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Hoy que estamos en un mundo plagado de recursos que permiten al más humilde de los mortales estar bien informado, muy pocos colombianos pueden darse el lujo de repetir los nombres de los ministros del pesado gabinete de Duque. Si acierta identificando a ocho, usted es privilegiada(o). En otros tiempos, a esos cargos llegaban figuras destacadas en la política, así fueran incompetentes, y el país estaba familiarizado con sus identidades y lugares de origen.
De los gabinetes que ha tenido Duque se han salvado lánguidamente del anonimato los tres ministros de Defensa que han estado ad portas de padecer una moción de censura, al igual que la controvertida Karen Abudinen.
El recordado Carlos Holmes Trujillo fue el único de talla nacional en el Consejo de Ministros. Se trataba de un exministro, exconstituyente, excomisionado de Paz, exalcalde de Cali, en fin, un baquiano en la vida pública, a la que llegó además exhibiendo el mismo nombre de su progenitor, un viejo zorro de la política y prestigioso abogado penalista, experto en audiencias públicas con jurado, donde convencía con discursos estremecedores. Cuando Carlos Holmes Trujillo Jr. llegó a las altas cumbres era un desconocido con nombre conocido y luego él mismo se afianzó en los escenarios nacionales, hasta que la muerte lo sorprendió en la antesala de su segura renuncia como ministro de Defensa para buscar la candidatura del Centro Democrático.
Guillermo Botero hizo el peor negocio de su vida retirándose de Fenalco —su hábitat como dirigente empresarial de ultraderecha— para hacer uribismo desde las Fuerzas Militares, y salió chamuscado. Diego Molano parece más jefe de prensa de los militares que ministro de Defensa, y terminará igual de mal.
Karen Abudinen, quiéralo o no, había pasado sin pena ni gloria hasta que en sus narices estalló el escándalo de corrupción que ya es emblema de este Gobierno. Sus aspiraciones a gobernadora del Atlántico o a la Alcaldía de Barranquilla quedaron sepultadas en medio del debate en el que a gritos confesó su orgullo de ser barranquillera y, además, sumisa cargaladrillos del clan Char.
En esa baraja de ministros acosados por mociones de censura, que a pesar de que no prosperaron sí los dejaron muy maltrechos, también estuvo Alberto Carrasquilla, célebre en los primeros días de su segundo ministerio de Hacienda por el negociado de los bonos de agua que nunca fue explicado. Luego vino el desastre de la reforma tributaria y el paro nacional que lo sacó del Ministerio y casi tumba a Duque, quien lo puso a lamerse sus heridas en la junta directiva del Banco de la República.
De allí en adelante es difícil ubicar tantas personas desconocidas actuando en la tribuna pública. Por supuesto, la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez, quien ya sale menos en los medios desde que asumió como canciller, es de esos protagonistas que es difícil tomar en serio, porque es reina de lugares comunes. Lo propio puede decirse de Wilson Ruiz, un trepador mal hablado, de dudosa reputación y aparatoso periplo profesional y político, que también está desaparecido en el firmamento nacional no solo porque no dice nada útil ni importante, sino porque anda autopromocionándose entre los togados de las altas cortes, a quienes calculadamente invita a opíparos almuerzos en una finca de tierra caliente, porque, claro, él no es el único que acaricia el anhelo de suceder al fiscal Barbosa —cuando este termine su período o si cae pulverizada su elección en la Corte Constitucional— y avizora que con las “amistades” que cultive ahora como ministro de Justicia aseguraría la suerte de su aspiración. Y cierra el ciclo el ministro de Salud, Fernando Ruiz, símbolo oficial del COVID-19, cuya gestión gris e insegura deja muchos interrogantes.
Se salvan de esa sombra de mediocridad que acompaña a todos los ministros Ximena Lombana y Carmen Ligia Valderrama, ambas abogadas, la última mi exalumna aventajada en el Externado, ministras de Comercio y Comunicaciones, respectivamente, de quienes doy fe de su competencia. Lamento, sí, que hayan sido ministras en este cuatrienio inútil.
De resto, como dicen, que venga el diablo y escoja entre tanto ilustre desconocido.
Adenda. Se equivoca Alejandro Gaviria al sostener que Federico Gutiérrez —el Rigoberto Urán de la política, con perdón de este último— se ha movido últimamente a la derecha, porque siempre ha estado allí.