El paramilitar alias H.H., hoy preso en los Estados Unidos, decía, hace unos años, que matar gente se volvía como un vicio.
“Como meter o fumar marihuana”. Lo que se ha llamado la “guerra” en Colombia no es más que una faceta de la degeneración humana, una empresa del narcotráfico, de la industria del crimen y del absoluto irrespeto por la vida.
Buenaventura puede ser hoy el centro de la barbarie, de la misma que, desde hace años, se ha ensañado en Colombia contra toda clase de personas, en un conflicto que ya lleva mucho tiempo de haberse lumpenizado. Parece que el principal puerto sobre el Pacífico se hubiera trastocado en un laboratorio para la criminalidad. Lo que allí acontece tiene todas las características para clasificar en los anales de lo siniestro y de la infamia.
Ya el mismo nombre con que se han conocido los escenarios del crimen, las “casas de pique”, dan cuenta de la aberración. Buenaventura, cantada en ritmo de currulao por Petronio Álvarez; el puerto donde ejerció durante años su militancia sacerdotal el Vicario Apostólico Gerardo Valencia Cano, es hoy tierra de desventuras sin cuento y centro de asesinos que hubieran hecho palidecer al Carnicero de Milwaukee, por ejemplo.
Tomada por el paramilitarismo, los grupos armados se la distribuyen para sus fines delictivos. Están, entre otros, los Rastrojos, los Urabeños, los Chocoanos, los que se hacen llamar la Empresa, que han impuesto su ley de sangre y terror entre los habitantes. Hace más de una década, el bloque paramilitar Calima, dirigido por Éver Veloza, alias H.H., asesinó en Buenaventura a más de mil personas. Las vacunas, extorsiones, amenazas, boleteos y otras maneras del delito se extendieron como una peste por la población.
Bombas, masacres, desapariciones, han sido parte en los últimos años de la vida cotidiana del puerto. Los asesinos impusieron barreras o fronteras invisibles. El imperio de la impunidad creció al tiempo que la gente se llenaba de pavor. Entre enero y febrero de este año, se contabilizaron cincuenta y cuatro asesinatos, según la Defensoría del Pueblo, aunque el alcalde Bartolo Valencia los ha desmentido, según declaraciones que dio a la emisora Blueradio.
De acuerdo con un reportaje de Alfredo Molano en El Espectador (Leones y búfalos, 16-03-2014), en los barrios de bajamar el dolor ha sido el pan cotidiano. “La amenaza, el chantaje, el reclutamiento, el asesinato aleve, la desaparición forzada, el desmembramiento de cuerpos ocurrían todos los días sin que nadie se atreviera a denunciar y sin que la fuerza pública interviniera”, dice un apartado. Y, al mismo tiempo, advierte sobre los cadáveres que flotaban en los manglares, “por donde salían -y salen- las lanchas rápidas cargadas de cocaína y donde se están construyendo -o se van a construir- gigantescos puertos”.
Las casas de pique, donde se descuartizan seres humanos, son viviendas de madera localizadas en la zona de bajamar, la más pobre del puerto. Autoridades han dicho que los criminales aprovechan la cercanía del mar para arrojar allí los restos de sus víctimas. Vecinos del lugar han testimoniado en distintos medios que han escuchado los gritos y lamentos de los asesinados. Hace más de diez años, durante la guerra en esa localidad entre los paramilitares y las Farc, se hizo famoso el “cobrador de la mafia”, Wenceslao Mosquera, denominado “el hombre del hacha”, porque utilizaba una para despedazar gente.
En Buenaventura, el terror del hacha, la motosierra, los machetazos, vuelven a sembrar de pánico a la ciudadanía. Retornan (o tal vez nunca se han ido) los días en que el paramilitarismo utilizaba (por ejemplo, en Antioquia) hornos crematorios para desaparecer personas. Hoy, los hornos se transmutaron en casas de tortura, en mataderos de humanos, que hacen parte del régimen del terror impuesto por los narcotraficantes.
Y los que allí corren con la suerte de no ser convertidos en picadillo, tienen que pagar los impuestos de la extorsión. Hoy, según denuncias, hay doble tributación en la ciudad: una del Estado y otra de la delincuencia. El paramilitarismo, en todo caso, es el rey en ese “bello puerto de mar, mi Buenaventura”.
Ya en Buenaventura no “se aspira la brisa pura” (ay, Petronio), sino el olor a muerte y horrores a granel. El “vicio de matar gente” ha carcomido al puerto y a toda Colombia.
