Que quitaron la luz, que anochecimos con un presidente y amanecimos con otro, que Lleras Restrepo le robó a Rojas Pinillas, que no, que no fue él, sino su ministro de Gobierno. Y así. De igual forma, el fraude electoral más escandaloso de la historia de Colombia acaeció el 19 de abril de 1970, un día de comicios presidenciales, pero, a la vez, de elección para todas las corporaciones públicas.
Y en virtud de los prolegómenos electorales actuales, no está de sobra tomar algunas gotitas para la recordadera, que aquí la fraudulencia a veces se repite o es parte del ejercicio del poder. El cuento es que el exdictador Gustavo Rojas Pinilla, inaugurador de aquel llamado “tercer partido”, la Alianza Nacional Popular, Anapo, se enfrentó a otros tres candidatos. Se entraba en el último cuatrienio del Frente Nacional. Y el aspirante oficialista era Misael Pastrana Borrero. De una fracción goda, a contracorriente, estaba Belisario Betancur. Y Evaristo Sourdis Juliao era el otro postulante para habitar el Palacio de San Carlos.
Al final de la pulsada, los más consentidos por las simpatías populares eran Gustavo y Misael. El día de elecciones era una suerte de carnaval, con bombos, platillos y comparsas. Se agitaban banderines y consignas. El lenguaje del exdictador, con papa y yuca, era de populismo calado. Despertaba afectos en la galería. La pueblada se entusiasmaba con sus discursos.
La victoria del anapista parecía cantada. Ya hacía rato el padre Camilo Torres había pronunciado una histórica sentencia: “El que escruta elige”, justificadora del abstencionismo de sus correligionarios. Y en el ambiente flotaba la inminencia del triunfo del “tercer partido” y la amenaza de fraude. Las emisoras en sus relatos sobre los resultados daban por descontado el ascenso de Rojas a la Presidencia.
De pronto, ante las informaciones radiales (Todelar era entonces la cadena más escuchada), en las que en cada reporte iba arriba Rojas Pinilla, el Gobierno ordenó la suspensión en todo el país de la transmisión de escrutinios. Solo permitía la difusión de datos oficiales de la Registraduría. El mismo ministro de Gobierno, Carlos Augusto Noriega, alias el Tigrillo, leyó en su alocución los primeros resultados, que señalaban, además, la ventaja del exdictador sobre su rival.
La tendencia señalaba que el nuevo presidente sería Rojas. Sin embargo, la correlación cambió a partir del 20 de abril. Los jurados de votación se integraban con criterio político, con funcionarios partidarios del Frente Nacional. Estaban en boga las arcas triclaves, como se decía con pompa de unos “cajones rudimentarios” y el sistema de tres llaves: una para el registrador, otra para el alcalde y otra para el juez, como lo recuerda el exdirigente anapista Jaime Piedrahíta Cardona en su libro Colombia, una revolución siempre aplazada.
El fraude fue evidente. Y, años después, el mismo Tigrillo lo reconocería en su libro Fraude en la elección Pastrana Borrero: “El fraude en contra del general Rojas sumió en la desesperanza a millones de colombianos desprotegidos”. Se supo después que el fraude mayor sucedió en el departamento de Nariño, como lo corroboró el dirigente conservador Lucio Pabón Núñez. “Estas confesiones, que exigirían en cualquier Estado del mundo la reapertura de las investigaciones correspondientes, no ameritaron acción alguna en las instancias de la República”, dice Piedrahíta en su libro.
Las demostraciones de protesta por el evidente robo oficial se regaron por el país. Muchos creían que se reeditarían las jornadas del Bogotazo. Después, no pasó nada. Solo que, dos o tres años más tarde, como una secuela del fraude, nació el M-19, “hijo póstumo de la Anapo”, como lo llamó Piedrahíta. Ese grupo guerrillero, que “reivindicó el triunfo del general Rojas en las elecciones del 19 de abril de 1970, le pasó una cuenta de cobro al establecimiento por el fraude electoral”, agregó Jaime Piedrahíta en su citado libro.
De aquel vergonzoso fraude también surgió la expresión popular que decía: “Las mujeres votaron por la mañana, los hombres por la tarde y por la noche votó el Gobierno”, en una alusión a las maniobras del Gobierno presidido por Carlos Lleras Restrepo, que decretó el estado de sitio y el toque de queda ante las primeras manifestaciones masivas de descontento popular por el atraco “a ojos vistas”.
Y mientras aumentaba la represión oficial contra la gente, los resultados de la votación “misteriosamente” crecían a favor de Misael Pastrana. Un testigo electoral de la Anapo, Jorge Villaveces, dijo entonces, entre otras cosas, que con el fraude estaba surgiendo una nueva violencia “esta vez no de un partido contra otro, sino de una clase, la oligarquía colombiana, contra el pueblo de Colombia”.
No sobra la recordación. Colombia ha sido un país de fraudes. Y es posible que ese ejercicio de corrupción y trampas se haya perfeccionado.
