Sobre el asesinato del dirigente político Álvaro Gómez Hurtado, ocurrido en 1995, las Farc se han atribuido su autoría. El suceso noticioso ha convocado a la memoria. ¿Habría algún motivo en especial para que la guerrilla de las Farc matara al líder conservador? La Violencia en Colombia, de 1948 a 1964, estuvo signada por el odio. Y por millares de crímenes pavorosos. Los campos del país, donde a principios de la década del sesenta el tres por ciento de propietarios poseía más del sesenta por ciento de las tierras, fueron desangrados.
La reacción campesina desde los cincuentas condujo a la formación de movimientos de resistencia. Surgieron las guerrillas liberales y, tras el fracaso de las amnistías en la dictadura de Rojas Pinilla, estas facciones, catalogadas por la oficialidad como de bandoleros, se erigieron en autodefensas, no solo por el abandono al que estaba sometido el campesinado, sino por la constantes persecuciones y asedios.
El Frente Nacional, un pacto de las élites liberales y conservadoras, que intentaba pacificar al país, resultó un acuerdo excluyente. La propiedad de la tierra y la ausencia de una reforma agraria, agravaba los problemas. Y auspiciaba las luchas de miles de campesinos, en un ambiente que tenía como brújula exterior la Guerra Fría, la revolución cubana, los movimientos de liberación de otros pueblos del orbe, y, en el interior, la desaforada violencia liberal-conservadora.
En 1961, el senador Álvaro Gómez Hurtado denominó “repúblicas independientes” a zonas donde los campesinos habían generado repulsas frente a un Estado que los ignoraba y los mantenía en condiciones de agobio y precariedad. Y llamó entonces a someter esas regiones, ubicadas en geografías del Tolima, Cauca, Huila y Guaviare. El concepto tomó fuerza y el gobierno de Guillermo León Valencia, “un aristócrata provinciano sin programa social”, como lo llama Jorge Orlando Melo en su libro Historia mínima de Colombia, promovió la recuperación de tales territorios.
La Operación Marquetalia, también nombrada Operación Soberanía, con el auspicio del gobierno de Estados Unidos, enmarcada en el Plan Laso y la Doctrina de Seguridad del Pentágono, comenzó en 1964. Dieciséis mil soldados, respaldados por bombarderos, además con rocío de bacterias y napalm (así lo relata el escritor Walter Broderick), desalojaron ancianos, mujeres, niños y a unos cuantos guerrilleros, entre los que estaba el que sería conocido con el alias de Tirofijo o Manuel Marulanda Vélez. Sin embargo, en Marquetalia, El Pato, Guayabero y otros territorios, el Estado no pudo acabar con las autodefensas campesinas, que, después, en junio de 1964, se convertirían en las Farc.
En el documental Río Chiquito, de Jean-Pierre Sergent, de 1965, se muestran aspectos de cómo sucedió la transición de las autodefensas campesinas a la guerrilla. Se aprecia el éxodo de miles de campesinos por las selvas y se advierte que en Colombia “no existe la paz para los pobres”. La Operación Marquetalia, del presidente Valencia y su ministro de Guerra Alberto Ruiz Novoa, fue incapaz de terminar con las que el senador Gómez Hurtado apellidó “repúblicas independientes” y, al contrario, motivó la fundación de una guerrilla que durante más de cincuenta años fue protagonista del conflicto interno armado de Colombia, una prolongación de aquella violencia atroz que se desató con horrores mayores tras el magnicidio de Gaitán.
El acuerdo de paz, tan vapuleado, cuestionado y manoseado por sectores de extrema derecha y de extrema izquierda, terminó en esencia con la actividad guerrillera de las Farc (excepto, claro, las disidencias) que, ahora, ante la JEP han confesado la autoría del magnicidio de Gómez Hurtado.
La llamada entonces “pacificación” de Marquetalia no acabó con los orígenes y causas de un conflicto sangriento. El Estado y el gobierno no impulsaron reformas agrarias ni desarrollaron una política social de favorecimiento a los más pobres. No salieron al paso de las consignas campesinas de “la tierra para el que la cultiva” y a la de la tierra debe ser de quien se la gana con trabajo, que agitaban las autodefensas de Tirofijo, Ciro Trujillo, Jacobo Arenas y otros, tal como se aprecia en el documental referido, sino que contestaron con una operación militar. Y sin una reforma agraria de verdad.
Y volviendo al relato de Gómez Hurtado, cualquiera que haya sido la presunta motivación, nada justifica un asesinato. Es posible que, visto desde una posición irracional, Gómez Hurtado haya sido “un buen muerto” (una expresión pronunciada por Uribe en otras circunstancias y con otro muerto) La política debe reivindicar la lucha racional, el debate con altura, la controversia civilizada. Al menos como un “deber ser”.
Lo que se ha visto en Colombia, un país a cuyas clases dirigentes no les cabe la calificación de civilizadas, es la defensa oficial
de privilegios de minorías al tiempo que, sobre las mayorías, se riega unas veces napalm y, en otras, todas las miserias económicas y sociales. Una cosa sigue sonando desde entonces: en este país “no hay paz para los pobres”.
