Narciso retorna para quedarse. El sujeto crítico parece haber desaparecido para abrirle camino al sujeto manipulable por el mercado y el consumo. Asistimos a los tiempos en que el cuerpo y el “primero yo” son parte esencial de las relaciones de producción y la sociedad.
Al esfumarse el individuo como ser razonable y razonador, como dinamizador de procesos políticos y cuestionador de sistemas, el mundo se postra ante las marcas y los productos, en particular de transnacionales y de sus medios de comunicación.
Hoy, como se ha enunciado en diversos círculos de crítica social, el yo del sujeto se trasladó al cuerpo, que puede ser moldeado en gimnasios con el criterio del hedonismo superficial, de la apariencia, de una presunta salud física. No es tanto el asunto de mente sana en cuerpo sano, sino un cuerpo sin mente, sin límites, solo para mostrar. Para autoenamorarse de sus formas, sus músculos, sus ademanes. Lo importante ahora es “mi perfil” físico, mis maneras de consumir, de lucir.
El “consumo, luego existo” es el eslogan más común. Y en este punto surge el afán de tener como referentes las marcas, ciertas pautas de comportamiento solitario, el aullido particular. Ya los referentes no son los otros, ni sus organizaciones, ni sus propuestas, porque, a lo mejor, también esos otros están sin referentes o, de otra manera, el “referente soy yo”. No hay otredad. Los otros existen en la medida en que sean parte de mi ruta: mi exhibición, mi apariencia, mi intimidad como parte del espectáculo, de la feria.
El capitalismo, en sus refinamientos propagandísticos, de un lado; y en la explotación salvaje de mano de obra, cada vez más abaratada, del otro, ha logrado aislar al sujeto, despojarlo de su capacidad crítica para organizarse en pos de conquistas y derechos, solo para que sea un consumidor pasivo, alienado por el “deleite” de comprar. Existo porque en mi cuerpo hay ropas de marca, porque está bien delineado, según los parámetros de la moda. No tengo que pensar, solo mostrar.
Y en el ejercicio de mostrar, de aullar para sí mismo, la imagen humana es parte del mercadeo. Yo mismo me mercadeo, me tomo la foto que me da la gana, la expongo, digo cómo estoy pasando de bueno, cómo voy en mi paseo, en mis compras, en un acto de comensal, en la exposición a los demás como un ser sin historia, solo como alguien que pertenece al circuito del consumo acrítico. El cuerpo como devorador de mercancías, como una mercancía en sí mismo. Mostrarlo es una manera de la venta; el otro (que existe como espectador) me verá y sabrá de mí por la cosmética, por la vitrina en que me he convertido, y no por mis saberes, no por mis reflexiones frente a un mundo de inequidades y desasosiegos sociales.
El narcisismo como un embelesarse en las mismidad, en una intimidad que se puede evidenciar, porque lo privado y lo público hoy tienen otros significados, menos filosóficos y más mercaderiles. Eso lo supo con ganas el neoliberalismo, privatizador y envilecedor de lo público, y lo pregonó y promovió con sus medios masivos, que no son otra cosa que su apéndice publicitario. Ahora el ideal del sujeto contemporáneo no está fundamentado en la ética, en la filosofía, en la política, en los saberes de las ciencias y las artes, sino en una suerte de comercialización del yo. En una burda estética de afeites y otros coloretes.
En el reino de la apariencia, el mundo parece estar bien hecho. No hay clases sociales, no hay abismos entre unos y otros, sino capacidad de compra. Los medios todos los días lo manifiestan. La libertad se redujo a ser una posibilidad de las fluctuaciones del marketing. Ya el hombre rebelde (pobre Camus) es aquel que puede tener barba o ser pelón, según los vaivenes comerciales. Seres funcionales, domesticados, de acuerdo con las expectativas del sistema.
El narciso no puede ver más allá de sí mismo. Es adaptable. Manipulable. El sistema, con sus medios, creadores de rebaños, de autómatas, lo sabe y le saca partido. Las generaciones críticas, las que no tragaban entero, parecen ser parte de una arqueología. Aunque puede ser una afirmación temeraria, porque, en medio del mercado corporal y sus recetarios, hay seres que resisten, cuestionan y son parte de la necesaria desobediencia civil. Que, como el cariño verdadero, ni se compra ni se vende.
