Trump, un payaso con plata, se ganó con “honores” los apelativos de ser el presidente más antidemocrático en la historia de los Estados Unidos y, por si fuera poco, de acuerdo con la visión del lingüista Chomsky, el “peor criminal de la historia de la humanidad”. El peligrosísimo Trump, que dedicó su actuación simiesca al enriquecimiento de los más ricos, de los poderosos empresarios, y a empobrecer a los más miserables (que en el mundo son mayoría) se especializó en la propalación de bulos y otras falsías y se tornó en joya para banqueros y transnacionales.
El empoderamiento que otorgó a la extrema derecha, a los supremacistas blancos, al racismo y la xenofobia, lo adobó con la venta demagógica de “seguridad” al implantar el miedo: sí, el miedo y el odio al inmigrante, al despojado, al homosexual, al afroamericano, al ultrajado por la historia; y avivó el afecto hacia los todopoderosos que explotan mano de obra y las riquezas del planeta a placer.
Y todo su repertorio neofascista, su matonería e insultadera a quienes desobedecían, sus patrañas para establecer el reino de la mentira, que se erigió como cultura hegemónica de las “falsas noticias”, puso a muchos, más en el solar histórico o patio trasero que ha sido América Latina, a creer que entonces el contrincante, el demócrata Joe Biden, era una suerte de izquierdista, redentor de los pobres y opuesto a lo que este y Trump representan: el neoliberalismo. El sistema de injusticias y desvergüenzas que ha enriquecido a unas minorías y pauperizado a millones.
Como lo señaló el expresidente boliviano Evo Morales, que sabe que los que gobiernan en Estados Unidos son los empresarios, las transnacionales, el capitalismo imperialista, y no el pueblo (dividido en demócratas y republicanos): “La única diferencia es que Donald Trump es más racista-fascista”. Trump, legitimador del odio y el clasismo, y que con demagogia y engañifas puso a una gran cantidad de explotados a seguir su estafa politiquera, es otro títere de los poderosos, que igual apoyan con sus fondos y disposiciones a ambas banderías.
Presidentes demócratas y presidentes republicanos han vuelto trizas la democracia. Y en su nombre y en el de la libertad han promovido las invasiones, la violación de soberanías, los golpes de estado, los bombardeos, la horadación de suelos ajenos, el chantaje y los bloqueos económicos. El imperio no guarda consideraciones teóricas sobre el respeto a la libre determinación de los pueblos ni a la convivencia pacífica. Cuando tiene que arrasar, arrasa. Y listo.
El presidente electo Joe Biden no se salva de esas aberrantes prácticas, como bien lo sabemos, cuando fue, por ejemplo, vicepresidente de Obama y como senador, que respaldó sin asco las invasiones y ataques a Afganistán, Irak, Libia y Siria. Es otra pieza de ese complejo engranaje que es el imperialismo estadounidense, que con su bipartidismo de más de 160 años (el partido republicano, que es el más joven, surgió en 1854) ha excluido otras posiciones y más si tienen que ver con doctrinas anticapitalistas.
Biden, que no es ningún izquierdista (aunque como tal lo mostró el macartismo utilizado por Trump, que también apeló a calificativos de castrochavismo y otros mecanismos de la propaganda fascista, como la de lanzar a la gente contra periodistas, mujeres libertarias, negros, disidentes, etc.), es un representante de la vertiente más conservadora de los demócratas. Hay que recordar que, como vicepresidente del gobierno Obama, también estuvo involucrado en los golpes de estado contra Manuel Zelaya, en Honduras; Fernando Lugo, en Paraguay, Dilma Russef, en Brasil, y la intentona golpista contra Rafael Correa, en Ecuador. No es perita en dulce.
En todo caso, Trump, que en rigor ya estableció una funesta corriente, la negacionista de la ciencia y de los daños a los ecosistemas, la que señaló que el coronavirus era una mentira (no importó el contagio de 10 millones de personas ni la muerte de 235 mil personas por la covid-19 en Estados Unidos), deja vivas unas atrocidades que trascienden su país. Una ultraderecha de alta peligrosidad, con militantes en otras coordenadas, como se ha notado, por ejemplo, en Colombia.
Poco antes de las elecciones, Noam Chomsky dijo en un reportaje de The New Yorker que “en los trescientos cincuenta años de democracia parlamentaria, no ha habido nada como lo que estamos viendo ahora en Washington”, al referirse a las trastadas del posiblemente peor inquilino que ha tenido la Casa Blanca. Lo vapuleó al decir que Trump es un “servidor muy leal del poder privado, la riqueza privada y el sector empresarial”.
Además, lo señaló como un enemigo de la humanidad que, al celebrar las catástrofes ambientales, o, mejor dicho, patrocinarlas, se convirtió en una gran amenaza para la supervivencia del hombre en el muy aporreado planeta. Biden, por su parte, ha impulsado el complejo militar e industrial estadounidense y ha estado vinculado al billete de Wall Street. No es ninguna paloma. Ya veremos.
