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Aterradora la denuncia que hace El Espectador sobre la doble violación de una mujer recluida en la cárcel de El Pedregal, cuyo resultado fue un embarazo. Presuntamente los agresores fueron dos guardas del Inpec. Los detalles son espeluznantes e incluyen los insultos de uno de los violadores mientras la agredía: “Perra hijueputa, cállate, perra, sapa”. No olvidemos que la violencia sexual masculina, más allá de la líbido, es una manifestación de poder: simbólicamente es una exhibición de potencia, de sometimiento de la mujer y a menudo un castigo o una lección con carga moralizante. Las denuncias incluyen otras, graves, que tendrán que probarse: violaciones anteriores a otras mujeres, un intento de hacer abortar a la víctima echando en su comida Cycotec, encubrimiento de las autoridades de la cárcel y silencio, por miedo, de las reclusas. Es decir, violencia machista ejercida desde el poder, en razón de un patriarcado que naturaliza la apropiación del cuerpo femenino y su sometimiento.
De esas violencias criminales contra las mujeres oímos todos los días. Pero hay otras, menos expuestas, que involucran también instancias de poder, y que por su sutil perversidad resultan difíciles de enfrentar y denunciar. La magistrada Stella Conto, exintegrante del Consejo de Estado que hace unos años ganó una batalla ante los tribunales, los cuales obligaron a su exesposo a repararla económicamente por maltrato e incumplimiento de sus obligaciones aun cuando ella gozara de solvencia económica, habló hace poco con Cecilia Orozco sobre los hostigamientos machistas contra juezas por parte de sus colegas. Cualquier mujer en estas sociedades reconoce las estrategias machistas que la magistrada denuncia, ya sea en el ámbito familiar, social o de trabajo: interrumpir constantemente a la mujer que habla, no acusar recibo de lo dicho —invisibilizar—, usar expresiones o gestos condescendientes que aniñan o ridiculizan, ignorar, decir siempre la última palabra, hacer chistes misóginos y todo un repertorio de mecanismos para humillar y castigar. Y llamar a las denunciantes “locas”, “histéricas” o simplemente “conflictivas”. “Lo usual —dice la doctora Conto refiriéndose a jueces y magistrados— es que existan mensajes de inferioridad y sumisión aparentemente inofensivos —y por lo mismo difíciles de detectar y combatir—. El amedrentamiento y la intimidación se presentan con frecuencia. Por eso logran afectar la salud física y mental de juezas y magistradas (…)”.
Esas mismas violencias, más o menos sutiles, se dan en las oficinas, con jefes que maltratan y acosan; en los hospitales, en el Ejército, en los medios de comunicación y hasta en las universidades. Y, por supuesto, en los gobiernos. Y aquí, en el gobierno del “cambio”, las estamos viendo con un presidente que protege a maltratadores y abusadores, y ahora pone en puesto de honor al mayor de todos, su Rasputín de cabecera, a quien debe quién sabe qué oscuros favores. Ante las protestas de sus ministros contra semejante entronización del impresentable, Petro mostró desdén y cinismo. Y remató con aquella estupidez de que en la guerrilla a los heridos los atendía “la guerrillera más bonita”, y ellos se curaban de inmediato, “gracias al amor”. ¡Pero eso dizque no es machismo!
