El único Papá Noel que me ha caído en gracia
El Papá Noel, cuyo origen se remonta al de San Nicolás de Bari y otras leyendas cristianobizantinas, nunca me gustó, porque veía en esa figura de hombre ancho, barrigón, barbiblanco, artificioso y con un vestuario que transmitía una insoportable sensación de calor en estas breñas tropicales, una especie de invasor. Tampoco es que me muriera de amor por el Niño Jesús, que tantas veces me quedó mal en sus tretas de regalos de medianoche y me pareció siempre un muchachito posudo de propaganda de pañales.
En casa, en todo caso, solo hicimos una o dos veces un pesebre que parecía una reunión insólita, dispar y anacrónica de cañones de Navarone mezclados con tanques de guerra de plástico, pastores de ovejas esmirriadas, guirnaldas de papel de China y reyes magos que fabricaba un italiano en Medellín y cuyos muñecos tenían un olor particular, inolvidable, que a veces retorna a modo de recuerdo ineludible en las fiestas decembrinas.
Digo pues que Papá Noel me caía muy gordo, al hígado como decían ciertas damas, porque era como una suerte de impostura en un medio tórrido que olía más a musgos, pino silvestre, sietecueros y sonaba a villancicos venezolanos, a Guillermo Buitrago y a una que otra pieza de las que los segregacionistas de las élites denominaban, con desprecio, “música de negros”, y que después, sin remedio, tuvieron que bailar a más no poder en sus clubes exclusivos y en los salones de hoteles de alta alcurnia.
Y más rechazos crecieron en mi apreciación de esa figura deleznable, falsa, invasiva, y que en días juveniles calificamos como parte de la penetración cultural gringa, cuando supe que era una invención, o al menos una adecuación, de una potente trasnacional de gaseosas, que además utilizaba en su desbordante publicidad los colorcitos rojiblancos del invernal Santa Claus, otra derivada del Norte que poco a poco hizo picadillo al Niño Jesús.
Pero además de su destable apariencia, lo más chocante era esa risa de falsedad, su bobalicón ¡jo, jo, jo!, que, en serio, era ya el colmo de la desgracia y del engaño. No había cómo estar de acuerdo con tal presencia, cada vez más intolerable y fastidiosa, y que iba ocupando todos los espacios decembrinos. ¿Adónde quedó aquel Niño Jesús, que aunque tenía apariencia de infante alimentado con leches virginales, ya era un icono en retirada?
En esa treta comercial llamada Papá Noel había, además, una competencia capitalista de las multinacionales de colas, y una de ellas cambió los colores de las indumentarias del gordinflón por azul y blanco. Ambas se sacaron chispas y espumas en el vasto mercado. Y aumentaron su botín de ganancias. Entre tanto, el Noel entró por puertas, ventanas, entejados, se apropió de los espacios hogareños y, además, del de las calles, centros comerciales, almacenes y otros tenderetes.
Una vez, ya hace años, cuando iba con mi hijo por la carrera Carabobo, llegando al viejo sector de Guayaquil, de una cacharrería salió un disfrazado como Papá Noel. Mi hijo, desde siempre, temía a esa patética figura. Y, quién lo creyera, esta vez no salió riéndose con sus carcajadas postizas, sino que fue hacia él, hacia el niño, y le empezó a contar una historia. Era, nada más y nada menos, que la Canción de Navidad, de Dickens.
El muchachito, que ya tenía nociones de ese relato extraordinario, pues yo le refería algunos pasajes en sus primeros diciembres, sonrió, y más todavía cuando escuchó el nombre del avaro Scrooge. El Noel de bazar se entusiasmó y fue representando fantasmas y otros ambientes del estupendo cuento. Y en ese momento tuve una simbolización diferente de ese personaje mercachiflesco, gracias a un cacharrero interesado no solo en sus ventas sino en la seducción de clientes a través de la literatura.
Creo que es el único Papá Noel que me ha caído en gracia. Después, en diciembres posteriores, volví a pasar por el mismo almacén, pero ya no estaba el Noel narrador. Es más, no había ningún otro en su reemplazo. No supieron darme razón de su destino. Lo busqué por otras calles, por otras cacharrerías y bazares. Nada.
Hoy, cuando diciembre es solo una feria de vanidades, un mercado de perendengues y una expresión alienante del consumismo masivo, el Papá Noel de cacharrería me sigue pareciendo una isla, una especie de subversión a lo establecido. Como una manera de recordarlo, en casa nos reunimos en la cocina a leer en voz alta, cada año, el bello relato de Charles Dickens.
Bueno, además lo adobamos con uno muy hermoso y que siempre termina uno llorando en coro, de Truman Capote: Un recuerdo de Navidad, y con otro de un escritor de estas montañas, don Tomás Carrasquilla, que sucede en Bogotá y se llama El rifle. Y en esas faenas familiares de fin de año, le doy un espacio afectuoso al Noel de centro de ciudad que hipnotizaba niños con un precioso e imprescindible cuento universal.