Sobre el asesinato del dirigente político Álvaro Gómez Hurtado, ocurrido en 1995, las Farc se han atribuido su autoría. El suceso noticioso ha convocado a la memoria. ¿Habría algún motivo en especial para que la guerrilla de las Farc matara al líder conservador? La Violencia en Colombia, de 1948 a 1964, estuvo signada por el odio. Y por millares de crímenes pavorosos. Los campos del país, donde a principios de la década del sesenta el tres por ciento de propietarios poseía más del sesenta por ciento de las tierras, fueron desangrados.
La reacción campesina desde los cincuentas condujo a la formación de movimientos de resistencia. Surgieron las guerrillas liberales y, tras el fracaso de las amnistías en la dictadura de Rojas Pinilla, estas facciones, catalogadas por la oficialidad como de bandoleros, se erigieron en autodefensas, no solo por el abandono al que estaba sometido el campesinado, sino por la constantes persecuciones y asedios.
El Frente Nacional, un pacto de las élites liberales y conservadoras, que intentaba pacificar al país, resultó un acuerdo excluyente. La propiedad de la tierra y la ausencia de una reforma agraria, agravaba los problemas. Y auspiciaba las luchas de miles de campesinos, en un ambiente que tenía como brújula exterior la Guerra Fría, la revolución cubana, los movimientos de liberación de otros pueblos del orbe, y, en el interior, la desaforada violencia liberal-conservadora.
En 1961, el senador Álvaro Gómez Hurtado denominó “repúblicas independientes” a zonas donde los campesinos habían generado repulsas frente a un Estado que los ignoraba y los mantenía en condiciones de agobio y precariedad. Y llamó entonces a someter esas regiones, ubicadas en geografías del Tolima, Cauca, Huila y Guaviare. El concepto tomó fuerza y el gobierno de Guillermo León Valencia, “un aristócrata provinciano sin programa social”, como lo llama Jorge Orlando Melo en su libro Historia mínima de Colombia, promovió la recuperación de tales territorios.
La Operación Marquetalia, también nombrada Operación Soberanía, con el auspicio del gobierno de Estados Unidos, enmarcada en el Plan Laso y la Doctrina de Seguridad del Pentágono, comenzó en 1964. Dieciséis mil soldados, respaldados por bombarderos, además con rocío de bacterias y napalm (así lo relata el escritor Walter Broderick), desalojaron ancianos, mujeres, niños y a unos cuantos guerrilleros, entre los que estaba el que sería conocido con el alias de Tirofijo o Manuel Marulanda Vélez. Sin embargo, en Marquetalia, El Pato, Guayabero y otros territorios, el Estado no pudo acabar con las autodefensas campesinas, que, después, en junio de 1964, se convertirían en las Farc.
En el documental Río Chiquito, de Jean-Pierre Sergent, de 1965, se muestran aspectos de cómo sucedió la transición de las autodefensas campesinas a la guerrilla. Se aprecia el éxodo de miles de campesinos por las selvas y se advierte que en Colombia “no existe la paz para los pobres”. La Operación Marquetalia, del presidente Valencia y su ministro de Guerra Alberto Ruiz Novoa, fue incapaz de terminar con las que el senador Gómez Hurtado apellidó “repúblicas independientes” y, al contrario, motivó la fundación de una guerrilla que durante más de cincuenta años fue protagonista del conflicto interno armado de Colombia, una prolongación de aquella violencia atroz que se desató con horrores mayores tras el magnicidio de Gaitán.
El acuerdo de paz, tan vapuleado, cuestionado y manoseado por sectores de extrema derecha y de extrema izquierda, terminó en esencia con la actividad guerrillera de las Farc (excepto, claro, las disidencias) que, ahora, ante la JEP han confesado la autoría del magnicidio de Gómez Hurtado.
La llamada entonces “pacificación” de Marquetalia no acabó con los orígenes y causas de un conflicto sangriento. El Estado y el gobierno no impulsaron reformas agrarias ni desarrollaron una política social de favorecimiento a los más pobres. No salieron al paso de las consignas campesinas de “la tierra para el que la cultiva” y a la de la tierra debe ser de quien se la gana con trabajo, que agitaban las autodefensas de Tirofijo, Ciro Trujillo, Jacobo Arenas y otros, tal como se aprecia en el documental referido, sino que contestaron con una operación militar. Y sin una reforma agraria de verdad.
Y volviendo al relato de Gómez Hurtado, cualquiera que haya sido la presunta motivación, nada justifica un asesinato. Es posible que, visto desde una posición irracional, Gómez Hurtado haya sido “un buen muerto” (una expresión pronunciada por Uribe en otras circunstancias y con otro muerto) La política debe reivindicar la lucha racional, el debate con altura, la controversia civilizada. Al menos como un “deber ser”.
Lo que se ha visto en Colombia, un país a cuyas clases dirigentes no les cabe la calificación de civilizadas, es la defensa oficial
de privilegios de minorías al tiempo que, sobre las mayorías, se riega unas veces napalm y, en otras, todas las miserias económicas y sociales. Una cosa sigue sonando desde entonces: en este país “no hay paz para los pobres”.