Un profesor de Teología, caricolorado y simpático, me decía, con cierto rictus burlesco en los labios: “Vos sos el último comunista”. “Y vos, el último evangelista”, le replicaba, entre sonrisas. Hoy, cuando el mundo anda patas arriba, lleno de “chorros” y estafaos, de corruptos y santones (no confundir con una familia oligárquica colombiana), ciertos conceptos se han envilecido (como el de ser comunista) y otros parecen haber alcanzado una alcurnia de la que carecen.
Hoy, en particular en un país en el cual hay que hacer actos de fe para sentirse parte de él, el macartismo criollo alcanza cumbres insospechadas. Hay, dice uno, una especie de renacer de métodos de inquisición, laureanistas y fachos, como murmuran en la cafetería universitaria. Y semeja entonces el renacimiento de épocas de alto riesgo, en las que, por ejemplo, ser liberal (cuando todavía existía tal filosofía política en Colombia) era “pecado”.
Desde los días en que “comunista” era sinónimo de “guerrillero de civil”, en tiempos no tan lejanos, y oscuros como tantos de nuestra tragicómica historia, el término se vació de sentido (o lo vaciaron) y advinieron tergiversaciones en sus significados. Los uribistas (que podrían ser ordoñistas, laureanistas o, como hoy lo clama y reclama uno que otro columnista, franquistas y seguidores de la falange hispánica) lo utilizan como una suerte de insulto.
En estos tiempos neoliberales —y de la posmodernidad que llaman— ser comunista, especie en extinción, es como una manifestación de lo exótico. O, tal vez, de las últimas expresiones del romanticismo. Hace muchos años, ser comunista era una condición de la sospecha. Un irreverente. Alguien que, en medio de las desigualdades sociales, aspiraba a la justicia y reivindicaba a las víctimas de la explotación. Un humanista.
Ser comunista era, en particular en territorios en los que si ser liberal era pecaminoso, ser comunista era ya un asunto fáustico, un aliado del diablo, una encarnación del demonio. En todo caso, digo, ser comunista era (quizá lo siga siendo) estar del lado del progreso como expresión de la inteligencia, las ciencias, las artes, el desarrollo para todos. Era luchar por el conocimiento, contra las iniquidades e inequidades sociales. Era convenir con Martí (que no era comunista) que los derechos no se mendigan; se conquistan. Y así.
Hoy, la “chapa” de comunista no da réditos ni créditos. Los mandamientos contemporáneos indican que hay que ser individualista. Estar del lado de la sinrazón, de los atropellos contra la mayoría de gente, a favor de la vigilancia del Big Brother y contra los derechos adquiridos y los que están por conquistarse. El neoliberalismo sí que ha dado al traste con las aspiraciones populares por una vida decente y digna. Y ha empobrecido más a los depauperizados y enriquecido a los más ricos. Lo que se estila es ser neoliberal o neoconservador, que es la misma vaina.
Decía no sé quién que de las grandes ideas que ha tenido la “humanidad sufriente y pensante” el comunismo era una de ellas. Ahora, los adalides del capitalismo y de la explotación humana a ultranza la han decolorado, desprestigiado, convertido en desecho. Tanto que, por ejemplo en Colombia, se le dice “comunista” a un sujeto de la oligarquía liberal-conservadora, que, como sus antecesores en la Presidencia, ha vendido el país: lo ha feriado, subastado (un caso, Isagen) y postrado ante las imposiciones de las transnacionales y del Fondo Monetario.
Se ha dicho que el comunismo es una idea sencilla, un ideal, y, como advertía Brecht (nada que ver con Odebrecht), lo sencillo es difícil. O como lo catalogó el comunista español Paco Frutos: “No ha habido ideal de la humanidad que, antes o después, no haya sido convertido en mierda por los que transforman los ideales en dogmas, en templos y en iglesias”. Y al comunismo lo han vuelto merde capitalistas y seudocomunistas.
El caso es que lo que proclama el neofascismo criollo no es ir contra las injusticias e inequidades del sistema, del régimen que ellos mismos han contribuido a crear y sostener, sino volverlo a tener en sus sucias manos para suprimir más derechos y seguir usufructuando el Estado para sus intereses personales y grupistas.
Así que ser comunista —hoy como ayer— , para decirlo con sencillez, significa caminar en pro de la justicia social, de la construcción de una sociedad que no sea monstruosa como la que con sus tentáculos económicos, políticos, mediáticos y otros, esclaviza a tanta gente. Al fin de cuentas, Dios y el Diablo son comunistas: han construido, como diría Mark Twain, sendos lugares sabrosos: uno por la compañía y el otro por el clima.
