Me han pedido que escriba una columna decembrina en la que identifique una persona o un movimiento político del que haya sido muy crítico, inclusive un líder por quien jamás votaría, y me haga preguntas como: ¿Qué encuentro memorable he tenido con alguien del lado opuesto de mis ideas? ¿Qué cualidad tiene esta persona de quien he sido muy crítico? Cuando recibí la amable invitación supuse que era una nota para publicar el día de los inocentes, el 28 de diciembre, pero la sugerencia fue clara y perentoria: si acepta la propuesta, la columna se publicará hoy, 22 de diciembre. Manos a la obra.
Tengo que confesar que es un reto casi imposible hablar bien de quien ha sido objeto de críticas o desencuentros públicos en algún momento de la vida, pero es evidente que es un ejercicio sano de reconciliación que, en algunos casos, sirve de terapia para esos resentimientos que dejan esquirlas imborrables en el alma.
Si tuviera que hablar bien de todas las personas o partidos que he fustigado con mis opiniones desde esta tribuna luego de 26 años como columnista, más los saldos de los ardorosos litigios que atiendo como abogado, no me alcanzarían la vida y, probablemente, ni la memoria. Pero mirando atrás tengo que reconocer que por años en mi Buga natal crecí con la prevención de que los conservadores eran malas personas, sin excepción. Tanto que entonces sentía como justa la expresión coloquial “godo bueno el que se va muriendo”, que los viejos liberales solían repetir luego de rezar los domingos en las mismas iglesias donde oraba la godarria.
Con los años de estudio en el contestatario Externado de antaño, el ejercicio profesional del derecho, la docencia por más de 48 años y el trato personal con conservadores de todas las tendencias, cambié mi inicial percepción sobre la condición humana de los goditos. Hoy gozo del inmenso placer de contar con un álbum gigantesco de conservadores de los que soy usufructuario perpetuo de su amistad sincera y desprevenida, tantos que prefiero abstenerme de citar nombres para no ofender a nadie. En mi ya extenso periplo por los estrados judiciales como litigante, han sido muchas las alianzas y contiendas con lo mejor de la jurisprudencia azul de metileno, en la que he cosechado cercanías entrañables con colegas partidarios de la otra orilla ideológica.
En mi paso por el servicio público, tuve oportunidad de conocer y conversar con varios dirigentes conservadores de estirpe laureanista como Álvaro Gómez Hurtado, Rodrigo Marín Bernal, entre otros patricios de esa línea política y tengo que reconocer que encontré en ellos espíritus reflexivos y respetuosos de las distancias partidistas. Por ejemplo, recuerdo que siendo director del DAS pedí una cita a Gómez Hurtado para presentarle un proyecto de reforma al sistema nacional de inteligencia, el cual quedó plasmado en un decreto de diciembre de 1995; para mi sorpresa, lo que estaba planeado fuera un encuentro de 30 minutos, se convirtió, a instancias del jefe de Salvación Nacional, en una tarde entera de conversación muy enriquecedora e inolvidable para mí. Más tarde, en una recepción al canciller de Venezuela en la Casa de Nariño, tuve el honor de compartir mesa con Gómez y en ese escenario distensionado le pregunté: “Doctor Álvaro, ¿su papá era muy bravo?”, y con mucho humor me respondió algo como: “No, porque él decía que cuando regresaba a la casa, ya llegaba peleado”.
Se disiparon todos esos nubarrones extraviados que a la usanza del temible Monseñor Builes —quien pregonaba que ser liberal era pecado— me hicieron suponer erradamente que todos los goditos eran malos. Prometo dejar en remojo la anécdota que en alguna tertulia le oí al recordado expresidente Carlos Lemos Simmonds en la que contaba que, debiendo su progenitor trasladarse de Popayán a Bogotá, necesitó de un apoderado que en su ausencia le administrara sus bienes, por lo que pidió consejo a su padre —un liberal radical— sobre quién nombrar y este le sugirió encargar un conservador fanático, ante lo cual le reclamó por la contradicción de hablar mal de los godos y recomendarle al más recalcitrante. A ello respondió: “No, mijo, no se equivoque: a los conservadores usted les puede encomendar sus bienes, su mujer y hasta su familia; lo único que no se les puede dar es el poder, porque se apropian de él y se enloquecen”.
Adenda. Feliz navidad a los pacientes lectores, y también a los impacientes.
