¿A quién le importa que estén matando palestinos?
Qué nos puede importar, aunque estemos viendo un “genocidio en tiempo real”, que unas hordas de soldados, que además se toman selfis frente a las ciudades y aldeas que van arrasando, maten palestinos. Qué importan sus cañonazos, sus bombardeos, sus francotiradores. Todo eso parece ir bien, porque son los edificios, las calles, los hospitales, las escuelas, los pobladores de Gaza los que caen bajo el fuego sacrosanto del “pueblo elegido”, de la “furia de Yahvé”, o tal vez, también en tiempo real, de dos portentosos héroes que derraman sangre por todos sus poros: Joe Biden y Benjamín Netanyahu.
Qué nos puede importar que una muchacha demacrada, atravesada por todas las angustias, le grite al camarógrafo que la enfoca que para quién diablos está filmando toda esa desgracia de un pueblo, si eso no le interesa a nadie. Y, a la larga, a quién le puede importar, por ejemplo, que a un palestino apresado arbitrariamente por la soldadesca israelí lo desnuden, lo degraden, lo obliguen a voltearse boca abajo y le rieguen un líquido en sus nalgas. Y que luego suelten un perro enorme que, frenético por el olor de una sustancia que lo pone en celo desmedido, viole a la inerme víctima.
Los que hemos visto el documental Gaza, realizado por Al Jazeera, nos podríamos quedar de una pieza, aunque, digo, esas barbaridades parecen no importar a nadie, pese a toda la infamia que allí se muestra, pese a aquella salvajada que tiene todos los tintes, ribetes y esencias de ser un genocidio. Se podría decir, por qué no, que ese ya tan viejo sufrimiento del pueblo palestino, que mínimo se puede fechar desde 1948, hoy, según la insensibilidad de esa atrocidad que llaman “Occidente”, no es de interés ni para los tribunales y cortes internacionales, ni para nadie.
A quién le conmoverá por ejemplo que unos pendejitos de Israel graben en Tik Tok una serie de monerías para burlarse de los niños palestinos, a los que les atribuyen, en medio de burlescas muecas, que se untan salsa o tinta roja, mejor dicho, que simulan heridas para posar frente a las cámaras. O lo que, con gestos de satisfacción, realizan soldados israelíes arrasando cocinas, salas, escaparates, casitas de civiles, para posar luego con toda la “gracia” del “modelaje” frente a sus retratadores propagandistas.
El tremendo (no tremendista) documental cuestiona, entre tantas funestas canalladas del ejército israelí, el uso de las redes sociales en las que los militares comparten fotos y videos de sus desalmadas acciones en Gaza. Aunque ya era sabido, Gaza muestra cómo Estados Unidos, Alemania, Reino Unidos y otros países occidentales apoyan la carnicería de Israel. Pero, como es archiconocido, ninguna entidad de “derechos humanos” o cortes internacionales van a condenarlos.
El documental es desgarrador, desafiante, hasta puede hacer llorar a moco tendido y, por qué no, hasta sonoros hijueputazos se pueden soltar contra los uniformados asesinos, pero, volviendo a nuestra tradicional despreocupación por lo que les pase a otros, a quién le importa. O así parece entenderlo Susan Abulhawa, escritora y periodista palestina: “Los palestinos son conscientes de que han sido abandonados, de que el mundo que habla de derechos humanos y de derecho internacional miente, de que esos conceptos están pensados para los blancos o para los occidentales, de que la rendición de cuentas no está hecha para que los opresores rindan cuentas, que en realidad han sido desechados como basura”.
Y sí. Ese “Occidente” tan civilizado, el que solo en dos guerras mundiales causó una mortandad descomunal nunca antes vista en la historia, el que hace rato derrumbó el edificio de la razón para erigir monumentos a la barbarie, ve con complacencia el arrasamiento de Gaza, la brutalidad contra los palestinos. Ah, es más: los promueve. Es como si la consigna fuera la de borrar ese pueblo. Exterminarlo. El documental de la cadena Al Jazeera, en la que además se rinde homenaje a los periodistas muertos, atestigua la manera aterradora en que se está devastando un pueblo, una cultura.
También ayuda a detectar ciertas sofisticaciones en el genocidio. La Inteligencia Artificial al servicio de la destrucción. Mediante un sistema bautizado como “Where’s Daddy” (¿Dónde está papi?), se rastrean personas a las que se les asigna un nivel de amenaza y se atacan con alta precisión en sus domicilios. De tal modo, se han aniquilado familias enteras.
En todo caso, son imágenes dolorosas las de este documental, que se yergue como una poderosa denuncia. ¿De qué servirá? Bueno, al menos para decirle al mundo que después de todo no vaya a salir con la disculpa de no saber nada de lo que por esas geografías (para algunos muy distantes) estaba ocurriendo. Ah, sí, estaban y están matando palestinos. Y listo. No es con nosotros. Allá ellos.
Otra cosa: la mayoría de víctimas hasta ahora, de los más de cuarenta y un mil asesinados por Israel, son mujeres y niños. El derecho internacional ha sido destrozado por Israel y sus patrocinadores. ¿Cómo hacer para que nos importe?
