La primera vez que supe algo sobre Betsabé Espinal, la legendaria líder obrera de la primera “huelga de señoritas” en Colombia, fue un poco antes del paro cívico nacional del 14 de setiembre de 1977, contra el gobierno de Alfonso López Michelsen. Apareció en un legajo de rústicas tapas de cartulina con un montón de hojas impresas en mimeógrafo. Decía en la portada: “Grupo de Estudio Betsabé Espinal”.
Dos o tres años después, cuando aún era estudiante de Periodismo en la Universidad de Antioquia, un colectivo de Bogotá, el José Antonio Galán, me propuso que realizara una “investigación sobre el movimiento obrero en Antioquia”. Hice entrevistas en sindicatos, con mañosos dirigentes de distintas centrales y federaciones obreras, de todas las tendencias, desde demócratas-cristianos, conservadores, liberales, hasta camilistas y comunistas.
En uno de esos encuentros, no sé si fue con los del sindicato de Fabricato, alguno de los trabajadores me dijo que, en Bello, en un sector llamado La Callecita, aún vivía una de las huelguistas de 1920 de la Fábrica de Tejidos de Bello (que antes tuvo otras razones sociales). Encontré a la señora, de la que luego olvidé su nombre, que me contó detalles sobre Betsabé Espinal, en particular sobre su muerte.
Lo que grabé y sistematicé lo envié, con otras entrevistas y reportes, a los del mencionado centro de estudios bogotano, dirigido por un tal Omar Ñáñez o Yáñez, no lo recuerdo. No volví a saber nunca más de esos materiales ni si publicaron alguna investigación al respecto. Años después, cuando ya habíamos participado en la fundación del Centro de Historia de Bello, en 1996, escribí en 2002 un artículo sobre aquella “huelga de señoritas” y su emblemática dirigente.
Lo curioso de aquella reseña fue que dije que la señorita Espinal había muerto ahorcada por su larga cabellera en la ducha de su casa. Hubo rayos y centellas. Así no fue, me dijo un prestigioso miembro de la Academia de Historia del Huila, sin ocultar su molestia por la “falta de rigor”. “Qué belleza de muerte fue esa”, me dijo una sensible señora de Medellín. En realidad, murió cuando manipulaba cables eléctricos en las afueras de su casa, en el histórico barrio Guanteros de Medellín, el 16 de noviembre de 1932.
En 2011, la Universidad Pontificia Bolivariana nos auspició una pesquisa de archivo sobre la huelga de 1920, que tuvo un extraordinario cubrimiento de prensa de parte de periódicos como El Correo Liberal, El Luchador, La Familia Cristiana, El Social, La Defensa y El Espectador, cuyo reportero tenía el seudónimo quijotesco de El curioso impertinente. Uno de los resultados de aquella búsqueda apenas se publicará en este mes de abril, y es la novela “Betsabé y Betsabé”, al cumplirse los noventa años de la muerte de quien fue llamada por un cronista de época como la Juana de Arco colombiana.
Aquella “huelga de señoritas”, cuya historia se mantuvo muchos años en el limbo, rompió con un modelo empresarial que tenía diversos dispositivos de vigilancia y control de los trabajadores. Había una alianza, a veces tácita, a veces expresa, entre Iglesia, Estado e industriales. Y era casi imposible, en medio de los modelos femeninos marianos, y con todos los mecanismos de domesticación y pastoreo (patronatos, catequesis, juntas de censura, dietas literarias para católicos…), que un conglomerado de obreras fuera capaz de romper esas cadenas.
Los cronistas de entonces, con una visión romántica sobre aquellas heroínas indomables, las calificaron con toda suerte de apelativos, que iban desde “mujeres viriles”, “florecitas humanas”, “esclavas rebeldes” hasta las “nuevas Policarpas”. El insólito suceso, una huelga de niñas, adolescentes y adultas jóvenes, que eran las trabajadoras, enmarcado, entre otros aspectos, en reivindicaciones como las de los “tres ochos”, por las cuales murieron tantos trabajadores en Europa y Estados Unidos, tuvo un excepcional cubrimiento de prensa.
Las señoritas, que estrenaron en Colombia el derecho de huelga, aprobado unos meses antes, en noviembre de 1919, mediante la Ley 78, se erigieron como portaestandartes de la justicia y la dignidad. Dirigidas por una “morena avispada” (así también la describió un reportero), gran tejedora, que solicitaba que no las hicieran trabajar de seis a seis, y que les dieran una hora para almorzar, las más de cuatrocientas obreras escribieron una historia sin par.
¡Ah!, en aquel legajo, que un día un hermano llevó a casa con cierta clandestinidad, también se trocaba el apellido de Betsabé y se ponía a veces como Espinosa. La otra Betsabé de la novela es una mujer que nació cuando murió la dirigente y era capaz, entre otras habilidades esotéricas, de comunicarse con espíritus del más allá. Nada raro en una ciudad como Medellín que tuvo, desde 1870, la práctica del espiritismo a gran escala, por lo menos hasta la década de los veinte.
Hubo una generación, la de los setentas, que, coaligada con trabajadores, soñó nuevos mundos y mantuvo viva la utopía. A ella también se refiere “Betsabé y Betsabé”, novela que está a punto de nacer.
