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Los muertos que vos matasteis no gozan de cabal salud, es más, están bien muertos, ocultos bajo los escombros. Pero susurran. Ojalá el olvido no caiga sobre su memoria, sobre los dolientes, sobre los que han persistido en que haya justicia. Son los muertos de una operación, cuyo nombre coincidía con el apelativo de un paramilitar de Medellín, en la que se mostró pese a toda la propaganda oficial por camuflarla, el poder de las estructuras paracas, apoyadas por sectores de “gentes de bien” y, claro, por el Estado.
A fines de la última década del siglo pasado, Medellín se convirtió en un territorio estratégico de disputas de guerrillas, milicias populares y el ascendiente paramilitarismo, que en la decadente ciudad de las industrias ocupó los espacios dejados por las bandas de narcotraficantes y sicarios al servicio del “capo de capos”, muerto en 1993.
Las colinas de Medellín, en un largo proceso de tugurizaciones y otras miserias, se poblaron con desplazados de múltiples violencias, y aún de las violencias internas de una ciudad de altos niveles de inequidad y sometida por el lumpen mafioso. Invasiones a granel en todos los puntos cardinales, pero en particular en la zona nororiental, y en los límites con Bello. Allí, arriba de Santo Domingo Savio, “cuadros” de las Farc, “fundaron” un sector que luego se llamaría San José del Pinar, y en el que, más tarde, recalaron militantes del Eln.
Y en una suerte de ajedrecísticos movimientos, también por allá llegarían los paramilitares, con don Berna y el Bloque Cacique Nutibara, que tuvo fuertes diferencias con el Bloque Metro. Un espacio como San José del Pinar se erigió, a escala, como una maqueta del conflicto colombiano. Eso lo contamos, en 2011, en el libro Tierra de desterrados, que escribí con la finada profesora Mary Correa Jaramillo, publicado por la Universidad Pontificia Bolivariana.
La ciudad de entonces era un campo de disputas a muerte entre guerrillas y paramilitares, con la surtida presencia de bandas criminales, muchas de ellas cooptadas por unas y otros. A principios de la primera década de este siglo, el paramilitarismo, en ascenso, fue ocupando lugares que antes eran de sus contrincantes.
Uno de los pocos fortines que le faltaba por escalar al Bloque Cacique Nutibara era el de la comuna 13. Ya, por ejemplo, en la parte nororiental de la ciudad y hasta La Sierra, habían ganado posiciones clave. Así que la Operación Orión, ocurrida el 16 y 17 de octubre de 2002, se da en un marco en que el paramilitarismo se expande con fuerza por Medellín y Álvaro Uribe estaba todavía estrenando presidencia.
Antes de estas fechas, ya se habían ejecutado operaciones que parecieron de práctica, como una terrorífica calistenia, en barriadas como San José del Pinar y otras adyacentes, en las que, según testimonios de habitantes, paramilitares y ejército arrasaron viviendas y desaparecieron personas.
Las evidencias históricas y otras, como las fotografías de Jesús Abad Colorado y Natalia Botero, fueron señalando que aquella operación, en la que hubo desaparecidos, muertos, heridos, detenidos, capturas arbitrarias, fue en alianza del ejército con el paramilitarismo, en particular con el Bloque Cacique Nutibara.
“La operación Orión es otra diáfana muestra de este entramado de relaciones, pues constituyó una operación concertada entre el Ejército Nacional al mando del General Mario Montoya Uribe, la Policía Nacional al mando del General Leonardo Gallego Castrillón y el Bloque Cacique Nutibara, al mando de Diego Fernando Murillo Bejarano”, según una sentencia del Tribunal Superior de Medellín.
Después de 22 años, La Escombrera, en la que desde hace tiempos se dijo que habían arrojado a detenidos en la citada operación, y también a gentes que nada tenían que ver con las partes en conflicto, comienza a mostrar en sus entrañas que sí hubo desaparecidos, que las madres de algunos de ellos, que siempre han estado con la esperanza viva y la palabra activa, tenían razón y no eran ningunas “locas”, como las señalaron desalmados dirigentes politiqueros.
“El día que la tierra colombiana empiece a vomitar sus muertos, esto quizá pueda cambiar”, dijo en una entrevista José Saramago, en 2007. Y aunque los muertos de La Escombrera están bien muertos, el hallazgo de sus restos ya es una revelación, una luz, quizá una epifanía que anuncia que algún día habrá de impartirse justicia y los culpables de tantas ignominias deberán pagar sus crímenes.
Es inaudito cómo el presidente de entonces sale ahora a hacer campaña electoral en torno a La Escombrera, en una acción que lo hunde más en el fango del oprobio. Él, que se ufana de haber dado la orden, no podrá ocultar que en aquella operación hubo no solo anomalías sino todo un criminal proyecto de exterminio y violación de derechos humanos.
Hubo un paramilitar, Fabio Orión, del Bloque Cacique Nutibara, encargado, en los principios de este siglo, de eliminar milicianos y otros sujetos en la zona nororiental de Medellín. En el aire sigue flotando una pregunta: ¿qué tuvo que ver ese nombre con el de la Operación Orión?