Me han pedido que escriba una columna decembrina en la que identifique una persona o un movimiento político del que haya sido muy crítico, inclusive un líder por quien jamás votaría, y me haga preguntas como: ¿Qué encuentro memorable he tenido con alguien del lado opuesto de mis ideas? ¿Qué cualidad tiene esta persona de quien he sido muy crítico? Cuando recibí la amable invitación supuse que era una nota para publicar el día de los inocentes, el 28 de diciembre, pero la sugerencia fue clara y perentoria: si acepta la propuesta, la columna se publicará hoy, 22 de diciembre. Manos a la obra.
Tengo que confesar que es un reto casi imposible hablar bien de quien ha sido objeto de críticas o desencuentros públicos en algún momento de la vida, pero es evidente que es un ejercicio sano de reconciliación que, en algunos casos, sirve de terapia para esos resentimientos que dejan esquirlas imborrables en el alma.
Si tuviera que hablar bien de todas las personas o partidos que he fustigado con mis opiniones desde esta tribuna luego de 26 años como columnista, más los saldos de los ardorosos litigios que atiendo como abogado, no me alcanzarían la vida y, probablemente, ni la memoria. Pero mirando atrás tengo que reconocer que por años en mi Buga natal crecí con la prevención de que los conservadores eran malas personas, sin excepción. Tanto que entonces sentía como justa la expresión coloquial “godo bueno el que se va muriendo”, que los viejos liberales solían repetir luego de rezar los domingos en las mismas iglesias donde oraba la godarria.
Con los años de estudio en el contestatario Externado de antaño, el ejercicio profesional del derecho, la docencia por más de 48 años y el trato personal con conservadores de todas las tendencias, cambié mi inicial percepción sobre la condición humana de los goditos. Hoy gozo del inmenso placer de contar con un álbum gigantesco de conservadores de los que soy usufructuario perpetuo de su amistad sincera y desprevenida, tantos que prefiero abstenerme de citar nombres para no ofender a nadie. En mi ya extenso periplo por los estrados judiciales como litigante, han sido muchas las alianzas y contiendas con lo mejor de la jurisprudencia azul de metileno, en la que he cosechado cercanías entrañables con colegas partidarios de la otra orilla ideológica.
En mi paso por el servicio público, tuve oportunidad de conocer y conversar con varios dirigentes conservadores de estirpe laureanista como Álvaro Gómez Hurtado, Rodrigo Marín Bernal, entre otros patricios de esa línea política y tengo que reconocer que encontré en ellos espíritus reflexivos y respetuosos de las distancias partidistas. Por ejemplo, recuerdo que siendo director del DAS pedí una cita a Gómez Hurtado para presentarle un proyecto de reforma al sistema nacional de inteligencia, el cual quedó plasmado en un decreto de diciembre de 1995; para mi sorpresa, lo que estaba planeado fuera un encuentro de 30 minutos, se convirtió, a instancias del jefe de Salvación Nacional, en una tarde entera de conversación muy enriquecedora e inolvidable para mí. Más tarde, en una recepción al canciller de Venezuela en la Casa de Nariño, tuve el honor de compartir mesa con Gómez y en ese escenario distensionado le pregunté: “Doctor Álvaro, ¿su papá era muy bravo?”, y con mucho humor me respondió algo como: “No, porque él decía que cuando regresaba a la casa, ya llegaba peleado”.
Se disiparon todos esos nubarrones extraviados que a la usanza del temible Monseñor Builes —quien pregonaba que ser liberal era pecado— me hicieron suponer erradamente que todos los goditos eran malos. Prometo dejar en remojo la anécdota que en alguna tertulia le oí al recordado expresidente Carlos Lemos Simmonds en la que contaba que, debiendo su progenitor trasladarse de Popayán a Bogotá, necesitó de un apoderado que en su ausencia le administrara sus bienes, por lo que pidió consejo a su padre —un liberal radical— sobre quién nombrar y este le sugirió encargar un conservador fanático, ante lo cual le reclamó por la contradicción de hablar mal de los godos y recomendarle al más recalcitrante. A ello respondió: “No, mijo, no se equivoque: a los conservadores usted les puede encomendar sus bienes, su mujer y hasta su familia; lo único que no se les puede dar es el poder, porque se apropian de él y se enloquecen”.
Adenda. Feliz navidad a los pacientes lectores, y también a los impacientes.