Que quitaron la luz, que anochecimos con un presidente y amanecimos con otro, que Lleras Restrepo le robó a Rojas Pinillas, que no, que no fue él, sino su ministro de Gobierno. Y así. De igual forma, el fraude electoral más escandaloso de la historia de Colombia acaeció el 19 de abril de 1970, un día de comicios presidenciales, pero, a la vez, de elección para todas las corporaciones públicas.
Y en virtud de los prolegómenos electorales actuales, no está de sobra tomar algunas gotitas para la recordadera, que aquí la fraudulencia a veces se repite o es parte del ejercicio del poder. El cuento es que el exdictador Gustavo Rojas Pinilla, inaugurador de aquel llamado “tercer partido”, la Alianza Nacional Popular, Anapo, se enfrentó a otros tres candidatos. Se entraba en el último cuatrienio del Frente Nacional. Y el aspirante oficialista era Misael Pastrana Borrero. De una fracción goda, a contracorriente, estaba Belisario Betancur. Y Evaristo Sourdis Juliao era el otro postulante para habitar el Palacio de San Carlos.
Al final de la pulsada, los más consentidos por las simpatías populares eran Gustavo y Misael. El día de elecciones era una suerte de carnaval, con bombos, platillos y comparsas. Se agitaban banderines y consignas. El lenguaje del exdictador, con papa y yuca, era de populismo calado. Despertaba afectos en la galería. La pueblada se entusiasmaba con sus discursos.
La victoria del anapista parecía cantada. Ya hacía rato el padre Camilo Torres había pronunciado una histórica sentencia: “El que escruta elige”, justificadora del abstencionismo de sus correligionarios. Y en el ambiente flotaba la inminencia del triunfo del “tercer partido” y la amenaza de fraude. Las emisoras en sus relatos sobre los resultados daban por descontado el ascenso de Rojas a la Presidencia.
De pronto, ante las informaciones radiales (Todelar era entonces la cadena más escuchada), en las que en cada reporte iba arriba Rojas Pinilla, el Gobierno ordenó la suspensión en todo el país de la transmisión de escrutinios. Solo permitía la difusión de datos oficiales de la Registraduría. El mismo ministro de Gobierno, Carlos Augusto Noriega, alias el Tigrillo, leyó en su alocución los primeros resultados, que señalaban, además, la ventaja del exdictador sobre su rival.
La tendencia señalaba que el nuevo presidente sería Rojas. Sin embargo, la correlación cambió a partir del 20 de abril. Los jurados de votación se integraban con criterio político, con funcionarios partidarios del Frente Nacional. Estaban en boga las arcas triclaves, como se decía con pompa de unos “cajones rudimentarios” y el sistema de tres llaves: una para el registrador, otra para el alcalde y otra para el juez, como lo recuerda el exdirigente anapista Jaime Piedrahíta Cardona en su libro Colombia, una revolución siempre aplazada.
El fraude fue evidente. Y, años después, el mismo Tigrillo lo reconocería en su libro Fraude en la elección Pastrana Borrero: “El fraude en contra del general Rojas sumió en la desesperanza a millones de colombianos desprotegidos”. Se supo después que el fraude mayor sucedió en el departamento de Nariño, como lo corroboró el dirigente conservador Lucio Pabón Núñez. “Estas confesiones, que exigirían en cualquier Estado del mundo la reapertura de las investigaciones correspondientes, no ameritaron acción alguna en las instancias de la República”, dice Piedrahíta en su libro.
Las demostraciones de protesta por el evidente robo oficial se regaron por el país. Muchos creían que se reeditarían las jornadas del Bogotazo. Después, no pasó nada. Solo que, dos o tres años más tarde, como una secuela del fraude, nació el M-19, “hijo póstumo de la Anapo”, como lo llamó Piedrahíta. Ese grupo guerrillero, que “reivindicó el triunfo del general Rojas en las elecciones del 19 de abril de 1970, le pasó una cuenta de cobro al establecimiento por el fraude electoral”, agregó Jaime Piedrahíta en su citado libro.
De aquel vergonzoso fraude también surgió la expresión popular que decía: “Las mujeres votaron por la mañana, los hombres por la tarde y por la noche votó el Gobierno”, en una alusión a las maniobras del Gobierno presidido por Carlos Lleras Restrepo, que decretó el estado de sitio y el toque de queda ante las primeras manifestaciones masivas de descontento popular por el atraco “a ojos vistas”.
Y mientras aumentaba la represión oficial contra la gente, los resultados de la votación “misteriosamente” crecían a favor de Misael Pastrana. Un testigo electoral de la Anapo, Jorge Villaveces, dijo entonces, entre otras cosas, que con el fraude estaba surgiendo una nueva violencia “esta vez no de un partido contra otro, sino de una clase, la oligarquía colombiana, contra el pueblo de Colombia”.
No sobra la recordación. Colombia ha sido un país de fraudes. Y es posible que ese ejercicio de corrupción y trampas se haya perfeccionado.