El fútbol dejó de ser inocente hace años, y en su historial, con fascinaciones y milagros, trampas y teatralidades, hay un catálogo de desafueros y otras arbitrariedades. Más allá de los prodigios, de las gambetas y las florituras, de las atajadas espectaculares o de los goles que conducen a un orgasmo universal, el fútbol contrajo disímiles enfermedades, auspiciadas por los microbios del capitalismo y las ganas infinitas de plusvalías a granel.
La FIFA, una transnacional privada con injerencia sin límites en lo público, ha sido cómplice de distintos desmanes, además de propiciar corruptelas, coimas, sobornos y otra feria de desprestigios en muchos de sus afiliados. El Mundial de Qatar es una muestra de cómo el dios de los mercados, el gran señor don dinero que cantara el poeta, sirve para esconder un sartal de violaciones a los derechos humanos y despropósitos sin cuento contra los trabajadores. Amén de auspiciar regímenes dictatoriales, como pasa con el del emir Tamim bin Hamad Al Thani.
Más allá de una “chilena”, de un deslumbrador “taquito”, de un “gol olímpico” (como el único hasta ahora marcado en un Mundial, el del colombiano Marcos Coll contra el mejor arquero del orbe, Lev Yashin, la Araña Negra), de una “pared” más colosal que cualquier estadio, el fútbol se ha usado para la protección de dictadores y el ocultamiento de diversas ignominias. La dinastía de “sangre azul” del emir qatarí ha hecho demostración de su poder infinito, en el que al pueblo solo le corresponde poner trabajos y sangre roja, vulgar y sin abolengo.
Antes de 2010 ya se sabía de las mañas y características antidemocráticas del régimen del exótico país árabe. La FIFA, a la que asuntos “menores”, como si el país designado es un paraíso o un infierno, poco o nada le interesan, (dirá con sorna que no se entremete en los fueros internos del país elegido como sede, incluso si hay maniobras corruptas, como las ha habido), concedió la sede del Mundial a Qatar. Se supo de todas las presiones, patrañas, intermediaciones políticas y sobornos. Nada raro. Es un viejo estilo. El dios oro decide. Todas las oraciones para él, el bendito, el alabado.
Qatar, gracias a los oficios del oro (¿y del moro?) y que todo, si se tiene el poder del petróleo (oro negro) y de otras riquezas, se hace posible, fue el seleccionado (¿predestinado?), no por Alá, “el más grande”, gracias al poder despótico de una casta, de un régimen antidemocrático, que desde entonces pasaría a hacer parte del lenguaje cotidiano del orbe entero. La FIFA se la jugó (años después, cuando ya era muy tarde, se arrepintió su pluma mayor, el don Blatter). El fútbol todo lo puede.
Quién construirá los estadios, quién todas las infraestructuras, (¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?, se preguntaba Bertolt Brecht). Para eso estaban los pobres de otras partes, de Pakistán, de Filipinas, de Sri Lanka, de Nepal y de la India, para trabajar de “enero a enero”, de “domingo a domingo”, sin derechos, solo llenos de necesidades y urgencias. A los que las estirpes intocables pueden explotar porque para eso han repletado sus bolsillos y otros bancos. Para eso mandan.
De pronto, el mundo comenzó a saber, gracias a investigaciones periodísticas, por ejemplo, las realizadas por The Guardian, que algo grave pasaba con los inmigrantes obreros en Qatar, un país en el que, por si fuera poco, no hay libertad de expresión, se maltrata a las mujeres y se prohíben relaciones homosexuales (se criminalizan y se tratan como “daño mental”), entre otros vilipendios y afrentas. Se supo del nuevo esclavismo. La explotación infernal de los descastados.
Estadios construidos con sangre obrera. Según el periódico inglés, 6.500 migrantes murieron en las hechuras de las brillantes y pomposas obras que hoy son el templo del fútbol mundial. Qué importan los muertos, ni los innumerables abusos, si todo quedó resplandeciente, si las élites dominantes pueden reír y mostrar sus lujos, al tiempo que miles de familias lloran a sus ausentes. Qué importa si no hay libertades, si se vulneran los derechos de las mujeres, de los lgtbi, de los que quieren manifestar alguna antipatía por el todopoderoso emir, si los gritos de gol taparán el oprobio.
El fútbol dejó de ser inocente. Lo sabía, por ejemplo, Mussolini en 1934. Lo supieron los nazis. Y ciertos dictadores africanos. Lo supo la junta militar de Argentina 78, cuando los gritos de gol ahogaban los lamentos de los torturados y camuflaban a los miles de desaparecidos. Ya lo habían demostrado los represivos militares brasileños de 1970, a los que Pelé, el Rey, complació con su genio. En Qatar se puede decir que el fútbol con sangre entra. Un driblin, una atajada, un “túnel” (caño u ordeñada), un tiro en el palo, un gol, hacen olvidar las tropelías.
Están lejanas las “terapias de conversión” para el sagrado emir y su régimen de mierda (que tiene el color del oro). El gol hace olvidar.
