Puede ser que mientras más años se cumplen, sean menos las creencias, nulas las esperanzas sociales y económicas, y también políticas, en un “futuro mejor”, y que cada vez sea más prominente el crecimiento del escepticismo. Recuerdo, sobre todo en el ámbito del periodismo, a Saramago cuando decía que había que sospechar de todo. Una de las caídas más vertiginosas que se han notado en el país en los últimos tiempos es, precisamente, la de los medios de comunicación.
Pero, a su vez, la credibilidad es cero en cuanto a los dirigentes (¿?) políticos, tanto de derecha, de izquierda, norte, sur, centro, medio centro, extrema diestra y extrema siniestra, y cualesquiera otros matices, colorines, pinceladas y grafitis. Puede ser que sea saludable tornarse un descreído no solo en religiones, que han pasado todo su tiempo, ya con milenios encima, divulgando engañifas, prometiendo falsos paraísos (el infierno somos nosotros, pero también, como decía Sartre en la obra A puerta cerrada, el infierno son los demás) y manipulando rebaños.
Nos agotamos de los paraísos perdidos, de las promesas vanas, de los discursos futuristas. Podemos hacer “cadáveres exquisitos” con los programas de gobierno, con los mandamientos incumplidos, con la charlatanería de derechistas de verdad y de pseudoizquierdistas, y el resultado no será ninguna obra maestra, sino una letrina gigantesca. O quizá una alcantarilla rota cuyos desperdicios y hedores inundan ciudades, veredas, montes, costas, valles y llanuras.
Claro que debido a la creciente reducción del sentido crítico y al aumento de los dogmatismos, la voz del poderoso, o del presidente, o del mandamás, o del banquero, o del representante del imperio, en fin, es palabra divina, es una manera de lo incuestionable. Se ve por aquí y por allá. Te quieren sin voz altanera, desean solo tu silencio cómplice o, quizá, tu miedo para que seas uno más de los vencidos o de los domesticados.
Y a qué vienen estas “matracas”, tan cansonas como las de un viernes santo, se preguntará con razón el lector. Acaso porque una señora, que hace parte del sistema, cualquier vaina que esto signifique, se disfrazaba de periodista para hacer propaganda desde los tiempos aquellos del viejo “mesías”, y ahora (digamos que la asiste el derecho, ni más faltaba) se ha decidido a ser candidata presidencial, en una suerte de zarzuela barata, que es, además, en lo que se ha convertido el país desde hace rato.
O acaso porque sigue sucediendo, como en la ya clásica obra del príncipe Fabrizio de Salina, que todo cambia, pero al fin de cuentas el tal cambio es para que todo siga igual. Los tiempos del gatopardismo no han terminado. Es más, puede que se prolonguen hasta “el fin de los tiempos”. Decía que hace rato, póngale desde los días del Frente Nacional, pero, dando un salto circense, o una “vuelta canela” de monja, desde los años de los dos gobiernos de Uribe, el del “embrujo autoritario”, cuando muchos “medios de comunicación” eran un apéndice del poder, una sucursal de la Casa de Nariño, los tales medios ya eran toda una miscelánea de intoxicación e indigestión.
La credibilidad de casi todos, por no meterlos en un mismo costal a la totalidad, cayó en picada. Y unos y otros, con su oficialismo, con un lacayismo vergonzoso, al servicio de las mentiras del poder, fueron perdiendo no solo audiencia sino su capital, aquel que decían en los manuales de estilo y redacción, de ética, que era el de buscar y decir la verdad.
Y si en los tiempos del señor de los “falsos positivos” hubo prensas lambonas, que se prosternaban ante el “príncipe”, de aquellos tiempos a hoy no es que haya cambiado mucho el tablado. Mienten unos y otros. Los que despliegan las presuntas banderas opositoras como los que avalan y entiban, desde los medios oficiales o pro gubernamentales, a quien hoy oficia como otra suerte de “redentor”.
Y volviendo al autor de Ensayo sobre la ceguera, dejó sentencias, desde luego discutibles, como todo, sobre el periodismo y los periodistas. El periodista, dijo, “es como un camaleón que tiene que disfrazar lo que piensa por el color del medio donde trabaja. En realidad le gustaría no tener opinión alguna para que fuera menos doloroso tener que cambiar sus ideas por las de otros”.
Lo cierto (bueno, quién sabe, todo hay que someterlo a juicio) es que vivimos en tiempos de la mentira, de la vulgaridad, de lo superficial como si se tratara de un enorme logro de la racionalidad, en un mundo de apariencias. Hoy la máxima estética, el alcance más emblemático de la “posmodernidad” líquida es la “reguetonería”. Política a lo reguetón. Economía con ese empobrecido ritmo, con esas mismas desechables letras.
Por supuesto, todo esto es con beneficio de inventario, porque, para no dejar botado el discurso de Saramago, el escritor también decía de los “opinólogos” o columnistas: “¿Qué derecho tiene un señor o señora de creer que por escribir una columna tenemos que creer que es verdad lo que dice?”. Lo dicho: hay que sospechar de todo. Eso ayuda a respirar.
