Documentos desclasificados de la CIA y el Departamento de Estado de los Estados Unidos confirman una vieja evidencia: la “relación simbiótica”, o, en otros términos, la complicidad y buenas relaciones entre los militares colombianos y el paramilitarismo. Nada nuevo bajo el sol, pero sirven para reactivar la memoria histórica y no dejar perder en el olvido (que es un aliado de la impunidad), tantas barbaridades, como las masacres y el desplazamiento forzado.
Durante el juicio en EE.UU. al sanguinario jefe paramilitar Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, jefe del Bloque Central Bolívar, se probó el apoyo de fuerzas estatales a las maniobras criminales de ese bloque “mediante el intercambio de inteligencia, armas y uniformes militares”, según el fallo del juez federal Edwin Torres, que responsabilizó a Macaco del asesinato del líder social y periodista Eduardo Estrada, baleado en 2001.
Otros documentos dan cuenta de que el ejército colombiano no tenía ni entre el más remoto de sus objetivos combatir el paramilitarismo, al que consideraba aliado en la lucha antisubversiva. O como lo expresó el general Néstor Ramírez, porque eran “delincuentes apolíticos” que, por ende, “no amenazaban el orden constitucional”. Y así, con esa actitud complaciente, se hacían los de la “vista gorda” frente a la carnicería ejecutada por el paramilitarismo, como fue, por ejemplo, la espeluznante masacre de El Salado, entre el 16 y 21 de febrero de 2002.
Sometida por 450 paramilitares, a la población de ese territorio en los Montes de María, y perteneciente a Carmen de Bolívar, la tuvieron ocupada seis días, durante los cuales asesinaron, torturaron, violaron, hicieron fiesta (una “orgía de sangre” en la que tocaron tambores y acordeón, al tiempo que cortaban cabezas y fusilaban) y provocaron una de las más espantosas matanzas. Y por allí no asomaron sus narices ni la policía ni el ejército. “El Ejército sabía por inteligencia que los paramilitares estaban en el área, pero se fueron antes de la masacre”, dijo la Embajada de EE.UU. en 2009.
Apoyados por helicópteros artillados, los paramilitares asesinaron a 60 personas, con atrocidades inenarrables, en un género de barbarie que puso en vilo los conceptos acerca del ser humano y su maldad ilimitada. “En la masacre de El Salado se escenifica el encuentro brutal entre el poder absoluto y la impotencia absoluta. Los ejecutores de la masacre no tuvieron un contendor efectivo, legal o ilegal, lo cual les permitió actuar con total libertad, cumpliendo un programa de terror con los pobladores”, dice el Informe del Centro de Memoria Histórica, coordinado por Gonzalo Sánchez, en el libro La masacre de El Salado Esa guerra no era nuestra.
El suplicio al que se sometió a la población de El Salado dejó una estela de desolaciones y martirios sin nombre. Se dice que, tras la matanza, el ensangrentado caserío quedó como si fuera una triste réplica de Comala, el pueblo de la novela de Juan Rulfo, tal vez con los interminables lamentos de los torturados. Los sobrevivientes, con las imágenes imborrables del terror, se marcharon, muchos para siempre. Desterrados. Con la aprensión de que los desalmados iban tras ellos.
Los documentos desclasificados de los mencionados organismos gringos, ratifican lo que era vox pópuli. Y lo que, en otros momentos, sujetos como alias H.H., también parte del cargamento de jefes paramilitares que el gobierno de Uribe extraditó a los Estados Unidos, con el propósito de evitar confesiones comprometedoras en Colombia, revelaron acerca del contubernio entre “paracos” y ejército. Cuando iba a denunciar, por ejemplo, quiénes estaban en el “grupo de los seis” (en el que según él había industriales y clérigos), le taparon la boca con la extradición.
“En esta guerra solo se beneficiaron los ricos de este país. En esta guerra perdieron los pobres y nosotros”, dijo H.H. en declaraciones, a modo de confesión, a El Espectador, el primero de agosto de 2008, en las que ratificó, además, la conexión de las autodefensas con los militares: “Toda la Fuerza Pública tenía relación con nosotros”. Después dijo que “matar gente se vuelve un vicio, como meter perico o fumar marihuana”.
Volviendo a los documentos desclasificados y, en particular, al juicio civil contra Macaco, que es un paso adelante en la dilatada búsqueda de justicia por las acciones de barbarie del Bloque Bolívar, miembros de la Comisión Colombiana de Juristas calificaron la decisión como una “victoria para la verdad”. El director de esta entidad, Gustavo Gallón, dijo que el fallo contra Macaco ha sido “el resultado de la incansable lucha de las víctimas por su derecho a la verdad y a la justicia”. Sobre todo —añadió— porque este derecho casi se pierde al ser extraditado Macaco exclusivamente por cargos de narcotráfico.
El paramilitarismo exterminó a miles de personas. No está de sobra recordar que estos escuadrones de la muerte, que, según los documentos desclasificados iban de gancho con los militares, también eran apoyados por algunas transnacionales. La verdad se va abriendo paso por un camino de espinas.
