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Hoy está en boga una nueva “servidumbre voluntaria”, disfrazada de libertad. Y lo que es peor, a ella se le rinden honores que van desde el creer, por ejemplo, en que la cultura del “me gusta”, un diluvio de “likes”, nos hace libres y mejores, hasta la vuelta a la manada, ya no a través de la fábrica, sino de la virtualidad. En estos tiempos de neoliberalismo, con promociones hasta la saciedad del individualismo capitalista, ¿de qué nos puede liberar el trabajo?
En un tiempo más bien remoto, trabajar era pertenecer a la historia. Era, en medio de divisas de “progreso” y “civilización”, dar evidencias de que existía el derecho a desobedecer y a vivir mejor. Era hacer consciente, por ejemplo, que había que disminuir las jornadas laborales, extremas y sin consideraciones de respeto por el descanso, el ocio creativo y la educación. Las gloriosas lides decimonónicas por “los tres ochos”, en Europa y los Estados Unidos, eran una muestra de que había una inteligencia y un sentido vital opuestos a la esclavitud, así esta fuera asalariada.
La nueva cultura y los rituales “posmodernos”, con sus espejismos y bazares del individualismo, del aislamiento y el egocentrismo a ultranza, conducen a una inmovilidad, rota de vez en cuando, por ejemplo, con estallidos sociales, a veces espontáneos, y a veces, como ha sucedido en Colombia en los últimos años, consecuencia de las inequidades y los desafueros oficiales. Sin embargo, lo que se ve, acentuado por la pandemia, es, como lo ha dicho el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han en varios de sus libros, que hoy son “bestsellers”, es que la vida se ha limitado a producir.
¿A producir qué? No necesariamente arte, literatura, pensamiento, ciencia, en fin, sino a unos modos deshumanizados en que se nos hace creer que estamos al servicio de causas elevadas, cuando no somos más que una tornillería de un sistema de mercado enajenador y que envilece al ser humano. La nueva táctica del capitalismo, con sus vestuarios del modelo neoliberal, es hacer creer que somos una comunidad, cuando, en realidad, como en una distopía, somos un rebaño sometido.
Nos inducen al espejismo. Hay que cultivar el cuerpo, lucir “fit”, modelar, auspiciar el “yo”, deslumbrarse con las selfis… Los antiguos narcisos han sido restaurados y pulidos. Es parte de la cultura del consumo, del centro comercial, la virtualidad, los oráculos, los gurús. Los políticos de hoy, más pendientes de la pinta y la fotografía bien maquillada, apuntan al efectismo. “¡Cuidado con ponerse a filosofar!”, les advierten sus consejeros de imagen. Hablen más bien de cervecita y picnic.
Claro. Pertenecemos a la sociedad de las representaciones. Veamos cómo te va en las redes sociales, cómo una frase sensacionalista conmueve y provoca miles de “me gusta”. Qué cuentos de decir trascendentalismos y hacer pensar en grilletes, en opresiones, en engañifas de toda la vida. Hay que suavizarlo todo. Así nos hacemos pasito y no hay lugar a rabias de “primeras líneas” ni de los birlados de siempre con reformas que, incluso, han echado por la borda hasta las heroicas gestas de los “tres ochos” de hace más de una centuria.
En el escenario de la farsa se trata de “más de lo mismo”, pero con bonituras. Y volviendo al principio: ¿De qué nos puede liberar el trabajo? Ni del hambre, por ejemplo en Colombia, donde, por lo demás, ni siquiera trabajo hay y donde, ante la evidencia de un país de infames desigualdades, en el que muchos ni siquiera alcanzan a dos comidas diarias, el gobierno pide a la FAO (organización de las Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura) que, ante el peligro de la inseguridad alimentaria, retire a Colombia de ese mapa. Es como vender el sofá para preservarse de las infidelidades.
Dentro de las artificiosidades contemporáneas, utilizadas por el poder, está la de hacernos creer que somos libres. “El sujeto neoliberal, que se ve forzado a rendir, es un siervo absoluto por cuanto, sin amo, se explota a sí mismo voluntariamente”, dice Byung-Chul Han, en La desaparición de los rituales. “Lo social se somete por completo a la autoproducción. Todo el mundo se autoproduce, se «da tono» para llamar más la atención”, agrega en otro apartado.
La nueva alienación está tejida con los efectos de la velocidad, la cortedad de los mensajes, las reacciones mediáticas. Tengo muchos “me gusta”, entonces existo, me autopromociono, una novísima masturbación, una manifestación del vacío (o sea, de la vanidad, como anotaba Fernando González) y así creo estar al día y en la cima del poder. Cuando, en rigor, se está bajo el yugo del que se embriaga con su propia imagen.
Somos ahora, además de disciplinados por diversos mecanismos de vigilancia y control, a fin de no optar por la transgresión, seres rendidores, enamorados de nuestras cadenas y de nuestro cuerpo “bien trabajado”. Gozamos con nuestra propia autoexplotación. Los logaritmos no nos desamparan. Y nos encanta mirarnos el ombligo, incluso si quedó mal cortado.