El paramilitar alias H.H., hoy preso en los Estados Unidos, decía, hace unos años, que matar gente se volvía como un vicio.
“Como meter o fumar marihuana”. Lo que se ha llamado la “guerra” en Colombia no es más que una faceta de la degeneración humana, una empresa del narcotráfico, de la industria del crimen y del absoluto irrespeto por la vida.
Buenaventura puede ser hoy el centro de la barbarie, de la misma que, desde hace años, se ha ensañado en Colombia contra toda clase de personas, en un conflicto que ya lleva mucho tiempo de haberse lumpenizado. Parece que el principal puerto sobre el Pacífico se hubiera trastocado en un laboratorio para la criminalidad. Lo que allí acontece tiene todas las características para clasificar en los anales de lo siniestro y de la infamia.
Ya el mismo nombre con que se han conocido los escenarios del crimen, las “casas de pique”, dan cuenta de la aberración. Buenaventura, cantada en ritmo de currulao por Petronio Álvarez; el puerto donde ejerció durante años su militancia sacerdotal el Vicario Apostólico Gerardo Valencia Cano, es hoy tierra de desventuras sin cuento y centro de asesinos que hubieran hecho palidecer al Carnicero de Milwaukee, por ejemplo.
Tomada por el paramilitarismo, los grupos armados se la distribuyen para sus fines delictivos. Están, entre otros, los Rastrojos, los Urabeños, los Chocoanos, los que se hacen llamar la Empresa, que han impuesto su ley de sangre y terror entre los habitantes. Hace más de una década, el bloque paramilitar Calima, dirigido por Éver Veloza, alias H.H., asesinó en Buenaventura a más de mil personas. Las vacunas, extorsiones, amenazas, boleteos y otras maneras del delito se extendieron como una peste por la población.
Bombas, masacres, desapariciones, han sido parte en los últimos años de la vida cotidiana del puerto. Los asesinos impusieron barreras o fronteras invisibles. El imperio de la impunidad creció al tiempo que la gente se llenaba de pavor. Entre enero y febrero de este año, se contabilizaron cincuenta y cuatro asesinatos, según la Defensoría del Pueblo, aunque el alcalde Bartolo Valencia los ha desmentido, según declaraciones que dio a la emisora Blueradio.
De acuerdo con un reportaje de Alfredo Molano en El Espectador (Leones y búfalos, 16-03-2014), en los barrios de bajamar el dolor ha sido el pan cotidiano. “La amenaza, el chantaje, el reclutamiento, el asesinato aleve, la desaparición forzada, el desmembramiento de cuerpos ocurrían todos los días sin que nadie se atreviera a denunciar y sin que la fuerza pública interviniera”, dice un apartado. Y, al mismo tiempo, advierte sobre los cadáveres que flotaban en los manglares, “por donde salían -y salen- las lanchas rápidas cargadas de cocaína y donde se están construyendo -o se van a construir- gigantescos puertos”.
Las casas de pique, donde se descuartizan seres humanos, son viviendas de madera localizadas en la zona de bajamar, la más pobre del puerto. Autoridades han dicho que los criminales aprovechan la cercanía del mar para arrojar allí los restos de sus víctimas. Vecinos del lugar han testimoniado en distintos medios que han escuchado los gritos y lamentos de los asesinados. Hace más de diez años, durante la guerra en esa localidad entre los paramilitares y las Farc, se hizo famoso el “cobrador de la mafia”, Wenceslao Mosquera, denominado “el hombre del hacha”, porque utilizaba una para despedazar gente.
En Buenaventura, el terror del hacha, la motosierra, los machetazos, vuelven a sembrar de pánico a la ciudadanía. Retornan (o tal vez nunca se han ido) los días en que el paramilitarismo utilizaba (por ejemplo, en Antioquia) hornos crematorios para desaparecer personas. Hoy, los hornos se transmutaron en casas de tortura, en mataderos de humanos, que hacen parte del régimen del terror impuesto por los narcotraficantes.
Y los que allí corren con la suerte de no ser convertidos en picadillo, tienen que pagar los impuestos de la extorsión. Hoy, según denuncias, hay doble tributación en la ciudad: una del Estado y otra de la delincuencia. El paramilitarismo, en todo caso, es el rey en ese “bello puerto de mar, mi Buenaventura”.
Ya en Buenaventura no “se aspira la brisa pura” (ay, Petronio), sino el olor a muerte y horrores a granel. El “vicio de matar gente” ha carcomido al puerto y a toda Colombia.