Un profesor de Teología, caricolorado y simpático, me decía, con cierto rictus burlesco en los labios: “Vos sos el último comunista”. “Y vos, el último evangelista”, le replicaba, entre sonrisas. Hoy, cuando el mundo anda patas arriba, lleno de “chorros” y estafaos, de corruptos y santones (no confundir con una familia oligárquica colombiana), ciertos conceptos se han envilecido (como el de ser comunista) y otros parecen haber alcanzado una alcurnia de la que carecen.
Hoy, en particular en un país en el cual hay que hacer actos de fe para sentirse parte de él, el macartismo criollo alcanza cumbres insospechadas. Hay, dice uno, una especie de renacer de métodos de inquisición, laureanistas y fachos, como murmuran en la cafetería universitaria. Y semeja entonces el renacimiento de épocas de alto riesgo, en las que, por ejemplo, ser liberal (cuando todavía existía tal filosofía política en Colombia) era “pecado”.
Desde los días en que “comunista” era sinónimo de “guerrillero de civil”, en tiempos no tan lejanos, y oscuros como tantos de nuestra tragicómica historia, el término se vació de sentido (o lo vaciaron) y advinieron tergiversaciones en sus significados. Los uribistas (que podrían ser ordoñistas, laureanistas o, como hoy lo clama y reclama uno que otro columnista, franquistas y seguidores de la falange hispánica) lo utilizan como una suerte de insulto.
En estos tiempos neoliberales —y de la posmodernidad que llaman— ser comunista, especie en extinción, es como una manifestación de lo exótico. O, tal vez, de las últimas expresiones del romanticismo. Hace muchos años, ser comunista era una condición de la sospecha. Un irreverente. Alguien que, en medio de las desigualdades sociales, aspiraba a la justicia y reivindicaba a las víctimas de la explotación. Un humanista.
Ser comunista era, en particular en territorios en los que si ser liberal era pecaminoso, ser comunista era ya un asunto fáustico, un aliado del diablo, una encarnación del demonio. En todo caso, digo, ser comunista era (quizá lo siga siendo) estar del lado del progreso como expresión de la inteligencia, las ciencias, las artes, el desarrollo para todos. Era luchar por el conocimiento, contra las iniquidades e inequidades sociales. Era convenir con Martí (que no era comunista) que los derechos no se mendigan; se conquistan. Y así.
Hoy, la “chapa” de comunista no da réditos ni créditos. Los mandamientos contemporáneos indican que hay que ser individualista. Estar del lado de la sinrazón, de los atropellos contra la mayoría de gente, a favor de la vigilancia del Big Brother y contra los derechos adquiridos y los que están por conquistarse. El neoliberalismo sí que ha dado al traste con las aspiraciones populares por una vida decente y digna. Y ha empobrecido más a los depauperizados y enriquecido a los más ricos. Lo que se estila es ser neoliberal o neoconservador, que es la misma vaina.
Decía no sé quién que de las grandes ideas que ha tenido la “humanidad sufriente y pensante” el comunismo era una de ellas. Ahora, los adalides del capitalismo y de la explotación humana a ultranza la han decolorado, desprestigiado, convertido en desecho. Tanto que, por ejemplo en Colombia, se le dice “comunista” a un sujeto de la oligarquía liberal-conservadora, que, como sus antecesores en la Presidencia, ha vendido el país: lo ha feriado, subastado (un caso, Isagen) y postrado ante las imposiciones de las transnacionales y del Fondo Monetario.
Se ha dicho que el comunismo es una idea sencilla, un ideal, y, como advertía Brecht (nada que ver con Odebrecht), lo sencillo es difícil. O como lo catalogó el comunista español Paco Frutos: “No ha habido ideal de la humanidad que, antes o después, no haya sido convertido en mierda por los que transforman los ideales en dogmas, en templos y en iglesias”. Y al comunismo lo han vuelto merde capitalistas y seudocomunistas.
El caso es que lo que proclama el neofascismo criollo no es ir contra las injusticias e inequidades del sistema, del régimen que ellos mismos han contribuido a crear y sostener, sino volverlo a tener en sus sucias manos para suprimir más derechos y seguir usufructuando el Estado para sus intereses personales y grupistas.
Así que ser comunista —hoy como ayer— , para decirlo con sencillez, significa caminar en pro de la justicia social, de la construcción de una sociedad que no sea monstruosa como la que con sus tentáculos económicos, políticos, mediáticos y otros, esclaviza a tanta gente. Al fin de cuentas, Dios y el Diablo son comunistas: han construido, como diría Mark Twain, sendos lugares sabrosos: uno por la compañía y el otro por el clima.