Se metieron con los niños sobrevivientes de la Operación Orión (decía una pancarta), con los herederos de las viejas generaciones que en Colombia agitaron calles y plazas en el formidable movimiento estudiantil de 1971 y en la huelga general (paro cívico nacional) de 1977. Los jóvenes de Colombia (“aves que no se asustan de animal ni policía”) activaron otra vez sus atributos de desobediencia civil y oposición a los desafueros oficiales.
Y han marchado desafiando la “ley de gravedad” de la represión. Alguno se encarama a una elevada cuerda floja y ofrece su cuerpo ágil a los vientos y a los manifestantes. Una muchacha dirige una orquesta juvenil abundosa que interpreta el combativo himno del compositor chileno Sergio Ortega: “El pueblo unido jamás será vencido”. Otros caen ante las balas asesinas del régimen. Y todos siguen cantando. No se asustan, en efecto, de Zapateiros ni de los esmad.
Van caripintados. Con tambores y banderas. Con la voz en alto. Saltan (“porropopó, porropopó, el que no salta es uribista maricón”). Entonan coros contra el mal gobierno. Y no faltan los que, además de vociferar contra Duque y el renunciante minhacienda, contra el fiscal al que los camioneros descarrilaron y pusieron en evidencia de que al engreído funcionario le hicieron “extinción de cerebro”, si es que alguna vez lo tuvo, lanzan vivas a las prostitutas y a los venteros ambulantes.
Uno los ve, cual augur que mira pasar el futuro, en sus marchas de dignidad y coraje. Y recuerda algún poema musical de Rubén Darío: “juventud, divino tesoro… ¡ya te vas para no volver!”, y no hay más remedio que sumarse a esa multitud rozagante, aunque el poema advierta que ya no hay princesas y que ese estado maravilloso del ser humano, tan afecto por dioses y héroes, igual se extinguirá para siempre. Qué importa, si se deja constancia.
Y al tiempo, observando esa vastedad de marchantes que reclama y pone en jaque al despotismo, vuelven ecos de Miguel Hernández y su “vientos del pueblo me llevan”. Y convergen en la memoria los estallidos de aquel viejo mayo francés y los recuerdos de muchachos asesinados en Tlatelolco. Y también las resonancias de los pelados de entonces, de los sesenta, que protestaron contra la invasión estadounidense a Vietnam. La juventud como protagonista de la historia.
Colombia en llamas. Y la juventud, en repulsa contra los verdugos, contra los que han sometido al pueblo a hambrunas y desplazamientos, a desempleos y no-futuro. También en las desbordantes marchas van trabajadores (cada vez menos, por la desindustrialización, por los leoninos tratados de libre comercio, por la tercerización y la precarización…), que claman —al lado de los que pudieran ser sus hijos— por un país con justicia social y progreso para todos. Las marchas reviven sueños. Hacen renacer las utopías. Que son, como dijera un director de cine argentino, Fernando Birri, citado alguna vez por Eduardo Galeano, las que nos incitan a caminar.
Sí, como lo cantara Violeta Parra en los sesenta, “con las banderas en alto va toda la estudiantina”. Y ha habido transformaciones mentales, no solo en la juventud, que es lo lógico, sino en los más adultos. No se le teme a esa cosa informe que ha promovido el uribismo y su decadente jefe, cada vez más exacerbado y rabioso, cuya táctica desvalorizada ha sido la de señalar como “enemigos de la patria” a los que se alzan contra las injusticias y los atropellos. El macartismo del “señor de las tinieblas” ya no opera. Ni asustan sus bravuconadas ni su basura neonazi de “revoluciones moleculares”.
En un país como Colombia, de altos niveles de miseria, en el que no solo la pandemia ha causado miles de muertos, sino donde la violencia se ha ensañado con la población, las protestas masivas del paro nacional han logrado remover las posiciones altaneras de Duque y su troupe. El retiro de la impopular reforma tributaria y la salida del ministro de los huevos “güeros”, han sido consecuencia del alzamiento multitudinario, en el que, como venimos diciendo, el aporte de las juventudes ha sido fundamental.
Y también la cuota de apoyo puesta por la solidaridad mundial. En reciente artículo, publicado por los portales Tlaxcala y lapluma.net con el título de “Colombia en llamas: el fin del neoliberalismo será violento”, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, dice: “Los colombianos, eso sí, pueden esperar la solidaridad de todos los demócratas del mundo. En su valentía y en nuestra solidaridad reside la esperanza. El neoliberalismo no muere sin matar, pero cuanto más mata más muere”.
Ahí van los jóvenes y los viejos, las señoras y los señores, las putas y los desempleados, los olvidados que se oponen a todos los olvidos, los indignados. Crece la audiencia, decía el poeta. Y sí. Los descastados muestran su casta. Y reafirman que este no es un pueblo de bueyes. Vea pues: Colombia es una tierra de leones.
