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Por estos días en las redes hay alboroto alrededor de El Meridiano 3026, un edificio inusual, de 30 pisos y 732 apartamentos, que en la parte más angosta tiene 16 metros de ancho, un dato que hace que uno se pregunte cómo será vivir allí. Leo en un artículo de El Espectador que hay apartamentos desde 23,73 metros cuadrados, cuando hoy el POT prohíbe las licencias con menos de 36, gracias a que —aunque las cuentas no dan— en el momento de comenzar la construcción se acogieron a un decreto de Peñalosa que permitía construir viviendas en altura desde 25 metros. La empresa, que lleva el paradójico nombre de Buen Vivir, alega que esa es la tendencia aquí y en Cafarnaúm, y los constructores confiesan, sin mosquearse, que privilegiaron “la funcionalidad a la estética y al factor arquitectónico”.
Es verdad que esta es la tendencia. En Japón —donde hay escasez de espacio—, por ejemplo, existen las “casas ataúd” o los “hoteles cápsula”, de dos metros y medio, sin ventanas, para alojarse por días, y apartamentos unipersonales desde nueve metros cuadrados, que llaman elegantemente “minimalistas” porque cabe lo mínimo. En otros lugares se me ocurre que esta “tendencia” obedece a la ambición de los constructores, que especulan aprovechándose de la necesidad de muchos ciudadanos que no tienen alternativa, o que, por las dificultades del atroz tráfico de nuestras ciudades, prefieren vivir en sitios céntricos y no en la periferia. Así muchos lo vean como una salida, el resultado, me parece, es la deshumanización en lo más básico de un ser humano: la forma en que vive.
Investigando un poco, me encuentro con datos que a veces nos hacen reír y a veces llorar. Una arquitecta que habla de apartamentos como estos dice, no sé si en serio o en broma, que “el problema más difícil de resolver es la cama”, porque en un espacio de estas dimensiones esta queda ¡a cuatro pasos de la cocina! Muchas cosas importantes se sacrifican viviendo en estos lugares claustrofóbicos: una de ellas es la posibilidad de socializar, pues en esos edificios colmena, diseñados para individuos solos —¿o usted llevaría a vivir a su pareja en 25 metros?—, no hay posibilidad de comunidad, ese tejido básico para la supervivencia y ese antídoto de la soledad. También existe el riesgo de que se afecte la salud mental, sobre todo en estos tiempos pospandémicos en que el trabajo se trasladó a casa al menos unos días a la semana.
Claro que hay que ver también las ventajas: con sólo alargar la mano desde la cama —que será en estos casos el lugar de trabajo— se puede hacer uso de la cafetera, y de un brinco uno puede quedar sentado en el inodoro. Es verdad que no hay verde por ningún lado, pero en las pausas activas, desde los pisos altos, resulta muy divertido ver pasar las nubes. Y jamás tendremos visitas. Tampoco, supongo, habrá mascotas en el edificio, porque nadie será tan cruel de tenerlas reducidas, como anota el periodista, en un espacio no más grande que un vagón de Transmilenio.
Adenda: A la hora de hablar de espacios crueles y de falsa democratización de los servicios, es inevitable pensar en los aviones de Avianca, donde usted, con la nariz contra el espaldar de la silla delantera, debe permanecer en la misma posición de comienzo a fin de viaje, dure este lo que dure.
