Cuatrocientas señoritas, tejedoras, urdidoras, rebeldes ellas, unas adolescentes, otras en la niñez, algunas ya “mayorcitas”, pasaron a la historia de Colombia como las protagonistas de la primera huelga en el país, al despuntar los llamados “años locos y felices”. Estrenaron la reciente ley, la 78 de noviembre de 1919, que consignaba el derecho a la huelga, en tiempos en que artesanos (sastres, zapateros), braceros, mineros, ferroviarios ya habían alzado su voz de protesta y realizado paros contra diversos atropellos laborales.
Pero fueron las trabajadoras de la Fábrica de Tejidos de Bello (tuvo otras razones sociales) las que, con su huelga de veintiún días (empezó el 12 de febrero de 1920) quedaron inscritas en la historia de la dignidad y de las lides proletarias. Betsabé Espinal, su máxima dirigente, era una “negrita avispada”, bonita ella, hija “natural” de Celsa Julia Espinal, de tremendo carácter y personalidad para poner en sitio a los dueños de la factoría y a tres “capataces”, chantajistas y perseguidores de obreras.
Las muchachas de la textilera (primera fábrica del ramo fundada en el Valle de Aburrá) se soliviantaron contra la tiranía del gerente Emilio Restrepo Callejas, alias Paila, del cual, años antes del formidable estallido de la huelga, se había quejado Carlos E. Restrepo (otro accionista de la empresa) por su autoritarismo y arrogancia, y contra las maniobras groseras de tres capataces a los que ellas habían bautizado como “caciques”.
La rebelión de las “purísimas virgencitas” obedeció, también, a otros desafueros, como las largas jornadas de trabajo (“de sol a sol”) y la prohibición de trabajar calzadas, en tiempos en que ya los discursos higienistas promulgaban la necesidad de zapatos en la prevención de enfermedades, y cuando, por ejemplo, en Medellín ya había fábricas de tales prendas, como la llamada Rey Sol. El extraño estallido de una huelga, además de obreras “puras y castas” (la factoría también empleaba a cerca de cien obreros, muchos de los cuales actuaron como esquiroles), convocó el “cubrimiento” de periódicos y revistas, como la solidaridad de amplios sectores de la población.
Reporteros de El Espectador (como el llamado El curioso impertinente), El Luchador (periódico socialista), El Correo Liberal, La Defensa, El Social y otros, “cubrieron” el insólito acontecimiento, en tiempos de impulso ideológico eclesiástico del “modelo mariano” y de “reinas del hogar”, como de otras designaciones en que, en todo caso, jamás se pensó que pudieran acometer una tarea descomunal como una huelga; además, de señoritas. Porque era una exigencia patronal que no fueran casadas y, menos aún, madres solteras. Eran aquellas cuatrocientas mujeres las “puras virgencitas rebeldes”.
Betsabé, erigida por su labia y su coraje como la gran jefa, la “justicia hecha mujer”, la “diosa de la libertad” y otros apelativos dados por los periodistas, alcanzó dimensiones colosales para que la denominaran la “Juana de Arco” colombiana. Betsabé, cuya madre, enloquecida, murió años después en el manicomio, se irguió como símbolo de una gesta descomunal para entonces. Allanó caminos imposibles. Y como mujer-antorcha, mujer-faro, rompió las tinieblas en que mantenían a los trabajadores los discursos eclesiales y los de los dueños de fábricas.
Las muchachas de Bello, con su cabecilla indómita, con su suerte de Policarpa obrera, escalaron la historia. Las “esclavas rebeldes y altivas, prófugas de la ergástula de don Emilio Restrepo” (así las calificó un escritor de El Luchador), batieron en franca lid a los dueños de la empresa y, en veintiún días de huelga, arrancaron reivindicaciones como la de echar de la fábrica a los “tres capataces esclavizadores” y acosadores. Hay, fuera de Betsabé, otras protagonistas, como Trina Tamayo, Adelina González, Carmen Agudelo, Teresa Piedrahita… todas “heroicas y viriles mujeres de Bello”, tal cual las calificó El Espectador.
Tras la histórica huelga de señoritas vino la invisibilización de aquella justa y, en particular, de Betsabé Espinal. Sobre estas mujeres que se resistieron a ser “mansas ovejas”, el olvido estuvo medrando durante mucho tiempo. Después, en especial a fines de la década del setenta, aparecieron rastreos y pesquisas y un inusitado interés por activar la memoria sobre aquellas mujeres que rompieron tutelajes y pastoreos.
Hace años, conocí en Bello una de las huelguistas, compañera de Betsabé. Me contó entonces que aquella extraordinaria líder, de la cual poco o nada se volvió a saber tras la “huelga de señoritas”, había muerto en Medellín, en su casa, ahorcada por su abundosa melena. Era un final heroico y romántico (eso lo cuento en mi novela Betsabé y Betsabé, publicada por la UPB). No fue así. El final también fue trágico, pero de otra manera.
Hace poco pasé por la casa en la que murió Betsabé Espinal, en el barrio Las Palmas, de Medellín. Faltaban unos días para cumplirse los noventa años de su muerte accidental. Nada en esa residencia de esquina recordaba a la legendaria muchacha que a los 23 años se elevó a los altares de la historia. Murió electrocutada por alambres de la luz, el 16 de noviembre de 1932.
