Publicidad

Sombrero de mago

El retorno del milagrero Blacamán

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Reinaldo Spitaletta
25 de febrero de 2025 - 05:00 a. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

Crecí en un pueblo, que devino ciudad, con textileras y talleres ferroviarios y alcaldes defraudadores del erario y curiosos artesanos, erigidos luego en personajes populares por su ingenio y deslumbrantes maneras de llenar vitrinas con prótesis dentales de sabores frutosos y gatillos iluminados por avisos de neón. Allá también llegaron, como en una alucinación de García Márquez, los gitanos con sus tiendas coloridas y sus quirománticas mujeres de ajorcas y faldas largas que se repartían por los barrios a adivinar futuros y desenterrar pasados. Sin embargo, no tuvimos un personaje como Blacamán, vendedor de milagros.

Muchos años después de haber leído aquel destellante relato garciamarquiano, Blacamán, sin dientes de oro y sin contravenenos de mapaná, vuelve por estas tierras sin reforma agraria y en las que, desde hace años, se requiere una revolución en sus costumbres, su educación, su cultura, en todas las cosas, pero que, pese a los discursos y seguro a las “buenas intenciones” (de las cuales se sigue llenando el infierno), el sistema continúa igual. Aunque algunos, más desabrochados, dicen que peor.

Nuestro actual Blacamán, para unos, bueno, para otro malo, tirando a perverso, no ha embalsamado virreyes, pero sí ha revivido antiguos corruptos, personajillos de cóctel molotov, puesto en ministerios a burguesitos arribistas y seudoproletarios también arribistas. Y como dicen algunos hipnotizados por él, que cita con propiedad fragmentos de la peste del olvido y de los trenes llenos de cadáveres de obreros masacrados (no cita, en cambio, a algún sindicalista asesinado tras un “juicio popular”), que es que no lo han dejado gobernar, o, de otro modo, vender bien sus tartaritas bien enconfitadas o sus pócimas con recetas secretas de antiguos magos y alquimistas.

Nuestro Blacamán, digo de nuevo, cada uno lo clasificará, o es el bueno, o es el malo, que es capaz de emitir rayos de las “luciérnagas de Ezequiel” por sus ojos de áspid, sabe que no puede alterar la conducta de los infantes de marina. A ellos, o, de otro modo, a sus representantes imperiales, hay que entregarles selvas, islas, mercados, satisfacerlos con ungüentos y guiños de complicidad al tiempo que se les dice que todo está bien por casa, es decir, recibirán sus pagos como debe ser, se continuará empeñando la aldea, y proseguirán, aunque no tan evidentes, los besamanos y las lamiscaderas.

Este Blacamán, que aunque tenga parecidos a aquel de Santa María la Antigua del Darién, que aprendió a “desfiebrar” palúdicos por dos pesos y visionaba a los ciegos por cuatro con cincuenta y desaguaba a los hidrópicos por dieciocho pesitos, tiene la facultad prodigiosa de oficiar misas tenebrosas, que también se llaman consejos de ministros, y hacer creer a sus atendidos con brebajes, bebedizos y otros elíxires que ni que fueran como los de las brujas de Remedios, que él es una especie de enviado celestial.

Así que quienes lo siguen en plazas y audiencias y en redes que ni las del pescador de milagros eran tan efectivas, creen que no es posible ninguna duda, ninguna pregunta, ninguna manera del escepticismo. Todo es certeza. No es posible ninguna forma de cuestionamiento a una medida inocua, una declaración demagógica, una receta de pacotilla, una cita literaria traída de los cabellos. No. Quien se atreva a decir que esos recetarios no son más que “blacabunderías”, pasará por la purificación de la dogmática hoguera.

Blacamán, el nuestro, sí, el de las malas mañas y otras falsificaciones, sabe cómo hacer creer a su cortejo de perplejos acólitos, de compradores de sus apósitos de cacharrería, que aquí no es como lo dijo un novelista siciliano, de esas geografías de padrinos y relatos policiacos: que todo cambie para que todo siga igual. No, señores y señoras, y por ahí se escucha el eco de otro antiguo demagogo, “aquí es diciendo y haciendo”.

Pero, qué va. Blacamán, el nuestro, sabe, como el relatado por García Márquez, adormecernos con “técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban”. En la misa de tenebrosidades, nuestro vendedor de milagrerías “incurrió en estertores de ópera”, y hubo discípulos que le declararon su amor eterno, porque, claro, habían probado con toda su credulidad y fe los mejunjes y frutillas mágicas del enviado, que parecía ser, como lo diría otro juglar del Caribe, una reencarnación del brujo de Arjona.

Es una lástima que las inequidades, los abismos sociales, las injusticias no se solucionen con contravenenos hechos con una mezcla inane de ruibarbo con trementina, como lo hacía aquel electrizante vendedor de milagros garciamarquiano. En mi pueblo, al que un novelista le deseó que no dejara de ser una arcadia pequeña, que jamás fuera a crecer, pero creció y se jodió, también había vendedores de milagros en forma de cajas de dientes saborizadas y de “vistas” cinematográficas con besos prohibidos.

Conoce más

 

Amparo E P(86835)27 de febrero de 2025 - 12:53 a. m.
Además de tu mágico desencanto, qué piensas de J. Robledo?
Tercio(53826)26 de febrero de 2025 - 10:05 a. m.
Lo dijo muy literariamente... Vale...
Memo(11924)26 de febrero de 2025 - 04:11 a. m.
Lamentable gastar tiempo en leerlo señor Spitaletta, no lo repetiré
  • conrado urrego(xybxp)26 de febrero de 2025 - 11:14 p. m.
    Ni yo tampoco,otro que sale
Mar(60274)26 de febrero de 2025 - 04:05 a. m.
Me quedo con Blacaman.
Alberto Rincón Cerón(3788)26 de febrero de 2025 - 01:01 a. m.
¡Magistral! Gracias.
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.