En la fría Tunja, y muy enruanado, vieron caminar a Adolf Hitler en 1954, hasta fotografía le tomaron, y después, por asuntos de salud, pobrecito, lo curiosearon en los termales de Paipa. Se cuenta incluso que Laureano Gómez, falangista de ley hasta cuando tuvo que prosternarse a los Estados Unidos, uno de los ganadores de la Segunda Guerra, le tributó homenajes al Führer. Los “Leopardos”, buenos oradores greco-quimbaya-caldenses, eran simpatizantes del nazismo.
Laureano, para “lamberle” a los gringos, les armó y envió a Corea el batallón Colombia. Y así borró, o eso creyó, su pasado de simpatías por la falange española y la esvástica germana. En Medellín, en los años de la Segunda Guerra, con numerosa presencia de simpatizantes nazis, el Detective 100 reportó que en el Banco Alemán-Antioqueño, gerenciado por Reinhard Gundlach y cónsul alemán en esta ciudad, había distribución de propaganda nazi y una red militante que incluía farmaceutas y algunos cerveceros.
“Al llegar la propaganda al Banco, el señor Gundlach obliga a sus subalternos a leerla, comentarla y celebrarla y luego es enviada al señor Adolfo Stober, Jefe de propaganda y quien se ocupa de la representación de casas alemanas fabricantes de productos farmacéuticos. El señor Stober se encarga luego, por sí mismo y por medio de sus agentes y de la colonia nazi, de repartirla entre sus adeptos y entre sus posibles seguidores, a quienes van ganando con una habilidad asombrosa”, apunta el Detective 100, según se narra en “Una colectividad honorablemente sospechosa:
Los alemanes, Colombia y la Segunda Guerra Mundial”, tesis doctoral de Lorena Cardona González.
El fantasma de Hitler (algunos aseguran que no murió en Berlín en 1945, sino que escapó y viajó a Sudamérica) ha concretado su ominosa materialidad en movimientos neonazis, racistas y defensores del genocidio. Es inconcebible que haya, como existen, por ejemplo en Colombia, adoradores de un perpetrador de crímenes de lesa humanidad.
Lo acaecido en la Escuela de Policía de Tuluá no es solo una demostración de insólitos afectos por un sistema político de horrores, que condujo a la humanidad a una destrucción como nunca antes se había visto en la historia, sino un síntoma de la crasa ignorancia de los miembros de esa institución. Y, como diría un francés, más que una arbitrariedad, se trató de una estupidez, que tiene tanta historia como la maldad.
Esa atrabiliaria puesta en escena, de representar a Hitler y su perro, ornar el ambiente con esvásticas y cruces de hierro, con símbolos de las espantosas SS y la Gestapo, y aun de la destructora aviación del Führer (la Luftwaffe), en una intolerable apología a los nazis, es toda una expresión de cuán desconocedores de la historia, de la memoria, son los cuerpos policiales y militares. Y apenas es una derivación de la vulgaridad del mindefensa, que hace poco, en visita a Israel, declaró enemigo a Irán, así, sin dársele nada, y quizá en una zalamería de subdesarrollado (que de eso sí saben los funcionarios de este régimen) con el gobierno de Tel Aviv.
Y qué más se puede esperar cuando, por ejemplo, se invita a adoctrinar a los militares colombianos a un ideólogo neonazi, como el chileno Alexis López, con su “revolución molecular disipada”; o cuando las vergonzosas actitudes promovidas por dirigentes de la ultraderecha son las de “bala es lo que hay y plomo es lo que viene”. O con discursos de seguridad que amparan la criminalidad estatal con los “falsos positivos”.
Durante el gobierno Duque, que ha despertado numerosas antipatías en la mayoría de colombianos, las fuerzas policiales y militares han escalado en las cúspides de la ignominia y los escándalos. En un país donde a menudo se asesinan líderes sociales, ambientalistas, manifestantes, se criminaliza la protesta y se esgrime el macartismo desde las esferas de poder, la llamada fuerza pública ha rodado a los abismos de la descomposición.
Violaciones a niñas indígenas, asesinatos de manifestantes (por ejemplo, el de Javier Ordóñez, el de Dilan Cruz), entre otros desafueros, han teñido de infamia las actuaciones de estos cuerpos de seguridad y vigilancia. Lo sucedido en Tuluá, indicio del atraso educativo y mental de los que mandan y de los mandados, es una grave apología al genocidio. Sí, a una doctrina y un ejercicio de la barbarie y la destrucción, como fue el nazismo.
Si iban a homenajear a Alemania, tierra de científicos y trabajadores, de músicos y escritores, de poetas y filósofos, de arquitectos y cineastas, cómo van a escoger para una “actividad cultural” y de “pedagogía”, de internacionalización, a lo peor que ha dado ese país. Con razón, tras el irracional episodio, la gente recordó el dicho aquel: “Para ser policía solo se necesitan dos fotos y ser un absoluto ignorante”.
Al revés de la novela de Timur Vermes, Hitler ha despertado en Tuluá y no en Berlín, en un país donde hace años lo vieron andando de ruana en la histórica ciudad de Tunja.
