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Hasta ahora, la reforma tributaria de 2022 es el logro legislativo más destacable del Gobierno. Pero quizás no sea una reforma sostenible. En el caso del impuesto a las rentas laborales, la reforma cerró exenciones que van a acercar la tarifa real a la tarifa estatutaria, pero seguirán siendo muy pocos los contribuyentes de renta.
En el caso de las rentas al capital, que incluyen el impuesto de renta corporativo y el impuesto a los dividendos, Colombia pasó de estar en el lugar 25, entre los 38 países de la OCDE, al puesto 11, con una tarifa combinada del 48 %. Si la empresa no paga dividendos, solo aplica la tarifa de renta corporativa del 35 %, que es la más alta de la OCDE.
A esas tarifas altas hay que sumar los impuestos a la propiedad raíz y al patrimonio. Los prediales acá son caros: han subido los avalúos y las tarifas. Y el patrimonio inmobiliario hace parte del patrimonio gravable, ahora que Colombia hace parte del grupo de cinco países de la OCDE con impuesto al patrimonio. Por lo tanto, hay doble tributación sobre la propiedad raíz.
Solo hay otros cuatro países en la OCDE con impuesto al patrimonio. Suiza es uno, con tarifas entre 0,05 % y 0,45 %, según el cantón. El predial allá está entre 0,2 % y 0,3 %. Por lo tanto, el impuesto total a la propiedad, suponiendo que el patrimonio está constituido por finca raíz, está entre 0,25 % y 0,75 %. Esto se compara con una tarifa de 2,2 % en el caso colombiano, por lo menos tres veces mayor. En España las comunidades autónomas pueden optar por no cobrar el impuesto al patrimonio. En Madrid, el IBI (impuesto a los bienes inmuebles) es de alrededor del 0,4 % y el impuesto al patrimonio no se cobra, aunque existe en los estatutos. El resultado de la reforma es que los impuestos al capital en Colombia están entre los más altos de la OCDE. Quizás sean los más altos.
Aumentar los impuestos al capital constituye una transferencia de riqueza de los accionistas al Estado, para todas las empresas que ya existen, puesto que los mismos flujos de caja ahora generan más recursos para el Estado y menos para los inversionistas. Pero, en el caso de inversiones futuras, lo que sucede es que hay inversiones que se hubieran hecho si la tarifa compuesta de renta y dividendos fuera, por ejemplo, del 40 %, que ahora quizás no se hagan con una tarifa del 48 %. Habrá menos inversión y menor generación de riqueza.
Hay casos patológicos: el Plan de Desarrollo aumentó los impuestos a la inversión en energía renovable, imponiendo una transferencia de 6 % de los ingresos para el Estado. Esta transferencia es especialmente dañina, puesto que aplica a los ingresos y no a la renta, pero en un proyecto tipo puede equivaler a aumentar la tarifa de renta de 35 % a 45 %. Sumando los impuestos a los dividendos, aumentaría la tarifa compuesta de 48 % a casi 60 %, borrando con el codo los beneficios tributarios que tenían estas inversiones desde 2014.
A los problemas regulatorios, al aumento en los costos de logística, a las dificultades de suministro de materias primas, a las señales de intervención arbitraria en las tarifas de energía, a las demoras en la expedición de licencias ambientales y a la zozobra que subsiste aun cuando se obtienen, ahora hay que añadir un gran sobrecosto y sumarlo a impuestos al capital que ya eran excesivos. No se puede uno sorprender de que la transición energética, que tanto promulga el Gobierno, sea por ahora solo aire.