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Cultura de la ilegalidad

Reinaldo Spitaletta
27 de abril de 2010 - 03:52 a. m.

La cultura de la ilegalidad, que hace años galopa en Colombia, es una expresión dañina porque, de un lado, asalta el espíritu crítico y, del otro, convierte a la ciudadanía en cómplice de los delincuentes.

Puede haber, por supuesto, inacabables aspectos de por qué es malsana esa manifestación, pero desde hace rato, en parques y cafés, se oyen comentarios de este tenor: “qué importa  que roben con tal de que inviertan algo en obras públicas”.

La corrupción, a la cual todos los políticos dicen atacar, es parte inherente de este sistema. Y más allá de la misma, por ejemplo, el dar por sentado que todo es válido si el fin así lo exige, se han establecido discursos, peligrosísimos además, acerca de lo que es el otro, el opositor, el disidente, aquel que está en la otra orilla y entonces es visto por ojos intolerantes como el enemigo, el que puede desestabilizar, el terrorista, en fin.

Las clases emergentes, los nuevos ricos, han aportado a ese panorama de desolaciones y vulgaridad, su óptica de poder. El dinero es el rasero de todo y con él, aparte de comprar  entradas al paraíso, es posible corromper conciencias, penetrar a punta de dinero el establecimiento y aun a algunos que están contra él. La mafia, la misma que voló periódicos, asesinó jueces, policías, periodistas, y que compró a su vez periodistas, jueces y policías, dejó para políticos y otras oscuridades, un modelo nefasto.

Muchos llegaron a ver en el mafioso un personaje “robinhoodesco”, un benefactor, alguien que traía  en sus bolsas, además de armas, mucho dinero y con  el dinero, como lo advirtiera hace siglos el Arcipreste de Hita, es posible comprar cielos y títulos. Esa figura, casi siempre chabacana, de ostentación y simulacros, hizo carrera y a ella se plegaron políticos recién salidos, en trance de arribismos y poder, como políticos tradicionales. Y ricos tradicionales también. En asuntos de negocios y plusvalías no hay moral.

Ese tipo de mafioso corrompió, además, a guerrilleros tanto de cafetería como de los otros, muchos de los cuales terminaron al servicio de capos y de su cultura del terror. Después, esos mismos mafiosos, y otros, es decir, ese modo de “ser colombiano”, originó paramilitares, lo que ahora se llaman “bandas emergentes”, asesinos a sueldo y toda clase de aberraciones. No era posible, según sus concepciones, que hubiera otro que los contradijera o que mostrara caminos distintos a la violencia.

Y así, casi sin que la mayoría advirtiera los peligros de una “cultura” de esa naturaleza, se fueron tomando todos los espacios, en particular los de la política, pero también –es obvio- los de la economía, y  esas “ideas”, esas maneras de dominarlo todo, hicieron mella también en las mentalidades populares, acostumbradas desde antes a la derrota y las marginaciones. Y ahí, en esos emergentes, vieron tal vez una posibilidad de cambio, todo un espejismo.

Entonces, aquello que en las décadas del setenta, ochenta y noventa, era una ordalía, una orgía de sangre, el asesinato de la justicia y de la legalidad, se convirtió en normalidad. Lo anormal, según parecía, era la honestidad (calificada como bobada), el obrar según la ley y cosas así. Entonces se combinaron narcotráfico y política, la danza de los millones, el que no está conmigo está contra mí, y toda una parafernalia infernal que trastocó al paisito. ¡Pobre país!, gritará algún cantor.

Y así andamos. Aquel viejo dicho paisa de “consiga plata, mijo”, no importa cómo, se  tomó muy en serio, incluso hasta se envileció, y entonces aparecieron nuevas corrupciones, nuevas inquisiciones. La política, o  de otro modo, la politiquería, se volvió una posibilidad para los corruptos, para todas las engañifas y las nuevas simulaciones.

Por eso, no es extraño que mientras más corrupto  sea el político más favorabilidad tiene entre la gente. El mundo al revés. Pero es lo que han sembrado los que en el poder están desde hace años. Y ya importa muy poco o nada que se roben el fisco, que espíen, que cometan crímenes de estado, si por lo menos hacen alguna obrita de infraestructura. Qué horror.

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