Puede ser que mientras más años se cumplen, sean menos las creencias, nulas las esperanzas sociales y económicas, y también políticas, en un “futuro mejor”, y que cada vez sea más prominente el crecimiento del escepticismo. Recuerdo, sobre todo en el ámbito del periodismo, a Saramago cuando decía que había que sospechar de todo. Una de las caídas más vertiginosas que se han notado en el país en los últimos tiempos es, precisamente, la de los medios de comunicación.
Pero, a su vez, la credibilidad es cero en cuanto a los dirigentes (¿?) políticos, tanto de derecha, de izquierda, norte, sur, centro, medio centro, extrema diestra y extrema siniestra, y cualesquiera otros matices, colorines, pinceladas y grafitis. Puede ser que sea saludable tornarse un descreído no solo en religiones, que han pasado todo su tiempo, ya con milenios encima, divulgando engañifas, prometiendo falsos paraísos (el infierno somos nosotros, pero también, como decía Sartre en la obra A puerta cerrada, el infierno son los demás) y manipulando rebaños.
Nos agotamos de los paraísos perdidos, de las promesas vanas, de los discursos futuristas. Podemos hacer “cadáveres exquisitos” con los programas de gobierno, con los mandamientos incumplidos, con la charlatanería de derechistas de verdad y de pseudoizquierdistas, y el resultado no será ninguna obra maestra, sino una letrina gigantesca. O quizá una alcantarilla rota cuyos desperdicios y hedores inundan ciudades, veredas, montes, costas, valles y llanuras.
Claro que debido a la creciente reducción del sentido crítico y al aumento de los dogmatismos, la voz del poderoso, o del presidente, o del mandamás, o del banquero, o del representante del imperio, en fin, es palabra divina, es una manera de lo incuestionable. Se ve por aquí y por allá. Te quieren sin voz altanera, desean solo tu silencio cómplice o, quizá, tu miedo para que seas uno más de los vencidos o de los domesticados.
Y a qué vienen estas “matracas”, tan cansonas como las de un viernes santo, se preguntará con razón el lector. Acaso porque una señora, que hace parte del sistema, cualquier vaina que esto signifique, se disfrazaba de periodista para hacer propaganda desde los tiempos aquellos del viejo “mesías”, y ahora (digamos que la asiste el derecho, ni más faltaba) se ha decidido a ser candidata presidencial, en una suerte de zarzuela barata, que es, además, en lo que se ha convertido el país desde hace rato.
O acaso porque sigue sucediendo, como en la ya clásica obra del príncipe Fabrizio de Salina, que todo cambia, pero al fin de cuentas el tal cambio es para que todo siga igual. Los tiempos del gatopardismo no han terminado. Es más, puede que se prolonguen hasta “el fin de los tiempos”. Decía que hace rato, póngale desde los días del Frente Nacional, pero, dando un salto circense, o una “vuelta canela” de monja, desde los años de los dos gobiernos de Uribe, el del “embrujo autoritario”, cuando muchos “medios de comunicación” eran un apéndice del poder, una sucursal de la Casa de Nariño, los tales medios ya eran toda una miscelánea de intoxicación e indigestión.
La credibilidad de casi todos, por no meterlos en un mismo costal a la totalidad, cayó en picada. Y unos y otros, con su oficialismo, con un lacayismo vergonzoso, al servicio de las mentiras del poder, fueron perdiendo no solo audiencia sino su capital, aquel que decían en los manuales de estilo y redacción, de ética, que era el de buscar y decir la verdad.
Y si en los tiempos del señor de los “falsos positivos” hubo prensas lambonas, que se prosternaban ante el “príncipe”, de aquellos tiempos a hoy no es que haya cambiado mucho el tablado. Mienten unos y otros. Los que despliegan las presuntas banderas opositoras como los que avalan y entiban, desde los medios oficiales o pro gubernamentales, a quien hoy oficia como otra suerte de “redentor”.
Y volviendo al autor de Ensayo sobre la ceguera, dejó sentencias, desde luego discutibles, como todo, sobre el periodismo y los periodistas. El periodista, dijo, “es como un camaleón que tiene que disfrazar lo que piensa por el color del medio donde trabaja. En realidad le gustaría no tener opinión alguna para que fuera menos doloroso tener que cambiar sus ideas por las de otros”.
Lo cierto (bueno, quién sabe, todo hay que someterlo a juicio) es que vivimos en tiempos de la mentira, de la vulgaridad, de lo superficial como si se tratara de un enorme logro de la racionalidad, en un mundo de apariencias. Hoy la máxima estética, el alcance más emblemático de la “posmodernidad” líquida es la “reguetonería”. Política a lo reguetón. Economía con ese empobrecido ritmo, con esas mismas desechables letras.
Por supuesto, todo esto es con beneficio de inventario, porque, para no dejar botado el discurso de Saramago, el escritor también decía de los “opinólogos” o columnistas: “¿Qué derecho tiene un señor o señora de creer que por escribir una columna tenemos que creer que es verdad lo que dice?”. Lo dicho: hay que sospechar de todo. Eso ayuda a respirar.