Hemos sido un país de malos olores, en particular aquellos que tienen que ver con la política o, con más exactitud, la cochinísima politiquería, que campea desde tiempos inmemoriales en Colombia. Esta modalidad, que no es solo, claro, de nuestra cuerda de despropósitos, tiene vestiduras (e investiduras) de distintos colores, y atraviesa todos los puntos cardinales. Politiquería de derecha, centro, norte, sur, izquierda, semi-izquierda, semiderecha, y una cantidad casi infinita de matices.
Es un mal que tiene memoria, pero que se olvida con avidez. Y puede, además, llamarse como es en esencia: oportunismo. Que ya es inveterado. Es, digo, de antigua data, y ha infectado incluso a movimientos, grupos, grupúsculos y banderías que se han autodenominado como liberadores, como opuestos a la ideología tradicional, dominante, la que ha cabalgado por todas las llanuras y montañas, playas y valles.
El de más ruindades podría ser aquel que se autonombra alternativo, izquierdoso, que en otros días pudo haber proclamado luchas armadas (algunos ni siquiera se proponían la toma del poder y eran una caricatura de boy scouts), y otros, que cambian de ropajes (recordar que la mona aunque de seda se vista…) para impresionar incautos, o para seducirlos con peroratas demagógicas, o seudopatrióticas, en fin, y van mellando con sus envolturas de “revolucionarios” el sentido crítico de sus adeptos y otros conmilitones.
Así, desde los ya casi extintos partidos tradicionales, conservatismo-liberalismo, hasta otros que se perfilaron como populares, al servicio de los intereses de la gente, etcétera, tienen en su ADN la apelación a la engañifa, como pasó, ya hace años, con el que entonces se denominó el “tercer partido”, en los días oscuros del Frente Nacional, llamado la Anapo, creado por el bufonesco exdictador Gustavo Rojas Pinilla. Se hablaba entonces de un “socialismo de la yuca” y otros ingredientes de sancocho.
Y esa politiquería de antigua usanza ha tenido diversas truculencias y señuelos para captar simpatías, utilizar a la gente, casi toda atravesada por miserias sin fin y otras desventuras, que se tornan “carne de cañón” de los asaltantes de la política. Los más tradicionales, léase las viejas estructuras ideológicas de la oligarquía, no desdeñaron los mecanismos del “todo vale”, y así oscilaron en el péndulo de los fraudes electorales (ah, y ni hablar del implacable y horroroso ejercicio de la violencia), de la compra de votos y de una larguísima colección de maniobras antidemocráticas.
Un somero repaso nos mostraría una cadena de “mermeladas”, trampas, tráfico de influencias, sobornos, favoritismos, abusos de poder, clientelismo, compra de “conciencias” (también venta de las mismas), como ocurrió, así como para recordar de rapidez, con el famoso “articulito” de la reelección del “señor de las sombras”. Unos, como el gobierno de Turbay Ayala, limitaron hasta casi desaparecerlas las libertades públicas e individuales; otros, como uno que en un principio se disfrazó de revolucionario, con un movimiento liberal de pacotilla, recibió, por su mandato de hambre y represión, el rechazo del país en una gigantesca huelga general o paro cívico nacional en 1977.
Y de pronto, la corrupción se erigió en “virtud” de gamonales y otras especies malévolas. El “todo vale” galopó a su antojo hasta camuflarse en el palacio presidencial, en el congreso, en el resto de cuerpos colegiados, en la justicia, en los presuntos organismos de control… Y el virus se transmitió, como decíamos al principio, a los que se presentaron como una alternativa de cambio. El oportunismo, en general, es uno en el discurso y otro en la práctica. Y parece enconcharse, estar sordo a las críticas, porque también convalida aquello de “quien no está conmigo está contra mí”.
Así que naturalizando el “todo vale”, vale la corruptela, vale apoyarse en la politiquería, en métodos mafiosos, en presentar al “príncipe” como un creador de una presunta utopía (en este punto se podría reír o llorar) y solo esta condición mesiánica lo vuelve inmune a los cuestionamientos. No se vale, en todo caso, tocar al que en apariencia está transformando el viejo establecimiento, pero, en esencia, solo es “más de lo mismo”.
Y cuando decimos “más de lo mismo” es porque, pese a los discursos, a las retóricas sonoras y trajeadas de “transformación”, lo que se aprecia es la continuación de las viejas dependencias, la sumisión frente al patrón imperialista, la obediencia a los dictados de los organismos financieros internacionales… La entibación de un país sojuzgado por poderes foráneos. Pero —ojo pues— cuidadito con cuestionar al “ser supremo”, anuncian los turiferarios.
Jorge Eliécer Gaitán, que era antiimperialista, advirtió que en Colombia había sino dos fuerzas: el pueblo y la oligarquía. Esta última, que sigue campeando a sus anchas, no ha sido en esencia tocada en sus intereses, y por el contrario continúa en el poder, sin afectarse en su desdén por los humillados y despojados del país. El “todo vale” lo contaminó todo, incluidos los presuntos agentes del cambio de las estructuras y superestructuras. Pese a todo, o precisamente por ello, la utopía (o la necesidad de una revolución social) está vigente.
