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La polémica suscitada con la querella penal por injuria y calumnia del presidente Petro contra el expresidente Andrés Pastrana tiene que servir, aunque sea para cambiar el tono de la política.
El asunto se inició cuando Pastrana, en Twitter, afirmó que la campaña y presidencia de Petro “no han sido otra cosa que la fusión del gobierno con el narcotráfico bajo el velo de una farsa denominada paz total”. El mandatario cumplió su amenaza de denunciar penalmente a Pastrana. Desde el mismo instante en el que Petro amenazó con judicializar a Pastrana, este se ha visto nervioso y errático intentando justificar sus aseveraciones, pues asegura haberlas hecho como opositor del Gobierno, porque cree que esa condición política le permite “opinar” ultrajando la honra y buen nombre ajenos.
¿Es lícito que, con el pretexto de hacer oposición política a un contradictor, alguien pueda agredirlo o calumniarlo sindicándolo de estar aliado con el narcotráfico sin aportar pruebas? Definitivamente, no. El derecho a ejercer oposición no es una patente de corso para acusar sin fundamento, ni siquiera a personajes públicos. Ojalá que el asunto sea investigado por una nueva Fiscalía despolitizada, no por Barbosa y su temible banda, todos conservadores.
La oposición sí debe contar con garantías para exponer sus argumentos. Cuando un Gobierno cercena ese derecho, la democracia está en peligro, de eso no hay duda. Tampoco la hay de que ese no es un derecho absoluto, porque, como lo tienen averiguado la jurisprudencia y la doctrina universales, la oposición y el derecho a la libre expresión están limitados por la verdad. Cuando se falsean hechos para lesionar la reputación de un adversario, no se opina; se desinforma y se engaña a la ciudadanía, que tiene derecho a recibir información objetiva y veraz, según el artículo 20 de la Constitución.
La muletilla de que cuando se ejerce oposición todo vale es, si no arbitraria, bastante aventurada, pero, sobre todo, peligrosa para la convivencia. Fácil resulta imaginar que Pastrana no guardaría silencio si, por ejemplo, algún opositor afirmara que él mismo o inclusive su padre, el también expresidente Misael Pastrana, estuvieron asociados con organizaciones delictivas cuando ejercieron como jefes de Estado.
Por esa razón, este debate está llamado a tener grandes consecuencias, como en su momento las tuvo la querella por calumnia del entonces ministro Alberto Lleras contra el “monstruo” Laureano Gómez, por señalarlo de encubridor del crimen de Mamatoco, el cual, la jauría goda de esos años le atribuía dolosamente a la familia del presidente López Pumarejo.
Esta discusión, pues, es necesaria, porque de ella puede depender que el ejercicio de la política se haga respetando los derechos ajenos y, sobre todo, el de la comunidad a estar bien informada, o que sigamos en la selva de creer que todo es permitido a quien se opone, hasta mentir.
Pastrana, siempre altivo, asegura que tiene pruebas de las relaciones de Petro con el narcotráfico, que no ha divulgado, y aunque a veces parece desechar la posibilidad de retractarse, alguna señal pareció dar en esa dirección cuando afirmó que nunca le ha dicho narcotraficante al presidente. Si le consultara a su cercanísimo amigo, el nuevo presidente de la Corte Suprema de Justicia, el jurista Gerson Chaverra, este seguramente le diría que no exponga su prestigio y pellejo a la incomodidad de tener que retirar sus afirmaciones incriminatorias cuando ya esté acusado penalmente. Eso le ahorraría el ridículo que está haciendo Pastrana victimizándose como supuesto perseguido y erigiéndose en una especie de mártir de la democracia que jamás ha sido ni será.
Aunque, pensándolo bien, hasta mejor que no se retracte porque de sostener sus acusaciones de que Petro está aliado con el narcotráfico –lo que es igual que llamarlo narcotraficante– habrá un juicio penal o civil que permitirá a la jurisprudencia definir los mojones éticos sobre si un político cuando calumnia está simplemente ejerciendo oposición, o si, por el contrario, delinque al no advertir los limites mínimos de decencia que impone la libertad de expresión. Es cuestión de civilizar la controversia pública tan deteriorada por estos días de creciente y crispante polarización.
Adenda: El historiador y catedrático Alberto Abello ha entregado su más reciente publicación Bolívar y Manuelita. Una pasión histórica, trabajo bien documentado, juicioso, interesante, que estaba haciendo falta.