En la fría Tunja, y muy enruanado, vieron caminar a Adolf Hitler en 1954, hasta fotografía le tomaron, y después, por asuntos de salud, pobrecito, lo curiosearon en los termales de Paipa. Se cuenta incluso que Laureano Gómez, falangista de ley hasta cuando tuvo que prosternarse a los Estados Unidos, uno de los ganadores de la Segunda Guerra, le tributó homenajes al Führer. Los “Leopardos”, buenos oradores greco-quimbaya-caldenses, eran simpatizantes del nazismo.
Laureano, para “lamberle” a los gringos, les armó y envió a Corea el batallón Colombia. Y así borró, o eso creyó, su pasado de simpatías por la falange española y la esvástica germana. En Medellín, en los años de la Segunda Guerra, con numerosa presencia de simpatizantes nazis, el Detective 100 reportó que en el Banco Alemán-Antioqueño, gerenciado por Reinhard Gundlach y cónsul alemán en esta ciudad, había distribución de propaganda nazi y una red militante que incluía farmaceutas y algunos cerveceros.
“Al llegar la propaganda al Banco, el señor Gundlach obliga a sus subalternos a leerla, comentarla y celebrarla y luego es enviada al señor Adolfo Stober, Jefe de propaganda y quien se ocupa de la representación de casas alemanas fabricantes de productos farmacéuticos. El señor Stober se encarga luego, por sí mismo y por medio de sus agentes y de la colonia nazi, de repartirla entre sus adeptos y entre sus posibles seguidores, a quienes van ganando con una habilidad asombrosa”, apunta el Detective 100, según se narra en “Una colectividad honorablemente sospechosa:
Los alemanes, Colombia y la Segunda Guerra Mundial”, tesis doctoral de Lorena Cardona González.
El fantasma de Hitler (algunos aseguran que no murió en Berlín en 1945, sino que escapó y viajó a Sudamérica) ha concretado su ominosa materialidad en movimientos neonazis, racistas y defensores del genocidio. Es inconcebible que haya, como existen, por ejemplo en Colombia, adoradores de un perpetrador de crímenes de lesa humanidad.
Lo acaecido en la Escuela de Policía de Tuluá no es solo una demostración de insólitos afectos por un sistema político de horrores, que condujo a la humanidad a una destrucción como nunca antes se había visto en la historia, sino un síntoma de la crasa ignorancia de los miembros de esa institución. Y, como diría un francés, más que una arbitrariedad, se trató de una estupidez, que tiene tanta historia como la maldad.
Esa atrabiliaria puesta en escena, de representar a Hitler y su perro, ornar el ambiente con esvásticas y cruces de hierro, con símbolos de las espantosas SS y la Gestapo, y aun de la destructora aviación del Führer (la Luftwaffe), en una intolerable apología a los nazis, es toda una expresión de cuán desconocedores de la historia, de la memoria, son los cuerpos policiales y militares. Y apenas es una derivación de la vulgaridad del mindefensa, que hace poco, en visita a Israel, declaró enemigo a Irán, así, sin dársele nada, y quizá en una zalamería de subdesarrollado (que de eso sí saben los funcionarios de este régimen) con el gobierno de Tel Aviv.
Y qué más se puede esperar cuando, por ejemplo, se invita a adoctrinar a los militares colombianos a un ideólogo neonazi, como el chileno Alexis López, con su “revolución molecular disipada”; o cuando las vergonzosas actitudes promovidas por dirigentes de la ultraderecha son las de “bala es lo que hay y plomo es lo que viene”. O con discursos de seguridad que amparan la criminalidad estatal con los “falsos positivos”.
Durante el gobierno Duque, que ha despertado numerosas antipatías en la mayoría de colombianos, las fuerzas policiales y militares han escalado en las cúspides de la ignominia y los escándalos. En un país donde a menudo se asesinan líderes sociales, ambientalistas, manifestantes, se criminaliza la protesta y se esgrime el macartismo desde las esferas de poder, la llamada fuerza pública ha rodado a los abismos de la descomposición.
Violaciones a niñas indígenas, asesinatos de manifestantes (por ejemplo, el de Javier Ordóñez, el de Dilan Cruz), entre otros desafueros, han teñido de infamia las actuaciones de estos cuerpos de seguridad y vigilancia. Lo sucedido en Tuluá, indicio del atraso educativo y mental de los que mandan y de los mandados, es una grave apología al genocidio. Sí, a una doctrina y un ejercicio de la barbarie y la destrucción, como fue el nazismo.
Si iban a homenajear a Alemania, tierra de científicos y trabajadores, de músicos y escritores, de poetas y filósofos, de arquitectos y cineastas, cómo van a escoger para una “actividad cultural” y de “pedagogía”, de internacionalización, a lo peor que ha dado ese país. Con razón, tras el irracional episodio, la gente recordó el dicho aquel: “Para ser policía solo se necesitan dos fotos y ser un absoluto ignorante”.
Al revés de la novela de Timur Vermes, Hitler ha despertado en Tuluá y no en Berlín, en un país donde hace años lo vieron andando de ruana en la histórica ciudad de Tunja.