Una mujer joven se levanta en medio del público que llena la biblioteca —unas 50 personas entre hombres y mujeres—. Se presenta como Diana, dice que ella también tiene un libro, pero que hasta ahora sólo ha escrito el título. Nos cuenta cuál es y pronuncia una frase poética y bella. Llora y la voz se le quiebra mientras explica que se trata de una historia muy dolorosa y por eso no ha podido escribirla.
Estamos en la Cárcel Distrital de Bogotá, es 24 de mayo y hay fiesta porque la Asociación Americana de Correccionales, ACA, anunció que este centro penitenciario alcanzó el máximo puntaje en los 40 estándares de calidad de obligatorio cumplimiento, y cumplió con 91 de los 92 aspectos evaluados por el comité de acreditación internacional, convirtiéndose así en la primera de Suramérica y la segunda en Latinoamérica en tener ese aval. Diana es una de las mujeres privadas de la libertad en el anexo de mujeres, y yo acabo de terminar una charla que hace parte del programa para llevar escritores a la cárcel, que cuenta con el apoyo de Biblored y la Secretaría de Seguridad del Distrito.
En medio del vergonzoso panorama de las cárceles del país, la Cárcel Distrital —que no depende del Inpec, lo cual explica muchas cosas— es un milagro. La arquitectura carcelaria del edificio, remodelado con una inversión millonaria por el alcalde Peñalosa en 1999, nos recuerda los laberintos infinitos de Piranesi o de Escher. El ambiente es frío, pero también limpio, amable, sin sordidez ninguna. Pero lo más importante: allí se respira dignidad. Hay menos de 900 internos cuando la capacidad es de 1028, y la administración ofrece servicios de primer nivel en prevención y promoción en salud, numerosos talleres —panadería, confección, alimentos, maderas, telares, screen y serigrafía, etc.—, un proyecto piloto de teletrabajo, remuneración para sus productos con posibilidad de ahorro en bancos, un Punto Vive Digital “para desarrollar capacitación y alfabetización digital”, según reza la página de la cárcel, servicios de peluquería y muchas otras oportunidades de rehabilitación (http://www.bogota.gov.co/carcel-distrital ).
Y la biblioteca, un cálido espacio con más de 7.000 volúmenes producto de diversas donaciones, enteramente clasificados y ordenados por los reclusos capacitados por Biblored en estantes construidos por ellos mismos. La promotora de lectura, Ángela Mesa, una joven licenciada en Humanidades que es también bibliotecaria en La Victoria, me habla con pasión de lo que han sido estos espacios de lectura para los internos, muchos de ellos en situación de marginalidad desde la cuna. No sólo sus referentes se amplían, sino que los talleres y los concursos de cuento les sirven para expresar una voz propia y para fortalecer la autoestima. Pero también encuentran nuevos sentidos a la lectura: llenar el tiempo vacío, sentir compañía cuando están aislados en celdas de castigo. Y tienen la posibilidad de estudiar las leyes para su defensa. Ángela me dice que el respeto por la divergencia es enorme y que es maravilloso ver cómo los guardas y el personal administrativo se acercan a los eventos con curiosidad. “Aquí yo he descubierto —remata— que en la cárcel la lectura puede ser una necesidad vital”. Cuando le pregunto a qué cree que se debe que todo funcione tan bien, su respuesta me deja pensando: “de la voluntad de los que la manejan”.
Una mujer joven se levanta en medio del público que llena la biblioteca —unas 50 personas entre hombres y mujeres—. Se presenta como Diana, dice que ella también tiene un libro, pero que hasta ahora sólo ha escrito el título. Nos cuenta cuál es y pronuncia una frase poética y bella. Llora y la voz se le quiebra mientras explica que se trata de una historia muy dolorosa y por eso no ha podido escribirla.
Estamos en la Cárcel Distrital de Bogotá, es 24 de mayo y hay fiesta porque la Asociación Americana de Correccionales, ACA, anunció que este centro penitenciario alcanzó el máximo puntaje en los 40 estándares de calidad de obligatorio cumplimiento, y cumplió con 91 de los 92 aspectos evaluados por el comité de acreditación internacional, convirtiéndose así en la primera de Suramérica y la segunda en Latinoamérica en tener ese aval. Diana es una de las mujeres privadas de la libertad en el anexo de mujeres, y yo acabo de terminar una charla que hace parte del programa para llevar escritores a la cárcel, que cuenta con el apoyo de Biblored y la Secretaría de Seguridad del Distrito.
En medio del vergonzoso panorama de las cárceles del país, la Cárcel Distrital —que no depende del Inpec, lo cual explica muchas cosas— es un milagro. La arquitectura carcelaria del edificio, remodelado con una inversión millonaria por el alcalde Peñalosa en 1999, nos recuerda los laberintos infinitos de Piranesi o de Escher. El ambiente es frío, pero también limpio, amable, sin sordidez ninguna. Pero lo más importante: allí se respira dignidad. Hay menos de 900 internos cuando la capacidad es de 1028, y la administración ofrece servicios de primer nivel en prevención y promoción en salud, numerosos talleres —panadería, confección, alimentos, maderas, telares, screen y serigrafía, etc.—, un proyecto piloto de teletrabajo, remuneración para sus productos con posibilidad de ahorro en bancos, un Punto Vive Digital “para desarrollar capacitación y alfabetización digital”, según reza la página de la cárcel, servicios de peluquería y muchas otras oportunidades de rehabilitación (http://www.bogota.gov.co/carcel-distrital ).
Y la biblioteca, un cálido espacio con más de 7.000 volúmenes producto de diversas donaciones, enteramente clasificados y ordenados por los reclusos capacitados por Biblored en estantes construidos por ellos mismos. La promotora de lectura, Ángela Mesa, una joven licenciada en Humanidades que es también bibliotecaria en La Victoria, me habla con pasión de lo que han sido estos espacios de lectura para los internos, muchos de ellos en situación de marginalidad desde la cuna. No sólo sus referentes se amplían, sino que los talleres y los concursos de cuento les sirven para expresar una voz propia y para fortalecer la autoestima. Pero también encuentran nuevos sentidos a la lectura: llenar el tiempo vacío, sentir compañía cuando están aislados en celdas de castigo. Y tienen la posibilidad de estudiar las leyes para su defensa. Ángela me dice que el respeto por la divergencia es enorme y que es maravilloso ver cómo los guardas y el personal administrativo se acercan a los eventos con curiosidad. “Aquí yo he descubierto —remata— que en la cárcel la lectura puede ser una necesidad vital”. Cuando le pregunto a qué cree que se debe que todo funcione tan bien, su respuesta me deja pensando: “de la voluntad de los que la manejan”.