Qué nos puede importar, aunque estemos viendo un “genocidio en tiempo real”, que unas hordas de soldados, que además se toman selfis frente a las ciudades y aldeas que van arrasando, maten palestinos. Qué importan sus cañonazos, sus bombardeos, sus francotiradores. Todo eso parece ir bien, porque son los edificios, las calles, los hospitales, las escuelas, los pobladores de Gaza los que caen bajo el fuego sacrosanto del “pueblo elegido”, de la “furia de Yahvé”, o tal vez, también en tiempo real, de dos portentosos héroes que derraman sangre por todos sus poros: Joe Biden y Benjamín Netanyahu.
Qué nos puede importar que una muchacha demacrada, atravesada por todas las angustias, le grite al camarógrafo que la enfoca que para quién diablos está filmando toda esa desgracia de un pueblo, si eso no le interesa a nadie. Y, a la larga, a quién le puede importar, por ejemplo, que a un palestino apresado arbitrariamente por la soldadesca israelí lo desnuden, lo degraden, lo obliguen a voltearse boca abajo y le rieguen un líquido en sus nalgas. Y que luego suelten un perro enorme que, frenético por el olor de una sustancia que lo pone en celo desmedido, viole a la inerme víctima.
Los que hemos visto el documental Gaza, realizado por Al Jazeera, nos podríamos quedar de una pieza, aunque, digo, esas barbaridades parecen no importar a nadie, pese a toda la infamia que allí se muestra, pese a aquella salvajada que tiene todos los tintes, ribetes y esencias de ser un genocidio. Se podría decir, por qué no, que ese ya tan viejo sufrimiento del pueblo palestino, que mínimo se puede fechar desde 1948, hoy, según la insensibilidad de esa atrocidad que llaman “Occidente”, no es de interés ni para los tribunales y cortes internacionales, ni para nadie.
A quién le conmoverá por ejemplo que unos pendejitos de Israel graben en Tik Tok una serie de monerías para burlarse de los niños palestinos, a los que les atribuyen, en medio de burlescas muecas, que se untan salsa o tinta roja, mejor dicho, que simulan heridas para posar frente a las cámaras. O lo que, con gestos de satisfacción, realizan soldados israelíes arrasando cocinas, salas, escaparates, casitas de civiles, para posar luego con toda la “gracia” del “modelaje” frente a sus retratadores propagandistas.
El tremendo (no tremendista) documental cuestiona, entre tantas funestas canalladas del ejército israelí, el uso de las redes sociales en las que los militares comparten fotos y videos de sus desalmadas acciones en Gaza. Aunque ya era sabido, Gaza muestra cómo Estados Unidos, Alemania, Reino Unidos y otros países occidentales apoyan la carnicería de Israel. Pero, como es archiconocido, ninguna entidad de “derechos humanos” o cortes internacionales van a condenarlos.
El documental es desgarrador, desafiante, hasta puede hacer llorar a moco tendido y, por qué no, hasta sonoros hijueputazos se pueden soltar contra los uniformados asesinos, pero, volviendo a nuestra tradicional despreocupación por lo que les pase a otros, a quién le importa. O así parece entenderlo Susan Abulhawa, escritora y periodista palestina: “Los palestinos son conscientes de que han sido abandonados, de que el mundo que habla de derechos humanos y de derecho internacional miente, de que esos conceptos están pensados para los blancos o para los occidentales, de que la rendición de cuentas no está hecha para que los opresores rindan cuentas, que en realidad han sido desechados como basura”.
Y sí. Ese “Occidente” tan civilizado, el que solo en dos guerras mundiales causó una mortandad descomunal nunca antes vista en la historia, el que hace rato derrumbó el edificio de la razón para erigir monumentos a la barbarie, ve con complacencia el arrasamiento de Gaza, la brutalidad contra los palestinos. Ah, es más: los promueve. Es como si la consigna fuera la de borrar ese pueblo. Exterminarlo. El documental de la cadena Al Jazeera, en la que además se rinde homenaje a los periodistas muertos, atestigua la manera aterradora en que se está devastando un pueblo, una cultura.
También ayuda a detectar ciertas sofisticaciones en el genocidio. La Inteligencia Artificial al servicio de la destrucción. Mediante un sistema bautizado como “Where’s Daddy” (¿Dónde está papi?), se rastrean personas a las que se les asigna un nivel de amenaza y se atacan con alta precisión en sus domicilios. De tal modo, se han aniquilado familias enteras.
En todo caso, son imágenes dolorosas las de este documental, que se yergue como una poderosa denuncia. ¿De qué servirá? Bueno, al menos para decirle al mundo que después de todo no vaya a salir con la disculpa de no saber nada de lo que por esas geografías (para algunos muy distantes) estaba ocurriendo. Ah, sí, estaban y están matando palestinos. Y listo. No es con nosotros. Allá ellos.
Otra cosa: la mayoría de víctimas hasta ahora, de los más de cuarenta y un mil asesinados por Israel, son mujeres y niños. El derecho internacional ha sido destrozado por Israel y sus patrocinadores. ¿Cómo hacer para que nos importe?