El fútbol dejó de ser inocente hace años, y en su historial, con fascinaciones y milagros, trampas y teatralidades, hay un catálogo de desafueros y otras arbitrariedades. Más allá de los prodigios, de las gambetas y las florituras, de las atajadas espectaculares o de los goles que conducen a un orgasmo universal, el fútbol contrajo disímiles enfermedades, auspiciadas por los microbios del capitalismo y las ganas infinitas de plusvalías a granel.
La FIFA, una transnacional privada con injerencia sin límites en lo público, ha sido cómplice de distintos desmanes, además de propiciar corruptelas, coimas, sobornos y otra feria de desprestigios en muchos de sus afiliados. El Mundial de Qatar es una muestra de cómo el dios de los mercados, el gran señor don dinero que cantara el poeta, sirve para esconder un sartal de violaciones a los derechos humanos y despropósitos sin cuento contra los trabajadores. Amén de auspiciar regímenes dictatoriales, como pasa con el del emir Tamim bin Hamad Al Thani.
Más allá de una “chilena”, de un deslumbrador “taquito”, de un “gol olímpico” (como el único hasta ahora marcado en un Mundial, el del colombiano Marcos Coll contra el mejor arquero del orbe, Lev Yashin, la Araña Negra), de una “pared” más colosal que cualquier estadio, el fútbol se ha usado para la protección de dictadores y el ocultamiento de diversas ignominias. La dinastía de “sangre azul” del emir qatarí ha hecho demostración de su poder infinito, en el que al pueblo solo le corresponde poner trabajos y sangre roja, vulgar y sin abolengo.
Antes de 2010 ya se sabía de las mañas y características antidemocráticas del régimen del exótico país árabe. La FIFA, a la que asuntos “menores”, como si el país designado es un paraíso o un infierno, poco o nada le interesan, (dirá con sorna que no se entremete en los fueros internos del país elegido como sede, incluso si hay maniobras corruptas, como las ha habido), concedió la sede del Mundial a Qatar. Se supo de todas las presiones, patrañas, intermediaciones políticas y sobornos. Nada raro. Es un viejo estilo. El dios oro decide. Todas las oraciones para él, el bendito, el alabado.
Qatar, gracias a los oficios del oro (¿y del moro?) y que todo, si se tiene el poder del petróleo (oro negro) y de otras riquezas, se hace posible, fue el seleccionado (¿predestinado?), no por Alá, “el más grande”, gracias al poder despótico de una casta, de un régimen antidemocrático, que desde entonces pasaría a hacer parte del lenguaje cotidiano del orbe entero. La FIFA se la jugó (años después, cuando ya era muy tarde, se arrepintió su pluma mayor, el don Blatter). El fútbol todo lo puede.
Quién construirá los estadios, quién todas las infraestructuras, (¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?, se preguntaba Bertolt Brecht). Para eso estaban los pobres de otras partes, de Pakistán, de Filipinas, de Sri Lanka, de Nepal y de la India, para trabajar de “enero a enero”, de “domingo a domingo”, sin derechos, solo llenos de necesidades y urgencias. A los que las estirpes intocables pueden explotar porque para eso han repletado sus bolsillos y otros bancos. Para eso mandan.
De pronto, el mundo comenzó a saber, gracias a investigaciones periodísticas, por ejemplo, las realizadas por The Guardian, que algo grave pasaba con los inmigrantes obreros en Qatar, un país en el que, por si fuera poco, no hay libertad de expresión, se maltrata a las mujeres y se prohíben relaciones homosexuales (se criminalizan y se tratan como “daño mental”), entre otros vilipendios y afrentas. Se supo del nuevo esclavismo. La explotación infernal de los descastados.
Estadios construidos con sangre obrera. Según el periódico inglés, 6.500 migrantes murieron en las hechuras de las brillantes y pomposas obras que hoy son el templo del fútbol mundial. Qué importan los muertos, ni los innumerables abusos, si todo quedó resplandeciente, si las élites dominantes pueden reír y mostrar sus lujos, al tiempo que miles de familias lloran a sus ausentes. Qué importa si no hay libertades, si se vulneran los derechos de las mujeres, de los lgtbi, de los que quieren manifestar alguna antipatía por el todopoderoso emir, si los gritos de gol taparán el oprobio.
El fútbol dejó de ser inocente. Lo sabía, por ejemplo, Mussolini en 1934. Lo supieron los nazis. Y ciertos dictadores africanos. Lo supo la junta militar de Argentina 78, cuando los gritos de gol ahogaban los lamentos de los torturados y camuflaban a los miles de desaparecidos. Ya lo habían demostrado los represivos militares brasileños de 1970, a los que Pelé, el Rey, complació con su genio. En Qatar se puede decir que el fútbol con sangre entra. Un driblin, una atajada, un “túnel” (caño u ordeñada), un tiro en el palo, un gol, hacen olvidar las tropelías.
Están lejanas las “terapias de conversión” para el sagrado emir y su régimen de mierda (que tiene el color del oro). El gol hace olvidar.