Los aniversarios de escritores, músicos, pintores, científicos, teólogos, filósofos y gentes de esa ralea tan necesaria y discordante a veces, nos ponen en sintonía con sus obras, sus defectos y virtudes, sus discursos y aportes a esa mixtura variopinta y desigual que llamamos la humanidad. Este año vamos a conmemorar varias fechas clave de natalicios y muertes de ilustres personajes de la cultura, como Tomás de Aquino, Immanuel Kant, Lord Byron, Joseph Conrad, Truman Capote y Franz Kafka, así como los cumpleaños de tremendas obras como La montaña mágica, de Thomas Mann, y La vorágine, de José Eustasio Rivera, ambas centenarias.
Me parece que el más sonado desde ahora es el centenario de la muerte de uno de los escritores más extraños, alabados, estudiados, leídos, investigados, controvertidos, en fin, del siglo XX y de lo que llevamos de esta centuria: Franz Kafka. Abundan sobre este “introvertido” escritor checo, de lengua alemana, las tesis, los tratados, los ensayos, las aproximaciones, las comparaciones… Hay, por decir lo menos, superávit de tratadistas sobre la vida y obra del que puede ser el más “popular” de los escritores del siglo más sangriento de todos.
Puede ser, por qué no, que haya sido, en esas calendas en la que hubo dos guerras mundiales, una Guerra Fría, guerras civiles, ascensos y caídas de imperios, bombas atómicas, invasiones imperialistas, todo un derramamiento de sangre como jamás la historia lo había visto, un escritor, digo, tan afamado como Los Beatles, que en sus días de gloria y en un arrebato de megalomanía se declararon más populares que el Cristo. Kafka, el misterioso, el anarquista, el atormentado, el cabalista, el que tenía la literatura como una religión, el que no trató bien a ciertas damas (escribió que el combate con las mujeres termina en la cama), el revolucionario, el que en vez de quemar él mismo su obra le encomendó la tarea a su amigo y albacea Max Brod, sí, Kafka, parece un ser de otro mundo.
Tal vez sea el escritor con más exégetas. Lo han visto como un profeta, como el pionero del absurdo, como un anticipador de desgracias y de poderes deshumanizadores. Nieto de carnicero y con un padre comerciante, Kafka se volvió vegetariano para contravenir a su papá, que, al parecer, no era tan despótico como el gran escritor lo muestra en su Carta al padre. Unas memorias de Frantisek Xaver Basik, exempleado de don Hermann Kafka, dicen de este vapuleado señor que era un ser amable y apacible, que mimaba a su hijo y trataba con “guante de seda” a los empleados de su almacén en el centro de Praga.
El mismo Max Brod, en su biografía de Kafka, había dicho del papá del escritor que nunca les dio un azote a sus hijos y proporcionó a Franz la oportunidad de viajar y estudiar en la universidad. Del tal modo, según uno de los especialistas en Kafka, el filólogo alemán Hans-Gerd Koch, Carta al padre es un texto que ofrece datos biográficos, pero es, ante todo, un texto literario de la modernidad.
En el prólogo de Koch a Carta al padre, de la editorial berlinesa Klaus Wagenbach, se dice que Kafka conocía la literatura “antipatriarcal” de su tiempo (como El hijo, de Walter Hasenclever; Parricidio, de Arnolt Bronnens, el poema Padre e hijo, de Franz Werfel). Así que “intentó conjurar, con los medios de la literatura, la figura del padre tiránico de un tiempo ya extinguido. Y eso podría significar que mucho de lo que sabemos de Hermann Kafka a través de la Carta debe ser mirado desde el punto de vista de la ficción”.
Además de vegetariano, y un poco para ir matizando la imagen de “intelectual” que se le ha asignado en multiplicidad de retratos y perfiles, Kafka era un notable jinete, nadador, remero de gran fortaleza, nudista y “mamagallista”. No le gustaba la profesión de abogado y era un simpatizante del anarquismo, en especial de Kropotkin. Tenía contradicciones con el sionismo y sabía de lo innecesarias y alienantes que son las religiones, que, en general, están hechas para obedecer.
El año Kafka es una muy propicia ocasión para seguir leyendo y releyendo a este autor “raro”, que proclamaba victorias en la derrota (como sucede en El buitre) y cuestionaba a la ley, como se advierte en particular en El proceso. La metamorfosis (o La transformación) es una de esas creaciones que marcan un antes y un después en la historia de la literatura. Una revolución. Es como la entrada del siglo XX en la absurdidad, en la destrucción del sujeto, en la negación del hombre. Gregorio Samsa representa a seres a los cuales el trabajo despersonifica, acosa y agrede…
Kafka, el de las pesadillas, el avizorador de tantas miserias humanas, está aquí otra vez; es más, nunca se ha ido. Siempre está llegando. Nos invita a quitarle la máscara al mundo para que (como en uno de sus aforismos), extático, se retuerza ante nosotros.