La primera vez que supe algo sobre Betsabé Espinal, la legendaria líder obrera de la primera “huelga de señoritas” en Colombia, fue un poco antes del paro cívico nacional del 14 de setiembre de 1977, contra el gobierno de Alfonso López Michelsen. Apareció en un legajo de rústicas tapas de cartulina con un montón de hojas impresas en mimeógrafo. Decía en la portada: “Grupo de Estudio Betsabé Espinal”.
Dos o tres años después, cuando aún era estudiante de Periodismo en la Universidad de Antioquia, un colectivo de Bogotá, el José Antonio Galán, me propuso que realizara una “investigación sobre el movimiento obrero en Antioquia”. Hice entrevistas en sindicatos, con mañosos dirigentes de distintas centrales y federaciones obreras, de todas las tendencias, desde demócratas-cristianos, conservadores, liberales, hasta camilistas y comunistas.
En uno de esos encuentros, no sé si fue con los del sindicato de Fabricato, alguno de los trabajadores me dijo que, en Bello, en un sector llamado La Callecita, aún vivía una de las huelguistas de 1920 de la Fábrica de Tejidos de Bello (que antes tuvo otras razones sociales). Encontré a la señora, de la que luego olvidé su nombre, que me contó detalles sobre Betsabé Espinal, en particular sobre su muerte.
Lo que grabé y sistematicé lo envié, con otras entrevistas y reportes, a los del mencionado centro de estudios bogotano, dirigido por un tal Omar Ñáñez o Yáñez, no lo recuerdo. No volví a saber nunca más de esos materiales ni si publicaron alguna investigación al respecto. Años después, cuando ya habíamos participado en la fundación del Centro de Historia de Bello, en 1996, escribí en 2002 un artículo sobre aquella “huelga de señoritas” y su emblemática dirigente.
Lo curioso de aquella reseña fue que dije que la señorita Espinal había muerto ahorcada por su larga cabellera en la ducha de su casa. Hubo rayos y centellas. Así no fue, me dijo un prestigioso miembro de la Academia de Historia del Huila, sin ocultar su molestia por la “falta de rigor”. “Qué belleza de muerte fue esa”, me dijo una sensible señora de Medellín. En realidad, murió cuando manipulaba cables eléctricos en las afueras de su casa, en el histórico barrio Guanteros de Medellín, el 16 de noviembre de 1932.
En 2011, la Universidad Pontificia Bolivariana nos auspició una pesquisa de archivo sobre la huelga de 1920, que tuvo un extraordinario cubrimiento de prensa de parte de periódicos como El Correo Liberal, El Luchador, La Familia Cristiana, El Social, La Defensa y El Espectador, cuyo reportero tenía el seudónimo quijotesco de El curioso impertinente. Uno de los resultados de aquella búsqueda apenas se publicará en este mes de abril, y es la novela “Betsabé y Betsabé”, al cumplirse los noventa años de la muerte de quien fue llamada por un cronista de época como la Juana de Arco colombiana.
Aquella “huelga de señoritas”, cuya historia se mantuvo muchos años en el limbo, rompió con un modelo empresarial que tenía diversos dispositivos de vigilancia y control de los trabajadores. Había una alianza, a veces tácita, a veces expresa, entre Iglesia, Estado e industriales. Y era casi imposible, en medio de los modelos femeninos marianos, y con todos los mecanismos de domesticación y pastoreo (patronatos, catequesis, juntas de censura, dietas literarias para católicos…), que un conglomerado de obreras fuera capaz de romper esas cadenas.
Los cronistas de entonces, con una visión romántica sobre aquellas heroínas indomables, las calificaron con toda suerte de apelativos, que iban desde “mujeres viriles”, “florecitas humanas”, “esclavas rebeldes” hasta las “nuevas Policarpas”. El insólito suceso, una huelga de niñas, adolescentes y adultas jóvenes, que eran las trabajadoras, enmarcado, entre otros aspectos, en reivindicaciones como las de los “tres ochos”, por las cuales murieron tantos trabajadores en Europa y Estados Unidos, tuvo un excepcional cubrimiento de prensa.
Las señoritas, que estrenaron en Colombia el derecho de huelga, aprobado unos meses antes, en noviembre de 1919, mediante la Ley 78, se erigieron como portaestandartes de la justicia y la dignidad. Dirigidas por una “morena avispada” (así también la describió un reportero), gran tejedora, que solicitaba que no las hicieran trabajar de seis a seis, y que les dieran una hora para almorzar, las más de cuatrocientas obreras escribieron una historia sin par.
¡Ah!, en aquel legajo, que un día un hermano llevó a casa con cierta clandestinidad, también se trocaba el apellido de Betsabé y se ponía a veces como Espinosa. La otra Betsabé de la novela es una mujer que nació cuando murió la dirigente y era capaz, entre otras habilidades esotéricas, de comunicarse con espíritus del más allá. Nada raro en una ciudad como Medellín que tuvo, desde 1870, la práctica del espiritismo a gran escala, por lo menos hasta la década de los veinte.
Hubo una generación, la de los setentas, que, coaligada con trabajadores, soñó nuevos mundos y mantuvo viva la utopía. A ella también se refiere “Betsabé y Betsabé”, novela que está a punto de nacer.