Nos habíamos conmovido con el Museo del Holocausto, que te deja mudo y con muchas preguntas y congojas, depositamos allí una rosa roja, y luego caminamos hacia el Memorial de los Gitanos de Europa, situado al sur del edificio del Reichstag, en Berlín. Ambos recuerdan el genocidio nazi. En el estanque redondo de este último, donde nos topamos con dos señoras iraníes, las aguas nos hablaron con palabras exactas y muy dolorosas. Un poema del gitano Santino Spinelli, titulado Auschwitz: “Cara hundida / ojos apagados / labios fríos / silencio / un corazón roto / sin aliento / sin palabras / no hay lágrimas”.
Cerca al edificio del Parlamento alemán, en refacción, un hombre de negro, con una bandera de Palestina, arengaba sobre las penurias de su pueblo, el sufrimiento de los niños y los ancianos, las humillaciones de Israel contra una nación sin territorio y siempre agobiada y dispuesta a odiar al enemigo. Estaba tocado con una kafiyya blanca con arabescos negros y transmitía en inglés su desazón ante unos cuantos curiosos.
Mi compañera se acercó, gritó “¡Viva Palestina!” y lo abrazó. Se abrazaron. El hombre lloraba. Ella también. Fui el único, el otro, que se sumó al abrazo y solté un “¡Viva la resistencia palestina!”. Habían prohibido en Alemania, a principios de octubre, cuando los ataques de Hamás a Israel y la respuesta de este país, las manifestaciones en pro de Palestina. Por eso, en distintos lugares estratégicos de Berlín, según supe después, había solo un palestino que, como el hombre del abrazo, exponía sus dolores y desgracias a quienes se detenían a escucharlo.
El poema gitano y las lágrimas del palestino me siguieron un buen tramo. Iba pensando cómo se alimenta el odio en el mundo y en la tragedia de los pueblos y en la soslayada intervención de los políticos. Y en las guerras y sus víctimas, en su mayoría casi siempre civiles. Mi compañera seguía compungida y me hablaba de la mirada del palestino, que era muy triste y de cómo él lloró sobre sus hombros, con una suerte de infinita orfandad.
Decía el escritor israelí David Grossman que palestinos e israelíes son hijos del conflicto “que nos ha dejado en herencia todas las minusvalías del odio y de la violencia”. En su libro La muerte como forma de vida, una selección de artículos sobre la disputa entre Palestina e Israel, en el que intenta buscar una especie de equilibrio inestable entre ambos pueblos, anota que los palestinos han estado fuera de la historia. “Han vivido desgarrados entre unos desmesurados recuerdos legendarios y las ansias por un futuro heroico”. Y que tanto palestinos como israelíes han intentado eliminarse mutuamente.
Otro escritor, José Saramago, decía, en 2002, que Palestina es como Auschwitz, con lo que levantó una polvareda inusual en Israel (donde leían bastante sus libros), y agregaba que aquello entre esas dos entidades no era un conflicto. “Podríamos llamarlo un conflicto si se tratara de dos países, con una frontera y dos estados con un ejército cada uno”. Y en la misma entrevista, de la BBC, de Londres, advertía que “un sentimiento de impunidad caracteriza hoy al pueblo israelí y a su ejército. Se han convertido en rentistas del holocausto. Con todo el respeto por la gente asesinada, torturada y gaseada”.
¡Qué se ha dicho!, ahí fue Troya. “Auschwitz es para los judíos una herida que probablemente no cicatrizará jamás. Pero es también una herida que ellos no quieren ver cicatrizada, que constantemente arañan para que continúe sangrando, como si pretendieran hacernos responsables de ella”, anotó en una entrevista que apareció en el libro Palestina existe. Los israelíes estaban peliparados y boicotearon al escritor, que había rematado con esta tanda su señalamiento: “En lugar de aprender de las víctimas, se han inscrito en la escuela de los verdugos. ¿Que ayer fueron segregados? Ahora segregan. ¿Que fueron torturados? Ahora torturan”.
Contra los palestinos, de parte de Israel, no solo hay desprecio, sino odio. Y ambos pueblos se excluyen, son parte de las redes del poder mundial que, sobre todo, tienen a Israel como portaestandarte de las políticas imperialistas en el Medio Oriente. Y en este punto cabe memorar un trozo del poema Sobre esta tierra, de Mahmud Darwish: “Sobre esta tierra hay algo que merece vivir: / sobre esta tierra está la señora de la tierra, / la madre de los comienzos, la madre de los finales. Se llamaba Palestina. / Se sigue llamando Palestina. / Señora: yo merezco, porque tú eres mi dama, yo merezco vivir”.
Continuamos caminando por Berlín y ambos íbamos sintiendo una especie de vacío, de náusea, de dolor contenido, la denominada impotencia individual. Seguía escuchando la voz del hombre de negro, y también la de las señoras iraníes, que nos contaron que eran exiliadas. Me estremecí de nuevo con las imágenes monumentales del holocausto y con las aguas del estanque gitano: había un corazón roto, sin palabras, pero, en este caso, sí había lágrimas.