Narciso retorna para quedarse. El sujeto crítico parece haber desaparecido para abrirle camino al sujeto manipulable por el mercado y el consumo. Asistimos a los tiempos en que el cuerpo y el “primero yo” son parte esencial de las relaciones de producción y la sociedad.
Al esfumarse el individuo como ser razonable y razonador, como dinamizador de procesos políticos y cuestionador de sistemas, el mundo se postra ante las marcas y los productos, en particular de transnacionales y de sus medios de comunicación.
Hoy, como se ha enunciado en diversos círculos de crítica social, el yo del sujeto se trasladó al cuerpo, que puede ser moldeado en gimnasios con el criterio del hedonismo superficial, de la apariencia, de una presunta salud física. No es tanto el asunto de mente sana en cuerpo sano, sino un cuerpo sin mente, sin límites, solo para mostrar. Para autoenamorarse de sus formas, sus músculos, sus ademanes. Lo importante ahora es “mi perfil” físico, mis maneras de consumir, de lucir.
El “consumo, luego existo” es el eslogan más común. Y en este punto surge el afán de tener como referentes las marcas, ciertas pautas de comportamiento solitario, el aullido particular. Ya los referentes no son los otros, ni sus organizaciones, ni sus propuestas, porque, a lo mejor, también esos otros están sin referentes o, de otra manera, el “referente soy yo”. No hay otredad. Los otros existen en la medida en que sean parte de mi ruta: mi exhibición, mi apariencia, mi intimidad como parte del espectáculo, de la feria.
El capitalismo, en sus refinamientos propagandísticos, de un lado; y en la explotación salvaje de mano de obra, cada vez más abaratada, del otro, ha logrado aislar al sujeto, despojarlo de su capacidad crítica para organizarse en pos de conquistas y derechos, solo para que sea un consumidor pasivo, alienado por el “deleite” de comprar. Existo porque en mi cuerpo hay ropas de marca, porque está bien delineado, según los parámetros de la moda. No tengo que pensar, solo mostrar.
Y en el ejercicio de mostrar, de aullar para sí mismo, la imagen humana es parte del mercadeo. Yo mismo me mercadeo, me tomo la foto que me da la gana, la expongo, digo cómo estoy pasando de bueno, cómo voy en mi paseo, en mis compras, en un acto de comensal, en la exposición a los demás como un ser sin historia, solo como alguien que pertenece al circuito del consumo acrítico. El cuerpo como devorador de mercancías, como una mercancía en sí mismo. Mostrarlo es una manera de la venta; el otro (que existe como espectador) me verá y sabrá de mí por la cosmética, por la vitrina en que me he convertido, y no por mis saberes, no por mis reflexiones frente a un mundo de inequidades y desasosiegos sociales.
El narcisismo como un embelesarse en las mismidad, en una intimidad que se puede evidenciar, porque lo privado y lo público hoy tienen otros significados, menos filosóficos y más mercaderiles. Eso lo supo con ganas el neoliberalismo, privatizador y envilecedor de lo público, y lo pregonó y promovió con sus medios masivos, que no son otra cosa que su apéndice publicitario. Ahora el ideal del sujeto contemporáneo no está fundamentado en la ética, en la filosofía, en la política, en los saberes de las ciencias y las artes, sino en una suerte de comercialización del yo. En una burda estética de afeites y otros coloretes.
En el reino de la apariencia, el mundo parece estar bien hecho. No hay clases sociales, no hay abismos entre unos y otros, sino capacidad de compra. Los medios todos los días lo manifiestan. La libertad se redujo a ser una posibilidad de las fluctuaciones del marketing. Ya el hombre rebelde (pobre Camus) es aquel que puede tener barba o ser pelón, según los vaivenes comerciales. Seres funcionales, domesticados, de acuerdo con las expectativas del sistema.
El narciso no puede ver más allá de sí mismo. Es adaptable. Manipulable. El sistema, con sus medios, creadores de rebaños, de autómatas, lo sabe y le saca partido. Las generaciones críticas, las que no tragaban entero, parecen ser parte de una arqueología. Aunque puede ser una afirmación temeraria, porque, en medio del mercado corporal y sus recetarios, hay seres que resisten, cuestionan y son parte de la necesaria desobediencia civil. Que, como el cariño verdadero, ni se compra ni se vende.