Trump, un payaso con plata, se ganó con “honores” los apelativos de ser el presidente más antidemocrático en la historia de los Estados Unidos y, por si fuera poco, de acuerdo con la visión del lingüista Chomsky, el “peor criminal de la historia de la humanidad”. El peligrosísimo Trump, que dedicó su actuación simiesca al enriquecimiento de los más ricos, de los poderosos empresarios, y a empobrecer a los más miserables (que en el mundo son mayoría) se especializó en la propalación de bulos y otras falsías y se tornó en joya para banqueros y transnacionales.
El empoderamiento que otorgó a la extrema derecha, a los supremacistas blancos, al racismo y la xenofobia, lo adobó con la venta demagógica de “seguridad” al implantar el miedo: sí, el miedo y el odio al inmigrante, al despojado, al homosexual, al afroamericano, al ultrajado por la historia; y avivó el afecto hacia los todopoderosos que explotan mano de obra y las riquezas del planeta a placer.
Y todo su repertorio neofascista, su matonería e insultadera a quienes desobedecían, sus patrañas para establecer el reino de la mentira, que se erigió como cultura hegemónica de las “falsas noticias”, puso a muchos, más en el solar histórico o patio trasero que ha sido América Latina, a creer que entonces el contrincante, el demócrata Joe Biden, era una suerte de izquierdista, redentor de los pobres y opuesto a lo que este y Trump representan: el neoliberalismo. El sistema de injusticias y desvergüenzas que ha enriquecido a unas minorías y pauperizado a millones.
Como lo señaló el expresidente boliviano Evo Morales, que sabe que los que gobiernan en Estados Unidos son los empresarios, las transnacionales, el capitalismo imperialista, y no el pueblo (dividido en demócratas y republicanos): “La única diferencia es que Donald Trump es más racista-fascista”. Trump, legitimador del odio y el clasismo, y que con demagogia y engañifas puso a una gran cantidad de explotados a seguir su estafa politiquera, es otro títere de los poderosos, que igual apoyan con sus fondos y disposiciones a ambas banderías.
Presidentes demócratas y presidentes republicanos han vuelto trizas la democracia. Y en su nombre y en el de la libertad han promovido las invasiones, la violación de soberanías, los golpes de estado, los bombardeos, la horadación de suelos ajenos, el chantaje y los bloqueos económicos. El imperio no guarda consideraciones teóricas sobre el respeto a la libre determinación de los pueblos ni a la convivencia pacífica. Cuando tiene que arrasar, arrasa. Y listo.
El presidente electo Joe Biden no se salva de esas aberrantes prácticas, como bien lo sabemos, cuando fue, por ejemplo, vicepresidente de Obama y como senador, que respaldó sin asco las invasiones y ataques a Afganistán, Irak, Libia y Siria. Es otra pieza de ese complejo engranaje que es el imperialismo estadounidense, que con su bipartidismo de más de 160 años (el partido republicano, que es el más joven, surgió en 1854) ha excluido otras posiciones y más si tienen que ver con doctrinas anticapitalistas.
Biden, que no es ningún izquierdista (aunque como tal lo mostró el macartismo utilizado por Trump, que también apeló a calificativos de castrochavismo y otros mecanismos de la propaganda fascista, como la de lanzar a la gente contra periodistas, mujeres libertarias, negros, disidentes, etc.), es un representante de la vertiente más conservadora de los demócratas. Hay que recordar que, como vicepresidente del gobierno Obama, también estuvo involucrado en los golpes de estado contra Manuel Zelaya, en Honduras; Fernando Lugo, en Paraguay, Dilma Russef, en Brasil, y la intentona golpista contra Rafael Correa, en Ecuador. No es perita en dulce.
En todo caso, Trump, que en rigor ya estableció una funesta corriente, la negacionista de la ciencia y de los daños a los ecosistemas, la que señaló que el coronavirus era una mentira (no importó el contagio de 10 millones de personas ni la muerte de 235 mil personas por la covid-19 en Estados Unidos), deja vivas unas atrocidades que trascienden su país. Una ultraderecha de alta peligrosidad, con militantes en otras coordenadas, como se ha notado, por ejemplo, en Colombia.
Poco antes de las elecciones, Noam Chomsky dijo en un reportaje de The New Yorker que “en los trescientos cincuenta años de democracia parlamentaria, no ha habido nada como lo que estamos viendo ahora en Washington”, al referirse a las trastadas del posiblemente peor inquilino que ha tenido la Casa Blanca. Lo vapuleó al decir que Trump es un “servidor muy leal del poder privado, la riqueza privada y el sector empresarial”.
Además, lo señaló como un enemigo de la humanidad que, al celebrar las catástrofes ambientales, o, mejor dicho, patrocinarlas, se convirtió en una gran amenaza para la supervivencia del hombre en el muy aporreado planeta. Biden, por su parte, ha impulsado el complejo militar e industrial estadounidense y ha estado vinculado al billete de Wall Street. No es ninguna paloma. Ya veremos.