Después de que plumas muy autorizadas han ponderado a los herederos de Gabo por haber incumplido su instrucción de no publicar su trabajo póstumo En agosto nos vemos, sería una aventura irresponsable opinar sobre lo que otros han sostenido con propiedad y conocimiento. Que la obra sea buena o mala, si estuvo bien terminada o no, o si le quedó faltando trabajo, eso quedará para las fascinantes discusiones literarias del futuro en las que siempre los literatos nuestros se destacarán.
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Los hijos de Gabo son celosos guardianes de preservar la obra de su padre, y de ello es prueba el millonario contrato que celebraron con el Centro Harry Ransom, de la Universidad de Texas, al cual le enajenaron archivos valiosísimos de la vida y obra del Nobel. Por cuenta de eso, los herederos de Gabo recibieron una jugosa cantidad en dólares y nosotros nos quedamos sin poder ver esa exhibición. En mi caso personal, registro doble frustración porque cuando viajé a Austin a ver la colección me encontré con la amarga noticia de que por esos días estaba en México, privilegio del que nos han privado a los compatriotas del escritor, pues no hemos tenido la fortuna ni la suerte de que nos hayan permitido conocer lo que, por más que lo enajenen sus hijos, seguirá siendo patrimonio colectivo.
Que grato hubiese sido que Gabo e inclusive su viuda y sus hijos hubieren imitado la generosidad del maestro Fernando Botero, quien hasta compró cuadros valiosos de los impresionistas para regalarlos junto con otros más de sus colecciones privadas, a los museos en Bogotá y Medellín, a quienes el donante les impuso la perenne condición de no cobrar por el ingreso a esas galerías hoy inmortales.
Ahora, Gonzalo y Rodrigo, los hijos de Gabo y la Gaba, nos han dado la sorpresa de que se han acompañado de una cuidadosa y efectiva campaña mediática para lanzar la obra En agosto nos vemos, con la que prácticamente han resucitado a nuestro Nobel. Quien los oye, en particular a Rodrigo, le puede asaltar la duda de si fueron sus vástagos los autores de la última novela.
No albergo duda alguna de que los hijos de Gabo tienen derecho a hacer lo que han hecho con la obra que recientemente dieron a la luz en contra de lo que hubiere querido el escritor, pero pregunto ¿por qué no apareció en esta ocasión Indira Cato, la hija extramatrimonial de Gabo, en el grupo de herederos que tomó la decisión de revelar la obra póstuma de su padre, si ella con Gonzalo y Rodrigo también es hija del genial novelista? Supongo que la razón fue la misma por la cual la hija de Gabo tampoco fue vista en la venta de archivos y documentos de su padre a la universidad texana ni participó de sus beneficios. Lo más probable es que los descendientes barones lograron que se les adjudicaran solo a ellos los derechos patrimoniales sobre las obras de su progenitor, excluyendo de esa manera a su consanguínea que, entre otras cosas, no es ninguna pintada en la pared. En efecto, Indira es ya una afamada cineasta.
El tema de la descendiente de Gabo no puede ser morboso ni mezquino porque, en la famosa entrevista que este concedió en 1981 a The Paris Review, a la pregunta sobre si como escritor tiene alguna ambición a largo plazo o algo de lo que se arrepienta, entre otras cosas respondió: “lo único que lamento en mi vida es no tener una hija”. A principio de los 90 nació la niña que venía deambulando en los sueños macondianos, cuya existencia se hizo notoria hace muy poco.
Es probable que los hijos de Gabo, incluida Indira, hubiesen concluido algún acuerdo patrimonial que justifique el marchitamiento público de ella o su renuncia voluntaria a no participar de los mismos privilegios económicos de los que sí gozan sus consanguíneos.
Lo que sí debe quedar claro es que los colombianos –los de siempre y del futuro– todos somos herederos de Gabo y ese honor nos concede licencia para no guardar silencio frente a lo que pueda sucederles a las generaciones venideras con las obras, papeles y archivos del genio colombiano.
Adenda. El Papa Francisco confiesa que la última monarquía absoluta de Europa es la iglesia que él gobierna. Cuando Roma locuta disputa finita.