Los aniversarios de escritores, músicos, pintores, científicos, teólogos, filósofos y gentes de esa ralea tan necesaria y discordante a veces, nos ponen en sintonía con sus obras, sus defectos y virtudes, sus discursos y aportes a esa mixtura variopinta y desigual que llamamos la humanidad. Este año vamos a conmemorar varias fechas clave de natalicios y muertes de ilustres personajes de la cultura, como Tomás de Aquino, Immanuel Kant, Lord Byron, Joseph Conrad, Truman Capote y Franz Kafka, así como los cumpleaños de tremendas obras como La montaña mágica, de Thomas Mann, y La vorágine, de José Eustasio Rivera, ambas centenarias.
Me parece que el más sonado desde ahora es el centenario de la muerte de uno de los escritores más extraños, alabados, estudiados, leídos, investigados, controvertidos, en fin, del siglo XX y de lo que llevamos de esta centuria: Franz Kafka. Abundan sobre este “introvertido” escritor checo, de lengua alemana, las tesis, los tratados, los ensayos, las aproximaciones, las comparaciones… Hay, por decir lo menos, superávit de tratadistas sobre la vida y obra del que puede ser el más “popular” de los escritores del siglo más sangriento de todos.
Puede ser, por qué no, que haya sido, en esas calendas en la que hubo dos guerras mundiales, una Guerra Fría, guerras civiles, ascensos y caídas de imperios, bombas atómicas, invasiones imperialistas, todo un derramamiento de sangre como jamás la historia lo había visto, un escritor, digo, tan afamado como Los Beatles, que en sus días de gloria y en un arrebato de megalomanía se declararon más populares que el Cristo. Kafka, el misterioso, el anarquista, el atormentado, el cabalista, el que tenía la literatura como una religión, el que no trató bien a ciertas damas (escribió que el combate con las mujeres termina en la cama), el revolucionario, el que en vez de quemar él mismo su obra le encomendó la tarea a su amigo y albacea Max Brod, sí, Kafka, parece un ser de otro mundo.
Tal vez sea el escritor con más exégetas. Lo han visto como un profeta, como el pionero del absurdo, como un anticipador de desgracias y de poderes deshumanizadores. Nieto de carnicero y con un padre comerciante, Kafka se volvió vegetariano para contravenir a su papá, que, al parecer, no era tan despótico como el gran escritor lo muestra en su Carta al padre. Unas memorias de Frantisek Xaver Basik, exempleado de don Hermann Kafka, dicen de este vapuleado señor que era un ser amable y apacible, que mimaba a su hijo y trataba con “guante de seda” a los empleados de su almacén en el centro de Praga.
El mismo Max Brod, en su biografía de Kafka, había dicho del papá del escritor que nunca les dio un azote a sus hijos y proporcionó a Franz la oportunidad de viajar y estudiar en la universidad. Del tal modo, según uno de los especialistas en Kafka, el filólogo alemán Hans-Gerd Koch, Carta al padre es un texto que ofrece datos biográficos, pero es, ante todo, un texto literario de la modernidad.
En el prólogo de Koch a Carta al padre, de la editorial berlinesa Klaus Wagenbach, se dice que Kafka conocía la literatura “antipatriarcal” de su tiempo (como El hijo, de Walter Hasenclever; Parricidio, de Arnolt Bronnens, el poema Padre e hijo, de Franz Werfel). Así que “intentó conjurar, con los medios de la literatura, la figura del padre tiránico de un tiempo ya extinguido. Y eso podría significar que mucho de lo que sabemos de Hermann Kafka a través de la Carta debe ser mirado desde el punto de vista de la ficción”.
Además de vegetariano, y un poco para ir matizando la imagen de “intelectual” que se le ha asignado en multiplicidad de retratos y perfiles, Kafka era un notable jinete, nadador, remero de gran fortaleza, nudista y “mamagallista”. No le gustaba la profesión de abogado y era un simpatizante del anarquismo, en especial de Kropotkin. Tenía contradicciones con el sionismo y sabía de lo innecesarias y alienantes que son las religiones, que, en general, están hechas para obedecer.
El año Kafka es una muy propicia ocasión para seguir leyendo y releyendo a este autor “raro”, que proclamaba victorias en la derrota (como sucede en El buitre) y cuestionaba a la ley, como se advierte en particular en El proceso. La metamorfosis (o La transformación) es una de esas creaciones que marcan un antes y un después en la historia de la literatura. Una revolución. Es como la entrada del siglo XX en la absurdidad, en la destrucción del sujeto, en la negación del hombre. Gregorio Samsa representa a seres a los cuales el trabajo despersonifica, acosa y agrede…
Kafka, el de las pesadillas, el avizorador de tantas miserias humanas, está aquí otra vez; es más, nunca se ha ido. Siempre está llegando. Nos invita a quitarle la máscara al mundo para que (como en uno de sus aforismos), extático, se retuerza ante nosotros.