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Este artículo hace parte de una serie de 32 columnas que exploran la desigualdad en los 32 departamentos de Colombia. Los escritos son el resultado de un proceso de diálogo entre académicos, artistas y activistas de cada rincón de nuestro país. Para conocer más sobre las publicaciones semanales del proyecto Diálogos Territoriales sobre Desigualdad y sobre nuestro centro de investigación comunitaria, síguenos en IG @reimaginemos.colombia o X @reimaginemos.
La distancia entre Bogotá y Putumayo es aproximadamente 600 kilómetros, poco más de la mitad de la que separa a la capital del país de ciudades como Barranquilla o Cartagena. Sin embargo, desde el centro de Colombia, este departamento andino-amazónico suele imaginarse como un “territorio remoto y desconocido”. Esta percepción ha sido una constante desde tiempos coloniales y, en muchos sentidos, ha determinado no sólo la forma en que este departamento ha sido imaginado y representado, sino también, las maneras de gobernarlo.
Para los españoles, la cordillera de los Andes, puerta de acceso a la Amazonia, constituyó una barrera física y simbólica que separaba “la civilización de la barbarie”. Las incursiones coloniales fueron intermitentes y se limitaron a expediciones fallidas en búsqueda de El Dorado, unas pocas encomiendas, y pueblos de misión que eran con frecuencia abandonados tras ataques de los indígenas.
El fin de la colonia significó la transición a un nuevo régimen político, pero la relación entre el centro y sus márgenes continuó en esencia siendo la misma. El Putumayo –entonces perteneciente al extenso Territorio del Caquetá– fue gobernando desde mediados del siglo XIX hasta 1991 bajo la figura de los “Territorios Nacionales”. Como afirma Simón Uribe, investigador y profesor de la Universidad del Rosario, esta figura se tradujo en un “régimen de excepción constitucional que permitía al gobierno nacional intervenir a su antojo en las regiones periféricas, con la justificación de que estaban pobladas por ‘salvajes’”. Así, permaneció la imagen del Putumayo como un territorio de riquezas inagotables e inexplotadas. Esta visión conjunta de abundancia y salvajismo promovió y legitimó un sinfín de violencias extractivas en el departamento, cuyo episodio más dramático fue la bonanza cauchera de inicios del siglo XX.
En esa misma época, y en parte para mitigar la violencia brutal de caucheros contra indígenas, el gobierno delegó la administración del Putumayo a las misiones religiosas capuchinas. Durante el siguiente medio siglo, los capuchinos se convirtieron en la presencia más visible del estado: abrieron trochas y caminos, fundaron pueblos de colonos, construyeron escuelas e internados, lucharon contra la desidia del gobierno nacional y se dieron a la tarea de ‘reducir’ a los indígenas a la vida civilizada.
El legado misionero distó mucho de su promesa. La colonización ‘blanca’ de la región significó para los pueblos indígenas y afro el despojo sistemático de su territorio. Para los colonos, en su mayoría campesinos pobres que venían de otras partes del país, el sueño de “hacerse una vida mejor” se frustró por la carencia de inversiones estatales, por las duras condiciones de la vida en la selva, y por la consolidación de desigualdades.
Desde fines la década de los 70s, muchos de esos colonos vieron en la coca la única alternativa económica viable para sobrevivir. Inició entonces un nuevo ciclo de violencia que sigue vigente, y que convirtió al Putumayo en un epicentro del conflicto armado.
A las desigualdades y costos humanos y sociales del conflicto hay que sumar su impacto directo e indirecto en la destrucción de la selva. Un proceso que en los últimos años se ha expresado en un crecimiento dramático en la deforestación.
Para los putumayenses, fenómenos como la deforestación reflejan una relación histórica de desigualdad entre su territorio y el centro del país. Como afirma Amanda Camilo, defensora de Derechos Humanos del municipio de Puerto Caicedo, el Putumayo “es un territorio que se trata diferente, pero de manera negativa, en el sentido de que día a día muchas de las intervenciones del Estado o de las empresas, han sido desde una perspectiva del saqueo”.