Nos habíamos conmovido con el Museo del Holocausto, que te deja mudo y con muchas preguntas y congojas, depositamos allí una rosa roja, y luego caminamos hacia el Memorial de los Gitanos de Europa, situado al sur del edificio del Reichstag, en Berlín. Ambos recuerdan el genocidio nazi. En el estanque redondo de este último, donde nos topamos con dos señoras iraníes, las aguas nos hablaron con palabras exactas y muy dolorosas. Un poema del gitano Santino Spinelli, titulado Auschwitz: “Cara hundida / ojos apagados / labios fríos / silencio / un corazón roto / sin aliento / sin palabras / no hay lágrimas”.
Cerca al edificio del Parlamento alemán, en refacción, un hombre de negro, con una bandera de Palestina, arengaba sobre las penurias de su pueblo, el sufrimiento de los niños y los ancianos, las humillaciones de Israel contra una nación sin territorio y siempre agobiada y dispuesta a odiar al enemigo. Estaba tocado con una kafiyya blanca con arabescos negros y transmitía en inglés su desazón ante unos cuantos curiosos.
Mi compañera se acercó, gritó “¡Viva Palestina!” y lo abrazó. Se abrazaron. El hombre lloraba. Ella también. Fui el único, el otro, que se sumó al abrazo y solté un “¡Viva la resistencia palestina!”. Habían prohibido en Alemania, a principios de octubre, cuando los ataques de Hamás a Israel y la respuesta de este país, las manifestaciones en pro de Palestina. Por eso, en distintos lugares estratégicos de Berlín, según supe después, había solo un palestino que, como el hombre del abrazo, exponía sus dolores y desgracias a quienes se detenían a escucharlo.
El poema gitano y las lágrimas del palestino me siguieron un buen tramo. Iba pensando cómo se alimenta el odio en el mundo y en la tragedia de los pueblos y en la soslayada intervención de los políticos. Y en las guerras y sus víctimas, en su mayoría casi siempre civiles. Mi compañera seguía compungida y me hablaba de la mirada del palestino, que era muy triste y de cómo él lloró sobre sus hombros, con una suerte de infinita orfandad.
Decía el escritor israelí David Grossman que palestinos e israelíes son hijos del conflicto “que nos ha dejado en herencia todas las minusvalías del odio y de la violencia”. En su libro La muerte como forma de vida, una selección de artículos sobre la disputa entre Palestina e Israel, en el que intenta buscar una especie de equilibrio inestable entre ambos pueblos, anota que los palestinos han estado fuera de la historia. “Han vivido desgarrados entre unos desmesurados recuerdos legendarios y las ansias por un futuro heroico”. Y que tanto palestinos como israelíes han intentado eliminarse mutuamente.
Otro escritor, José Saramago, decía, en 2002, que Palestina es como Auschwitz, con lo que levantó una polvareda inusual en Israel (donde leían bastante sus libros), y agregaba que aquello entre esas dos entidades no era un conflicto. “Podríamos llamarlo un conflicto si se tratara de dos países, con una frontera y dos estados con un ejército cada uno”. Y en la misma entrevista, de la BBC, de Londres, advertía que “un sentimiento de impunidad caracteriza hoy al pueblo israelí y a su ejército. Se han convertido en rentistas del holocausto. Con todo el respeto por la gente asesinada, torturada y gaseada”.
¡Qué se ha dicho!, ahí fue Troya. “Auschwitz es para los judíos una herida que probablemente no cicatrizará jamás. Pero es también una herida que ellos no quieren ver cicatrizada, que constantemente arañan para que continúe sangrando, como si pretendieran hacernos responsables de ella”, anotó en una entrevista que apareció en el libro Palestina existe. Los israelíes estaban peliparados y boicotearon al escritor, que había rematado con esta tanda su señalamiento: “En lugar de aprender de las víctimas, se han inscrito en la escuela de los verdugos. ¿Que ayer fueron segregados? Ahora segregan. ¿Que fueron torturados? Ahora torturan”.
Contra los palestinos, de parte de Israel, no solo hay desprecio, sino odio. Y ambos pueblos se excluyen, son parte de las redes del poder mundial que, sobre todo, tienen a Israel como portaestandarte de las políticas imperialistas en el Medio Oriente. Y en este punto cabe memorar un trozo del poema Sobre esta tierra, de Mahmud Darwish: “Sobre esta tierra hay algo que merece vivir: / sobre esta tierra está la señora de la tierra, / la madre de los comienzos, la madre de los finales. Se llamaba Palestina. / Se sigue llamando Palestina. / Señora: yo merezco, porque tú eres mi dama, yo merezco vivir”.
Continuamos caminando por Berlín y ambos íbamos sintiendo una especie de vacío, de náusea, de dolor contenido, la denominada impotencia individual. Seguía escuchando la voz del hombre de negro, y también la de las señoras iraníes, que nos contaron que eran exiliadas. Me estremecí de nuevo con las imágenes monumentales del holocausto y con las aguas del estanque gitano: había un corazón roto, sin palabras, pero, en este caso, sí había lágrimas.