El Papá Noel, cuyo origen se remonta al de San Nicolás de Bari y otras leyendas cristianobizantinas, nunca me gustó, porque veía en esa figura de hombre ancho, barrigón, barbiblanco, artificioso y con un vestuario que transmitía una insoportable sensación de calor en estas breñas tropicales, una especie de invasor. Tampoco es que me muriera de amor por el Niño Jesús, que tantas veces me quedó mal en sus tretas de regalos de medianoche y me pareció siempre un muchachito posudo de propaganda de pañales.
En casa, en todo caso, solo hicimos una o dos veces un pesebre que parecía una reunión insólita, dispar y anacrónica de cañones de Navarone mezclados con tanques de guerra de plástico, pastores de ovejas esmirriadas, guirnaldas de papel de China y reyes magos que fabricaba un italiano en Medellín y cuyos muñecos tenían un olor particular, inolvidable, que a veces retorna a modo de recuerdo ineludible en las fiestas decembrinas.
Digo pues que Papá Noel me caía muy gordo, al hígado como decían ciertas damas, porque era como una suerte de impostura en un medio tórrido que olía más a musgos, pino silvestre, sietecueros y sonaba a villancicos venezolanos, a Guillermo Buitrago y a una que otra pieza de las que los segregacionistas de las élites denominaban, con desprecio, “música de negros”, y que después, sin remedio, tuvieron que bailar a más no poder en sus clubes exclusivos y en los salones de hoteles de alta alcurnia.
Y más rechazos crecieron en mi apreciación de esa figura deleznable, falsa, invasiva, y que en días juveniles calificamos como parte de la penetración cultural gringa, cuando supe que era una invención, o al menos una adecuación, de una potente trasnacional de gaseosas, que además utilizaba en su desbordante publicidad los colorcitos rojiblancos del invernal Santa Claus, otra derivada del Norte que poco a poco hizo picadillo al Niño Jesús.
Pero además de su destable apariencia, lo más chocante era esa risa de falsedad, su bobalicón ¡jo, jo, jo!, que, en serio, era ya el colmo de la desgracia y del engaño. No había cómo estar de acuerdo con tal presencia, cada vez más intolerable y fastidiosa, y que iba ocupando todos los espacios decembrinos. ¿Adónde quedó aquel Niño Jesús, que aunque tenía apariencia de infante alimentado con leches virginales, ya era un icono en retirada?
En esa treta comercial llamada Papá Noel había, además, una competencia capitalista de las multinacionales de colas, y una de ellas cambió los colores de las indumentarias del gordinflón por azul y blanco. Ambas se sacaron chispas y espumas en el vasto mercado. Y aumentaron su botín de ganancias. Entre tanto, el Noel entró por puertas, ventanas, entejados, se apropió de los espacios hogareños y, además, del de las calles, centros comerciales, almacenes y otros tenderetes.
Una vez, ya hace años, cuando iba con mi hijo por la carrera Carabobo, llegando al viejo sector de Guayaquil, de una cacharrería salió un disfrazado como Papá Noel. Mi hijo, desde siempre, temía a esa patética figura. Y, quién lo creyera, esta vez no salió riéndose con sus carcajadas postizas, sino que fue hacia él, hacia el niño, y le empezó a contar una historia. Era, nada más y nada menos, que la Canción de Navidad, de Dickens.
El muchachito, que ya tenía nociones de ese relato extraordinario, pues yo le refería algunos pasajes en sus primeros diciembres, sonrió, y más todavía cuando escuchó el nombre del avaro Scrooge. El Noel de bazar se entusiasmó y fue representando fantasmas y otros ambientes del estupendo cuento. Y en ese momento tuve una simbolización diferente de ese personaje mercachiflesco, gracias a un cacharrero interesado no solo en sus ventas sino en la seducción de clientes a través de la literatura.
Creo que es el único Papá Noel que me ha caído en gracia. Después, en diciembres posteriores, volví a pasar por el mismo almacén, pero ya no estaba el Noel narrador. Es más, no había ningún otro en su reemplazo. No supieron darme razón de su destino. Lo busqué por otras calles, por otras cacharrerías y bazares. Nada.
Hoy, cuando diciembre es solo una feria de vanidades, un mercado de perendengues y una expresión alienante del consumismo masivo, el Papá Noel de cacharrería me sigue pareciendo una isla, una especie de subversión a lo establecido. Como una manera de recordarlo, en casa nos reunimos en la cocina a leer en voz alta, cada año, el bello relato de Charles Dickens.
Bueno, además lo adobamos con uno muy hermoso y que siempre termina uno llorando en coro, de Truman Capote: Un recuerdo de Navidad, y con otro de un escritor de estas montañas, don Tomás Carrasquilla, que sucede en Bogotá y se llama El rifle. Y en esas faenas familiares de fin de año, le doy un espacio afectuoso al Noel de centro de ciudad que hipnotizaba niños con un precioso e imprescindible cuento universal.