Documentos desclasificados de la CIA y el Departamento de Estado de los Estados Unidos confirman una vieja evidencia: la “relación simbiótica”, o, en otros términos, la complicidad y buenas relaciones entre los militares colombianos y el paramilitarismo. Nada nuevo bajo el sol, pero sirven para reactivar la memoria histórica y no dejar perder en el olvido (que es un aliado de la impunidad), tantas barbaridades, como las masacres y el desplazamiento forzado.
Durante el juicio en EE.UU. al sanguinario jefe paramilitar Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, jefe del Bloque Central Bolívar, se probó el apoyo de fuerzas estatales a las maniobras criminales de ese bloque “mediante el intercambio de inteligencia, armas y uniformes militares”, según el fallo del juez federal Edwin Torres, que responsabilizó a Macaco del asesinato del líder social y periodista Eduardo Estrada, baleado en 2001.
Otros documentos dan cuenta de que el ejército colombiano no tenía ni entre el más remoto de sus objetivos combatir el paramilitarismo, al que consideraba aliado en la lucha antisubversiva. O como lo expresó el general Néstor Ramírez, porque eran “delincuentes apolíticos” que, por ende, “no amenazaban el orden constitucional”. Y así, con esa actitud complaciente, se hacían los de la “vista gorda” frente a la carnicería ejecutada por el paramilitarismo, como fue, por ejemplo, la espeluznante masacre de El Salado, entre el 16 y 21 de febrero de 2002.
Sometida por 450 paramilitares, a la población de ese territorio en los Montes de María, y perteneciente a Carmen de Bolívar, la tuvieron ocupada seis días, durante los cuales asesinaron, torturaron, violaron, hicieron fiesta (una “orgía de sangre” en la que tocaron tambores y acordeón, al tiempo que cortaban cabezas y fusilaban) y provocaron una de las más espantosas matanzas. Y por allí no asomaron sus narices ni la policía ni el ejército. “El Ejército sabía por inteligencia que los paramilitares estaban en el área, pero se fueron antes de la masacre”, dijo la Embajada de EE.UU. en 2009.
Apoyados por helicópteros artillados, los paramilitares asesinaron a 60 personas, con atrocidades inenarrables, en un género de barbarie que puso en vilo los conceptos acerca del ser humano y su maldad ilimitada. “En la masacre de El Salado se escenifica el encuentro brutal entre el poder absoluto y la impotencia absoluta. Los ejecutores de la masacre no tuvieron un contendor efectivo, legal o ilegal, lo cual les permitió actuar con total libertad, cumpliendo un programa de terror con los pobladores”, dice el Informe del Centro de Memoria Histórica, coordinado por Gonzalo Sánchez, en el libro La masacre de El Salado Esa guerra no era nuestra.
El suplicio al que se sometió a la población de El Salado dejó una estela de desolaciones y martirios sin nombre. Se dice que, tras la matanza, el ensangrentado caserío quedó como si fuera una triste réplica de Comala, el pueblo de la novela de Juan Rulfo, tal vez con los interminables lamentos de los torturados. Los sobrevivientes, con las imágenes imborrables del terror, se marcharon, muchos para siempre. Desterrados. Con la aprensión de que los desalmados iban tras ellos.
Los documentos desclasificados de los mencionados organismos gringos, ratifican lo que era vox pópuli. Y lo que, en otros momentos, sujetos como alias H.H., también parte del cargamento de jefes paramilitares que el gobierno de Uribe extraditó a los Estados Unidos, con el propósito de evitar confesiones comprometedoras en Colombia, revelaron acerca del contubernio entre “paracos” y ejército. Cuando iba a denunciar, por ejemplo, quiénes estaban en el “grupo de los seis” (en el que según él había industriales y clérigos), le taparon la boca con la extradición.
“En esta guerra solo se beneficiaron los ricos de este país. En esta guerra perdieron los pobres y nosotros”, dijo H.H. en declaraciones, a modo de confesión, a El Espectador, el primero de agosto de 2008, en las que ratificó, además, la conexión de las autodefensas con los militares: “Toda la Fuerza Pública tenía relación con nosotros”. Después dijo que “matar gente se vuelve un vicio, como meter perico o fumar marihuana”.
Volviendo a los documentos desclasificados y, en particular, al juicio civil contra Macaco, que es un paso adelante en la dilatada búsqueda de justicia por las acciones de barbarie del Bloque Bolívar, miembros de la Comisión Colombiana de Juristas calificaron la decisión como una “victoria para la verdad”. El director de esta entidad, Gustavo Gallón, dijo que el fallo contra Macaco ha sido “el resultado de la incansable lucha de las víctimas por su derecho a la verdad y a la justicia”. Sobre todo —añadió— porque este derecho casi se pierde al ser extraditado Macaco exclusivamente por cargos de narcotráfico.
El paramilitarismo exterminó a miles de personas. No está de sobra recordar que estos escuadrones de la muerte, que, según los documentos desclasificados iban de gancho con los militares, también eran apoyados por algunas transnacionales. La verdad se va abriendo paso por un camino de espinas.