Un hombre de 31 años, Sebastian Kurz, se convertirá en canciller de Austria, el término con el que allí se designan los primeros ministros. Ya se habla del “niño canciller”; Macron y el canadiense Trudeau dejan de ser los benjamines. Ya Kurz, a los 27, había sido ministro de Relaciones Exeriores austríaco. Y eso sin haberse graduado aún de derecho.
Las consignas contra la inmigración, el racismo de frente, dejan de ser tabú cuando salen de los labios de líderes jóvenes. Prohibidas, políticamente incorrectas hasta hace pocos años, el gran cambio en la política de los países de alto ingreso consiste en que ya forman parte de una plataforma legítima, apoyada por generaciones que, en el caso europeo, no conocieron el fascismo en el poder.
Ganó Kurz al llevar a su Partido Popular al 31 % de los votos y porque su aliado, el Partido de la Libertad, de extrema derecha, quedó prácticamente empatado con el Partido Socialdemócrata (26 %, 27 %). La coalición entre el PP y el PL simplemente dice que la mayoría del pueblo austríaco está a la derecha, particularmente en lo que se refiere a la política frente a los refugiados y las connotaciones que ello tiene en los “verdaderos austríacos”.
Ganó porque remozó su partido con la imagen de un líder joven, de la era digital, y porque retomó las pancartas que hacen eco del miedo de los jóvenes y los maduros frente al desempleo y al chivo expiatorio: los inmigrantes. Sin rubor, de frente. Que Europa se está islamizando, rasgo común en el viejo continente.
Las elecciones europeas han tenido en vilo al mundo. Holanda, Francia, Alemania: parecía que el nacionalismo y la fobia contra los inmigrantes quedaban derrotados. En efecto, perdieron Geert Wildeers, el populista de derecha holandés, y la señora Marine Le Pen; y ganaron Macron y Angela Merkel. Sin embargo, los partidos de la ultraderecha han salido fortalecidos. ¿Qué tal la AfD, Alternativa para Alemania, derrotando a los verdes y los liberales?
Quizás el cuento es más delicado cuando se habla de Alemania y Austria. Esta última, cuna de Hitler, fue anexada a Alemania en 1938. Lejos de ser un acto invasivo, la anexión fue el momento de máxima euforia del Imperio de los 1.000 años, vitoreado por buena parte del pueblo austríaco. Con su dirigencia de entonces, estuvieron comprometidos, en mayor o menor grado, con el Holocausto. De ahí el inmenso cuidado de parte de una líder como Angela Merkel de rechazar la xenofobia en el territorio que alguna vez fue la fábrica de muerte mas atroz de la historia.
Lamentablemente, el éxito de Kurz, cuyos padres, con certeza, nacieron después de la Segunda Guerra Mundial, es un borrón con amnesia colectiva que augura nuevos éxitos de los nacionalismos blancos en países que, supuestamente, son los mas cultos del planeta.
Un hombre de 31 años, Sebastian Kurz, se convertirá en canciller de Austria, el término con el que allí se designan los primeros ministros. Ya se habla del “niño canciller”; Macron y el canadiense Trudeau dejan de ser los benjamines. Ya Kurz, a los 27, había sido ministro de Relaciones Exeriores austríaco. Y eso sin haberse graduado aún de derecho.
Las consignas contra la inmigración, el racismo de frente, dejan de ser tabú cuando salen de los labios de líderes jóvenes. Prohibidas, políticamente incorrectas hasta hace pocos años, el gran cambio en la política de los países de alto ingreso consiste en que ya forman parte de una plataforma legítima, apoyada por generaciones que, en el caso europeo, no conocieron el fascismo en el poder.
Ganó Kurz al llevar a su Partido Popular al 31 % de los votos y porque su aliado, el Partido de la Libertad, de extrema derecha, quedó prácticamente empatado con el Partido Socialdemócrata (26 %, 27 %). La coalición entre el PP y el PL simplemente dice que la mayoría del pueblo austríaco está a la derecha, particularmente en lo que se refiere a la política frente a los refugiados y las connotaciones que ello tiene en los “verdaderos austríacos”.
Ganó porque remozó su partido con la imagen de un líder joven, de la era digital, y porque retomó las pancartas que hacen eco del miedo de los jóvenes y los maduros frente al desempleo y al chivo expiatorio: los inmigrantes. Sin rubor, de frente. Que Europa se está islamizando, rasgo común en el viejo continente.
Las elecciones europeas han tenido en vilo al mundo. Holanda, Francia, Alemania: parecía que el nacionalismo y la fobia contra los inmigrantes quedaban derrotados. En efecto, perdieron Geert Wildeers, el populista de derecha holandés, y la señora Marine Le Pen; y ganaron Macron y Angela Merkel. Sin embargo, los partidos de la ultraderecha han salido fortalecidos. ¿Qué tal la AfD, Alternativa para Alemania, derrotando a los verdes y los liberales?
Quizás el cuento es más delicado cuando se habla de Alemania y Austria. Esta última, cuna de Hitler, fue anexada a Alemania en 1938. Lejos de ser un acto invasivo, la anexión fue el momento de máxima euforia del Imperio de los 1.000 años, vitoreado por buena parte del pueblo austríaco. Con su dirigencia de entonces, estuvieron comprometidos, en mayor o menor grado, con el Holocausto. De ahí el inmenso cuidado de parte de una líder como Angela Merkel de rechazar la xenofobia en el territorio que alguna vez fue la fábrica de muerte mas atroz de la historia.
Lamentablemente, el éxito de Kurz, cuyos padres, con certeza, nacieron después de la Segunda Guerra Mundial, es un borrón con amnesia colectiva que augura nuevos éxitos de los nacionalismos blancos en países que, supuestamente, son los mas cultos del planeta.