Más que “máquinas de guerra”, los niños en Colombia son víctimas, tanto de un Estado fallido y que no presta atención ni garantiza la vida, la educación, la protección de la gran mayoría de sus infantes, como de los grupos armados ilegales. Unos y otros violan el Derecho Internacional Humanitario convertido en asunto de demagogias, hecho trizas en un país donde banderías en el poder niegan que exista un conflicto armado, y por facciones seudorevolucionarias que se han lumpenizado hasta el tuétano.
No es nuevo el reclutamiento forzoso de niños y se pudiera remontar hasta los tiempos de la Guerra de los mil días, y antes. Pero su agudización, de absoluto irrespeto a sus derechos, se ha presentado en las últimas décadas. Así como es común que el reclutamiento regular, el servicio militar sea para los jóvenes pobres, los que en las guerras se ponen como “carne de cañón”, al tiempo que los hijos de los potentados eluden tal condición, los niños que recluta el paramilitarismo, la guerrilla y otros facinerosos, son los descastados, los que ni siquiera han podido escuchar qué es un hada madrina, ni una vieja fábula, y están condenados a vender confites en el bus o en los semáforos. Son protagonistas tristes de una niñez desventurada. Mejor dicho, son aquellos que no pueden ejercer la infancia.
Hace casi año y medio, en un bombardeo a un objetivo guerrillero en el Caquetá, murieron ocho niños. Se intentó ocultar la información, hasta cuando las evidencias ya no lo permitían. Y una de las consecuencias fue la renuncia del entonces ministro de Defensa Guillermo Botero. El mismo que “cayó pa’arriba”, como suele pasar en estas tierras en las que no pasa nada, y donde hay embajadores que poseen fincas con laboratorios de cocaína y cositas así, y son bien quistos por el gobierno y sus adláteres.
En reciente bombardeo a disidencias de las Farc en el Guaviare resultaron, que se sepa hasta ahora, dos menores muertos. Las declaraciones del Mindefensa Diego Molano de que los niños reclutados por la guerrilla eran “máquinas de guerra” es un atentado contra el Derecho Internacional Humanitario y, de paso, una elusión de la obligación estatal de proteger la vida de los niños, así se encuentren en poder de grupos armados al margen de la ley. El Estado no puede asumir una posición criminal como la de los grupos ilegales armados.
Pudo ser un niño o catorce los muertos en el bombardeo. Uno ya es multitud. Como en la ominosa ejecución de los “falsos positivos” (crímenes de Estado), que desde la Fiscalía y otros organismos progubernamentales dicen que son mucho menos de los que la Jurisdicción Especial para la Paz ha documentado (6.402). Un solo “falso positivo” ya es aterrador, una ignominia.
Volviendo con las declaraciones de Molano, que en otros días fue director de Bienestar Familiar, ¡vaya paradoja!, echar al vuelo lo de las “máquinas de guerra” es, como se lo han señalado desde distintas instancias, incluidas las de algunos periodistas, una instrumentalización tergiversadora del Derecho Internacional Humanitario, que no autoriza, no permite utilizar contra niños la fuerza letal.
Más bien la “máquina de guerra” es la que promueve el Estado al no prestar atención efectiva a la niñez, a los desamparados, a los que muchas veces carecen de alimentación, de vestido, de bienestar, de escolaridad. Con su vergonzosa inutilidad, con la indiferencia oficial ante las múltiples miserias de los olvidados, es el Estado el que ocasiona las desventuras a granel de la infancia en Colombia.
Un régimen y un Estado que no protegen a sus niños, nos los cuida, no los defiende de los ilegales, es una entidad fallida y deshumanizada. Irrespetuosa de la vida y de los derechos de la infancia. No es ni ha sido halagador ser niño en los barrios más pobres, en los tugurios, en zonas marginadas, donde lo único posible es ser parte de una banda armada, o ser contratado por capos para engrosar la “mano de obra” de mafiosos; o de paracos y guerrilleros.
Cuando no es posible la escuela. Cuando no es posible el juego porque hay que salir a trabajar, sí, niños dedicados a faenas de economía informal, o cuando son utilizados por delincuentes como “carritos” para transportar armas o estupefacientes, en fin, es porque hay una desmesurada inequidad social, un desbarajuste estructural, una injusticia infinita. Y todo con la complacencia de un Estado y un gobierno cuyo ejercicio político es el de la comisión de despropósitos y atentados diversos contra los desprotegidos.
No es halagador ser niño en un país en el que se atenta desde la oficialidad y desde la ilegalidad contra la infancia. Sin oportunidades para la imaginación, la lúdica, los afectos, carecen de sueños. Claro, el Estado y el gobierno son como ogros, que los devoran, los hacen papilla y, después de violarles todos sus derechos, salen a vociferar que los niños son “máquinas de guerra”.