Cuatrocientas señoritas, tejedoras, urdidoras, rebeldes ellas, unas adolescentes, otras en la niñez, algunas ya “mayorcitas”, pasaron a la historia de Colombia como las protagonistas de la primera huelga en el país, al despuntar los llamados “años locos y felices”. Estrenaron la reciente ley, la 78 de noviembre de 1919, que consignaba el derecho a la huelga, en tiempos en que artesanos (sastres, zapateros), braceros, mineros, ferroviarios ya habían alzado su voz de protesta y realizado paros contra diversos atropellos laborales.
Pero fueron las trabajadoras de la Fábrica de Tejidos de Bello (tuvo otras razones sociales) las que, con su huelga de veintiún días (empezó el 12 de febrero de 1920) quedaron inscritas en la historia de la dignidad y de las lides proletarias. Betsabé Espinal, su máxima dirigente, era una “negrita avispada”, bonita ella, hija “natural” de Celsa Julia Espinal, de tremendo carácter y personalidad para poner en sitio a los dueños de la factoría y a tres “capataces”, chantajistas y perseguidores de obreras.
Las muchachas de la textilera (primera fábrica del ramo fundada en el Valle de Aburrá) se soliviantaron contra la tiranía del gerente Emilio Restrepo Callejas, alias Paila, del cual, años antes del formidable estallido de la huelga, se había quejado Carlos E. Restrepo (otro accionista de la empresa) por su autoritarismo y arrogancia, y contra las maniobras groseras de tres capataces a los que ellas habían bautizado como “caciques”.
La rebelión de las “purísimas virgencitas” obedeció, también, a otros desafueros, como las largas jornadas de trabajo (“de sol a sol”) y la prohibición de trabajar calzadas, en tiempos en que ya los discursos higienistas promulgaban la necesidad de zapatos en la prevención de enfermedades, y cuando, por ejemplo, en Medellín ya había fábricas de tales prendas, como la llamada Rey Sol. El extraño estallido de una huelga, además de obreras “puras y castas” (la factoría también empleaba a cerca de cien obreros, muchos de los cuales actuaron como esquiroles), convocó el “cubrimiento” de periódicos y revistas, como la solidaridad de amplios sectores de la población.
Reporteros de El Espectador (como el llamado El curioso impertinente), El Luchador (periódico socialista), El Correo Liberal, La Defensa, El Social y otros, “cubrieron” el insólito acontecimiento, en tiempos de impulso ideológico eclesiástico del “modelo mariano” y de “reinas del hogar”, como de otras designaciones en que, en todo caso, jamás se pensó que pudieran acometer una tarea descomunal como una huelga; además, de señoritas. Porque era una exigencia patronal que no fueran casadas y, menos aún, madres solteras. Eran aquellas cuatrocientas mujeres las “puras virgencitas rebeldes”.
Betsabé, erigida por su labia y su coraje como la gran jefa, la “justicia hecha mujer”, la “diosa de la libertad” y otros apelativos dados por los periodistas, alcanzó dimensiones colosales para que la denominaran la “Juana de Arco” colombiana. Betsabé, cuya madre, enloquecida, murió años después en el manicomio, se irguió como símbolo de una gesta descomunal para entonces. Allanó caminos imposibles. Y como mujer-antorcha, mujer-faro, rompió las tinieblas en que mantenían a los trabajadores los discursos eclesiales y los de los dueños de fábricas.
Las muchachas de Bello, con su cabecilla indómita, con su suerte de Policarpa obrera, escalaron la historia. Las “esclavas rebeldes y altivas, prófugas de la ergástula de don Emilio Restrepo” (así las calificó un escritor de El Luchador), batieron en franca lid a los dueños de la empresa y, en veintiún días de huelga, arrancaron reivindicaciones como la de echar de la fábrica a los “tres capataces esclavizadores” y acosadores. Hay, fuera de Betsabé, otras protagonistas, como Trina Tamayo, Adelina González, Carmen Agudelo, Teresa Piedrahita… todas “heroicas y viriles mujeres de Bello”, tal cual las calificó El Espectador.
Tras la histórica huelga de señoritas vino la invisibilización de aquella justa y, en particular, de Betsabé Espinal. Sobre estas mujeres que se resistieron a ser “mansas ovejas”, el olvido estuvo medrando durante mucho tiempo. Después, en especial a fines de la década del setenta, aparecieron rastreos y pesquisas y un inusitado interés por activar la memoria sobre aquellas mujeres que rompieron tutelajes y pastoreos.
Hace años, conocí en Bello una de las huelguistas, compañera de Betsabé. Me contó entonces que aquella extraordinaria líder, de la cual poco o nada se volvió a saber tras la “huelga de señoritas”, había muerto en Medellín, en su casa, ahorcada por su abundosa melena. Era un final heroico y romántico (eso lo cuento en mi novela Betsabé y Betsabé, publicada por la UPB). No fue así. El final también fue trágico, pero de otra manera.
Hace poco pasé por la casa en la que murió Betsabé Espinal, en el barrio Las Palmas, de Medellín. Faltaban unos días para cumplirse los noventa años de su muerte accidental. Nada en esa residencia de esquina recordaba a la legendaria muchacha que a los 23 años se elevó a los altares de la historia. Murió electrocutada por alambres de la luz, el 16 de noviembre de 1932.