Se metieron con los niños sobrevivientes de la Operación Orión (decía una pancarta), con los herederos de las viejas generaciones que en Colombia agitaron calles y plazas en el formidable movimiento estudiantil de 1971 y en la huelga general (paro cívico nacional) de 1977. Los jóvenes de Colombia (“aves que no se asustan de animal ni policía”) activaron otra vez sus atributos de desobediencia civil y oposición a los desafueros oficiales.
Y han marchado desafiando la “ley de gravedad” de la represión. Alguno se encarama a una elevada cuerda floja y ofrece su cuerpo ágil a los vientos y a los manifestantes. Una muchacha dirige una orquesta juvenil abundosa que interpreta el combativo himno del compositor chileno Sergio Ortega: “El pueblo unido jamás será vencido”. Otros caen ante las balas asesinas del régimen. Y todos siguen cantando. No se asustan, en efecto, de Zapateiros ni de los esmad.
Van caripintados. Con tambores y banderas. Con la voz en alto. Saltan (“porropopó, porropopó, el que no salta es uribista maricón”). Entonan coros contra el mal gobierno. Y no faltan los que, además de vociferar contra Duque y el renunciante minhacienda, contra el fiscal al que los camioneros descarrilaron y pusieron en evidencia de que al engreído funcionario le hicieron “extinción de cerebro”, si es que alguna vez lo tuvo, lanzan vivas a las prostitutas y a los venteros ambulantes.
Uno los ve, cual augur que mira pasar el futuro, en sus marchas de dignidad y coraje. Y recuerda algún poema musical de Rubén Darío: “juventud, divino tesoro… ¡ya te vas para no volver!”, y no hay más remedio que sumarse a esa multitud rozagante, aunque el poema advierta que ya no hay princesas y que ese estado maravilloso del ser humano, tan afecto por dioses y héroes, igual se extinguirá para siempre. Qué importa, si se deja constancia.
Y al tiempo, observando esa vastedad de marchantes que reclama y pone en jaque al despotismo, vuelven ecos de Miguel Hernández y su “vientos del pueblo me llevan”. Y convergen en la memoria los estallidos de aquel viejo mayo francés y los recuerdos de muchachos asesinados en Tlatelolco. Y también las resonancias de los pelados de entonces, de los sesenta, que protestaron contra la invasión estadounidense a Vietnam. La juventud como protagonista de la historia.
Colombia en llamas. Y la juventud, en repulsa contra los verdugos, contra los que han sometido al pueblo a hambrunas y desplazamientos, a desempleos y no-futuro. También en las desbordantes marchas van trabajadores (cada vez menos, por la desindustrialización, por los leoninos tratados de libre comercio, por la tercerización y la precarización…), que claman —al lado de los que pudieran ser sus hijos— por un país con justicia social y progreso para todos. Las marchas reviven sueños. Hacen renacer las utopías. Que son, como dijera un director de cine argentino, Fernando Birri, citado alguna vez por Eduardo Galeano, las que nos incitan a caminar.
Sí, como lo cantara Violeta Parra en los sesenta, “con las banderas en alto va toda la estudiantina”. Y ha habido transformaciones mentales, no solo en la juventud, que es lo lógico, sino en los más adultos. No se le teme a esa cosa informe que ha promovido el uribismo y su decadente jefe, cada vez más exacerbado y rabioso, cuya táctica desvalorizada ha sido la de señalar como “enemigos de la patria” a los que se alzan contra las injusticias y los atropellos. El macartismo del “señor de las tinieblas” ya no opera. Ni asustan sus bravuconadas ni su basura neonazi de “revoluciones moleculares”.
En un país como Colombia, de altos niveles de miseria, en el que no solo la pandemia ha causado miles de muertos, sino donde la violencia se ha ensañado con la población, las protestas masivas del paro nacional han logrado remover las posiciones altaneras de Duque y su troupe. El retiro de la impopular reforma tributaria y la salida del ministro de los huevos “güeros”, han sido consecuencia del alzamiento multitudinario, en el que, como venimos diciendo, el aporte de las juventudes ha sido fundamental.
Y también la cuota de apoyo puesta por la solidaridad mundial. En reciente artículo, publicado por los portales Tlaxcala y lapluma.net con el título de “Colombia en llamas: el fin del neoliberalismo será violento”, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, dice: “Los colombianos, eso sí, pueden esperar la solidaridad de todos los demócratas del mundo. En su valentía y en nuestra solidaridad reside la esperanza. El neoliberalismo no muere sin matar, pero cuanto más mata más muere”.
Ahí van los jóvenes y los viejos, las señoras y los señores, las putas y los desempleados, los olvidados que se oponen a todos los olvidos, los indignados. Crece la audiencia, decía el poeta. Y sí. Los descastados muestran su casta. Y reafirman que este no es un pueblo de bueyes. Vea pues: Colombia es una tierra de leones.