Más que “máquinas de guerra”, los niños en Colombia son víctimas, tanto de un Estado fallido y que no presta atención ni garantiza la vida, la educación, la protección de la gran mayoría de sus infantes, como de los grupos armados ilegales. Unos y otros violan el Derecho Internacional Humanitario convertido en asunto de demagogias, hecho trizas en un país donde banderías en el poder niegan que exista un conflicto armado, y por facciones seudorevolucionarias que se han lumpenizado hasta el tuétano.
No es nuevo el reclutamiento forzoso de niños y se pudiera remontar hasta los tiempos de la Guerra de los mil días, y antes. Pero su agudización, de absoluto irrespeto a sus derechos, se ha presentado en las últimas décadas. Así como es común que el reclutamiento regular, el servicio militar sea para los jóvenes pobres, los que en las guerras se ponen como “carne de cañón”, al tiempo que los hijos de los potentados eluden tal condición, los niños que recluta el paramilitarismo, la guerrilla y otros facinerosos, son los descastados, los que ni siquiera han podido escuchar qué es un hada madrina, ni una vieja fábula, y están condenados a vender confites en el bus o en los semáforos. Son protagonistas tristes de una niñez desventurada. Mejor dicho, son aquellos que no pueden ejercer la infancia.
Hace casi año y medio, en un bombardeo a un objetivo guerrillero en el Caquetá, murieron ocho niños. Se intentó ocultar la información, hasta cuando las evidencias ya no lo permitían. Y una de las consecuencias fue la renuncia del entonces ministro de Defensa Guillermo Botero. El mismo que “cayó pa’arriba”, como suele pasar en estas tierras en las que no pasa nada, y donde hay embajadores que poseen fincas con laboratorios de cocaína y cositas así, y son bien quistos por el gobierno y sus adláteres.
En reciente bombardeo a disidencias de las Farc en el Guaviare resultaron, que se sepa hasta ahora, dos menores muertos. Las declaraciones del Mindefensa Diego Molano de que los niños reclutados por la guerrilla eran “máquinas de guerra” es un atentado contra el Derecho Internacional Humanitario y, de paso, una elusión de la obligación estatal de proteger la vida de los niños, así se encuentren en poder de grupos armados al margen de la ley. El Estado no puede asumir una posición criminal como la de los grupos ilegales armados.
Pudo ser un niño o catorce los muertos en el bombardeo. Uno ya es multitud. Como en la ominosa ejecución de los “falsos positivos” (crímenes de Estado), que desde la Fiscalía y otros organismos progubernamentales dicen que son mucho menos de los que la Jurisdicción Especial para la Paz ha documentado (6.402). Un solo “falso positivo” ya es aterrador, una ignominia.
Volviendo con las declaraciones de Molano, que en otros días fue director de Bienestar Familiar, ¡vaya paradoja!, echar al vuelo lo de las “máquinas de guerra” es, como se lo han señalado desde distintas instancias, incluidas las de algunos periodistas, una instrumentalización tergiversadora del Derecho Internacional Humanitario, que no autoriza, no permite utilizar contra niños la fuerza letal.
Más bien la “máquina de guerra” es la que promueve el Estado al no prestar atención efectiva a la niñez, a los desamparados, a los que muchas veces carecen de alimentación, de vestido, de bienestar, de escolaridad. Con su vergonzosa inutilidad, con la indiferencia oficial ante las múltiples miserias de los olvidados, es el Estado el que ocasiona las desventuras a granel de la infancia en Colombia.
Un régimen y un Estado que no protegen a sus niños, nos los cuida, no los defiende de los ilegales, es una entidad fallida y deshumanizada. Irrespetuosa de la vida y de los derechos de la infancia. No es ni ha sido halagador ser niño en los barrios más pobres, en los tugurios, en zonas marginadas, donde lo único posible es ser parte de una banda armada, o ser contratado por capos para engrosar la “mano de obra” de mafiosos; o de paracos y guerrilleros.
Cuando no es posible la escuela. Cuando no es posible el juego porque hay que salir a trabajar, sí, niños dedicados a faenas de economía informal, o cuando son utilizados por delincuentes como “carritos” para transportar armas o estupefacientes, en fin, es porque hay una desmesurada inequidad social, un desbarajuste estructural, una injusticia infinita. Y todo con la complacencia de un Estado y un gobierno cuyo ejercicio político es el de la comisión de despropósitos y atentados diversos contra los desprotegidos.
No es halagador ser niño en un país en el que se atenta desde la oficialidad y desde la ilegalidad contra la infancia. Sin oportunidades para la imaginación, la lúdica, los afectos, carecen de sueños. Claro, el Estado y el gobierno son como ogros, que los devoran, los hacen papilla y, después de violarles todos sus derechos, salen a vociferar que los niños son “máquinas de guerra”.