Hemos sido un país de malos olores, en particular aquellos que tienen que ver con la política o, con más exactitud, la cochinísima politiquería, que campea desde tiempos inmemoriales en Colombia. Esta modalidad, que no es solo, claro, de nuestra cuerda de despropósitos, tiene vestiduras (e investiduras) de distintos colores, y atraviesa todos los puntos cardinales. Politiquería de derecha, centro, norte, sur, izquierda, semi-izquierda, semiderecha, y una cantidad casi infinita de matices.
Es un mal que tiene memoria, pero que se olvida con avidez. Y puede, además, llamarse como es en esencia: oportunismo. Que ya es inveterado. Es, digo, de antigua data, y ha infectado incluso a movimientos, grupos, grupúsculos y banderías que se han autodenominado como liberadores, como opuestos a la ideología tradicional, dominante, la que ha cabalgado por todas las llanuras y montañas, playas y valles.
El de más ruindades podría ser aquel que se autonombra alternativo, izquierdoso, que en otros días pudo haber proclamado luchas armadas (algunos ni siquiera se proponían la toma del poder y eran una caricatura de boy scouts), y otros, que cambian de ropajes (recordar que la mona aunque de seda se vista…) para impresionar incautos, o para seducirlos con peroratas demagógicas, o seudopatrióticas, en fin, y van mellando con sus envolturas de “revolucionarios” el sentido crítico de sus adeptos y otros conmilitones.
Así, desde los ya casi extintos partidos tradicionales, conservatismo-liberalismo, hasta otros que se perfilaron como populares, al servicio de los intereses de la gente, etcétera, tienen en su ADN la apelación a la engañifa, como pasó, ya hace años, con el que entonces se denominó el “tercer partido”, en los días oscuros del Frente Nacional, llamado la Anapo, creado por el bufonesco exdictador Gustavo Rojas Pinilla. Se hablaba entonces de un “socialismo de la yuca” y otros ingredientes de sancocho.
Y esa politiquería de antigua usanza ha tenido diversas truculencias y señuelos para captar simpatías, utilizar a la gente, casi toda atravesada por miserias sin fin y otras desventuras, que se tornan “carne de cañón” de los asaltantes de la política. Los más tradicionales, léase las viejas estructuras ideológicas de la oligarquía, no desdeñaron los mecanismos del “todo vale”, y así oscilaron en el péndulo de los fraudes electorales (ah, y ni hablar del implacable y horroroso ejercicio de la violencia), de la compra de votos y de una larguísima colección de maniobras antidemocráticas.
Un somero repaso nos mostraría una cadena de “mermeladas”, trampas, tráfico de influencias, sobornos, favoritismos, abusos de poder, clientelismo, compra de “conciencias” (también venta de las mismas), como ocurrió, así como para recordar de rapidez, con el famoso “articulito” de la reelección del “señor de las sombras”. Unos, como el gobierno de Turbay Ayala, limitaron hasta casi desaparecerlas las libertades públicas e individuales; otros, como uno que en un principio se disfrazó de revolucionario, con un movimiento liberal de pacotilla, recibió, por su mandato de hambre y represión, el rechazo del país en una gigantesca huelga general o paro cívico nacional en 1977.
Y de pronto, la corrupción se erigió en “virtud” de gamonales y otras especies malévolas. El “todo vale” galopó a su antojo hasta camuflarse en el palacio presidencial, en el congreso, en el resto de cuerpos colegiados, en la justicia, en los presuntos organismos de control… Y el virus se transmitió, como decíamos al principio, a los que se presentaron como una alternativa de cambio. El oportunismo, en general, es uno en el discurso y otro en la práctica. Y parece enconcharse, estar sordo a las críticas, porque también convalida aquello de “quien no está conmigo está contra mí”.
Así que naturalizando el “todo vale”, vale la corruptela, vale apoyarse en la politiquería, en métodos mafiosos, en presentar al “príncipe” como un creador de una presunta utopía (en este punto se podría reír o llorar) y solo esta condición mesiánica lo vuelve inmune a los cuestionamientos. No se vale, en todo caso, tocar al que en apariencia está transformando el viejo establecimiento, pero, en esencia, solo es “más de lo mismo”.
Y cuando decimos “más de lo mismo” es porque, pese a los discursos, a las retóricas sonoras y trajeadas de “transformación”, lo que se aprecia es la continuación de las viejas dependencias, la sumisión frente al patrón imperialista, la obediencia a los dictados de los organismos financieros internacionales… La entibación de un país sojuzgado por poderes foráneos. Pero —ojo pues— cuidadito con cuestionar al “ser supremo”, anuncian los turiferarios.
Jorge Eliécer Gaitán, que era antiimperialista, advirtió que en Colombia había sino dos fuerzas: el pueblo y la oligarquía. Esta última, que sigue campeando a sus anchas, no ha sido en esencia tocada en sus intereses, y por el contrario continúa en el poder, sin afectarse en su desdén por los humillados y despojados del país. El “todo vale” lo contaminó todo, incluidos los presuntos agentes del cambio de las estructuras y superestructuras. Pese a todo, o precisamente por ello, la utopía (o la necesidad de una revolución social) está vigente.