroces, como expulsar a un adolescente de un colegio, por “inmanejable”, o de enviarlo a un internado o a la milicia para que “lo enderecen”. Lo cual no es otra cosa que una claudicación en relación con lo que es su deber: enseñar, educar.
Prohibir y castigar les fascina a los adultos autoritarios. Lo acaba de demostrar, por ejemplo, el presidente Macron, cuando destierra los celulares de las aulas. Nadie va a negar que debe ser un dolor de cabeza para un maestro lidiar con niños chateando en clase. Pero, ¿será esa la solución? En un acertado artículo, Jennifer D. Klein, rectora del Gimnasio Los Caobos, argumenta que el colegio ha dejado de ser ese “lugar de clases magistrales y pura memorización” y que mejor sería que nuestros niños aprendieran a usar “la herramienta informática más importante de su generación”. Lo ideal sería hacer pactos: horas sin celular y horas en que éste se convierte en herramienta de indagación y de análisis. En todo caso, manejo responsable de un instrumento que pasó a hacer parte de nuestra cotidianidad.
Dentro de esa misma línea autoritaria, el Gobierno actual quiere devolvernos en el tiempo y prohibir el porte de la dosis mínima de droga (20 gramos de marihuana y un gramo de cocaína). Asistimos otra vez a una vieja discusión, y los argumentos se repiten: el problema no debe ser de represión, sino de educación y prevención. Pero el Estado, como muchos padres y maestros, pareciera confesarse incapaz de educar y prevenir. Y no sólo eso, sino que da unas alternativas que son de Perogrullo: resulta que para evitar la multa o la cárcel hay que demostrar que se es un adicto. ¿Cómo? Con un dictamen médico o con testimonios de la familia o los maestros. “Su mamá o su papá pueden decir si es adicto”, ha dicho ingenuamente la ministra de Justicia. ¿Se imaginan la falsificación de documentos y las mentiras familiares, en caso de que haya familia? ¿Y qué pasa si se trata de un indigente? Como observó en su columna Pascual Gaviria, los policías gozarán de lo lindo hostigando a habitantes de calle y a muchachos de los estratos más populares. Porque con ellos es con los que siempre se ensañan.
Pero también la izquierda tiene muchas veces talante autoritario. En la propuesta de reforma política que acaba de pasar la oposición, se plantea la implementación del voto obligatorio. En un país como Colombia, donde el escepticismo, la indiferencia y la ignorancia política son altísimos, una medida como esta sólo estimula la corrupción. Los caciques políticos, que están lejos de desaparecer, se las ingeniarán para manipular los votos de los que a regañadientes tendrían que ir a las urnas. Otra cosa sería si se lograra una mayor educación política del ciudadano, y un ejercicio libre y responsable del derecho a votar. Tenía razón Christopher Hitchens cuando afirmaba que “el principio esencial del totalitarismo consiste en promulgar leyes que sean imposibles de obedecer”.
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