En la misma línea, Jorge Luis Guzmán, quien lidera desde la Fundación Itarka iniciativas de conservación y desarrollo territorial sostenible en el municipio de Puerto Guzmán, enfatiza que uno de los problemas críticos en la región es que “habitamos la Amazonia sin sentirnos parte de ella. La vemos como fuente de recursos para explotar, como selva a civilizar con ganaderías y agriculturas”.
De civilizar la selva a selvatizar la civilización
Excepto para “los dueños” de las sucesivas misiones y bonanzas que han llegado al Putumayo, el evangelio de “civilizar la selva” solo ha traído pobreza y destrucción. En palabras de Seider Calderón, artista y gestor social del municipio de Valle del Guamuez, a los efectos sociales de estas bonanzas “hay que sumar el sufrimiento de la fauna y la flora”. La selva amazónica es hoy tanto o más pobre que quienes han pretendido conquistarla, en un juego cíclico donde todos ponen y todos pierden. Pierde el conquistador, pierde la selva, pierde la Tierra.
Surge entonces la pregunta ¿es evitable esta procesión hacia la extinción? Quienes apuramos este diálogo desde Putumayo diríamos que sí. Que es posible transformar la tóxica relación entre la “civilización” y la selva amazónica. Y no como promesa lejana y posapocalíptica, sino como una realidad que se puede tejer desde el territorio.
Esta transforma-acción comienza por renunciar al antagonismo del ser humano con la naturaleza. Por sepultar la concepción de las selvas como tierras por conquistar. Por resucitar la concepción ancestral, cada vez más confirmada por las ciencias, de que el destino humano, desde sus orígenes, está profundamente enlazado con la suerte de las selvas tropicales. Por restaurar y reafirmar la creencia de que “salvar la selva” equivale a salvar a nuestra especie —y a las demás— de la catástrofe climática y espiritual que cobra fuerza día a día.
Por esto vemos la oportunidad de “salvarnos con la selva” en los vientos que recorren el planeta abogando por su protección. Vemos la oportunidad de “reconciliarnos con la selva” cuando gobiernos convocan a las comunidades locales a repararla y conservarla a través de un reconocimiento justo.
Vemos la oportunidad también de “cultivarnos con la selva” cuando las familias emprenden, por cuenta propia, acciones de largo aliento para rehabilitar cocales extintos y potreros deshauciados cultivando especies nativas. Cuando las familias se asocian en sistemas productivos agroforestales que previenen, reparan y mitigan el impacto de los monocultivos de uso ilícito y lícito. Cuando ex-combatientes de las Farc-EP y las comunidades campesinas, negras e indígenas que sufrieron su control territorial, cooperan para recuperar tierras degradadas apostándole al desarrollo local.
Y por último, vemos la oportunidad de “culturizarnos con la selva” cuando comunidades indígenas y campesinas reconstruyen su memoria y comparten sus saberes para liberar y proteger a la Madre Selva. Cuando colectivos femeninos y juveniles documentan, interpretan y divulgan estas memorias y saberes a través de la danza, el muralismo, lo audiovisual, lo sonoro y otras formas de arte.
Nos queda claro que materializar estas oportunidades requiere, de las sociedades y estados del mundo, abjurar de “civilizar la selva” para predicar, y practicar como nunca en la historia, un renovado “evangelio de la selvación”. De esta “Buena Nueva”, que significa “selvatizar la civilización”, depende el futuro de la Tierra.
Para invitarnos a conectar con el Putumayo, sus problemas y potencialidades, Seider nos comparten la canción “El Placer”. Conócela aquí.
Coautores: Amanda Camilo; defensora de Derechos Humanos del municipio de Puerto Caicedo. Jorge Luis Guzmán, Gestor de proyectos de desarrollo territorial y cultural del Putumayo; Simón Uribe, Investigador y Profesor de la Universidad del Rosario; Seider Calderón, artista y gestor social del municipio de Valle del Guamuez.
Editora: @Allison_Benson_. Investigadora y Directora de Reimaginemos.