La primera huelga que hubo en Colombia, la realizaron más de cuatrocientas muchachas textileras, dirigidas por Betsabé Espinal, en Bello, Antioquia, en febrero de 1920.
Después vinieron otras, como la de las bananeras, en 1928, que dejó un saldo de obreros muertos que oscila entre nueve (cifra oficial) y mil (según el Departamento de Estado de los Estados Unidos). La versión garciamarquiana en Cien años de soledad, habla de miles de trabajadores asesinados.
En un país como Colombia en el que a los obreros se les ha esquilmado hasta su propia historia, poco se habla de las luchas de trabajadores por sus derechos. Incluso, muchos de tales derechos, conquistado en otros días en lides heroicas, han sido suprimidos por distintos gobiernos. El atropello oficial se ha expresado no solo en los atentados contra las reivindicaciones y, claro, en el crimen de líderes sindicales, sino, sobre todo, en la negación de la memoria histórica.
La semana pasada leí un artículo de Roberto Romero en la revista digital Rebelión sobre un acontecimiento ocurrido en el país el 18 de febrero de 1963, hace cincuenta años. Se trataba de las jornadas por el alza general de salarios, que incluyeron huelgas en diversas ciudades colombianas y cuyo clímax se alcanzó el día señalado, en Bogotá. Era el cuatrienio frentenacionalista de Guillermo León Valencia, el mismo que mandaría bombardear a Marquetalia, el Pato, Riochiquito y Guayabero, con la participación de los Estados Unidos.
El llamado a la protesta lo habían hecho las centrales obreras CTC y UTC, además de sectores independientes del sindicalismo. Los trabajadores solicitaban un alza de doscientos cincuenta pesos sobre el salario mínimo que era de trescientos. El movimiento cobijaba también descontentos por la carestía y las tarifas de transporte público. El 18 de enero, entonces, confluyeron en la plaza de Bolívar más de cincuenta mil personas, entre las que estaban militantesy simpatizantes del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) de Alfonso López Michelsen.
La demostración se calentó cuando el dirigente José Raquel Mercado, presidente de la CTC (sería asesinado en 1976 por el M-19), comenzó a elogiar al gobierno de Valencia. Las rechiflas e indignaciones de parte de la concurrencia condujeron a quemar las enseñas de la central obrera. La trifulca permitió a la policía estrenar sus perros pastores alemanes contra la gente, además de repartir bolillazos y cerrar la plaza con alambre de púas. Después, llegaron los disparos.
Uno de los muertos fue Ernesto Michelsen Uribe, primo de López Michelsen. Hubo decenas de heridos y detenidos. Los voceros de las centrales obreras tradicionales y alineadas con el gobierno, expresaron que no quedarían tranquilos hasta cuando no se “extirpara” del movimiento obrero el “peligroso cáncer político” del comunismo. Qué curioso. En septiembre de 1977, todas las centrales de trabajadores, incluida la comunista CSTC, participaron en el paro cívico nacional contra el gobierno de Alfonso López Michelsen. En esa ocasión, hubo más de cincuenta muertos y millares de detenidos. El citado paro puede ser uno de los más combativos y relevantes promovido por los trabajadores colombianos en toda su historia.
La jornada del 18 de enero de 1963 se prolongaría en Colombia. Un mes después, los trabajadores de Cementos El Cairo, en Santa Bárbara, Antioquia, pasarían a la historia por su huelga, pero, ante todo, por la masacre ocasionada por el ejército. Belisario Betancur era el ministro de Trabajo y Fernando Gómez Martínez, el gobernador de Antioquia. El 23 de febrero, ante las órdenes oficiales de sacar el cemento “como fuera”, militares asesinaron a 13 personas, entre obreros, campesinos y la niña María Edilma Zapata, hija de un sindicalista.
La masacre de Santa Bárbara (sobre la cual el finado maestro Alberto Aguirre dijo que estaba escribiendo un libro) se convirtió en símbolo de las gestas obreras y caracterizó una vez más al estado colombiano como represivo y antidemocrático. Desde los tiempos de Betsabé Espinal (incluso desde antes) las historias oficiales han querido borrar de la memoria colectiva las contiendas obreras y populares. No sobra, pues, de vez en cuando aunque sea, recordar aspectos de sus sacrificios y repulsas. Vale.
La primera huelga que hubo en Colombia, la realizaron más de cuatrocientas muchachas textileras, dirigidas por Betsabé Espinal, en Bello, Antioquia, en febrero de 1920.
Después vinieron otras, como la de las bananeras, en 1928, que dejó un saldo de obreros muertos que oscila entre nueve (cifra oficial) y mil (según el Departamento de Estado de los Estados Unidos). La versión garciamarquiana en Cien años de soledad, habla de miles de trabajadores asesinados.
En un país como Colombia en el que a los obreros se les ha esquilmado hasta su propia historia, poco se habla de las luchas de trabajadores por sus derechos. Incluso, muchos de tales derechos, conquistado en otros días en lides heroicas, han sido suprimidos por distintos gobiernos. El atropello oficial se ha expresado no solo en los atentados contra las reivindicaciones y, claro, en el crimen de líderes sindicales, sino, sobre todo, en la negación de la memoria histórica.
La semana pasada leí un artículo de Roberto Romero en la revista digital Rebelión sobre un acontecimiento ocurrido en el país el 18 de febrero de 1963, hace cincuenta años. Se trataba de las jornadas por el alza general de salarios, que incluyeron huelgas en diversas ciudades colombianas y cuyo clímax se alcanzó el día señalado, en Bogotá. Era el cuatrienio frentenacionalista de Guillermo León Valencia, el mismo que mandaría bombardear a Marquetalia, el Pato, Riochiquito y Guayabero, con la participación de los Estados Unidos.
El llamado a la protesta lo habían hecho las centrales obreras CTC y UTC, además de sectores independientes del sindicalismo. Los trabajadores solicitaban un alza de doscientos cincuenta pesos sobre el salario mínimo que era de trescientos. El movimiento cobijaba también descontentos por la carestía y las tarifas de transporte público. El 18 de enero, entonces, confluyeron en la plaza de Bolívar más de cincuenta mil personas, entre las que estaban militantesy simpatizantes del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) de Alfonso López Michelsen.
La demostración se calentó cuando el dirigente José Raquel Mercado, presidente de la CTC (sería asesinado en 1976 por el M-19), comenzó a elogiar al gobierno de Valencia. Las rechiflas e indignaciones de parte de la concurrencia condujeron a quemar las enseñas de la central obrera. La trifulca permitió a la policía estrenar sus perros pastores alemanes contra la gente, además de repartir bolillazos y cerrar la plaza con alambre de púas. Después, llegaron los disparos.
Uno de los muertos fue Ernesto Michelsen Uribe, primo de López Michelsen. Hubo decenas de heridos y detenidos. Los voceros de las centrales obreras tradicionales y alineadas con el gobierno, expresaron que no quedarían tranquilos hasta cuando no se “extirpara” del movimiento obrero el “peligroso cáncer político” del comunismo. Qué curioso. En septiembre de 1977, todas las centrales de trabajadores, incluida la comunista CSTC, participaron en el paro cívico nacional contra el gobierno de Alfonso López Michelsen. En esa ocasión, hubo más de cincuenta muertos y millares de detenidos. El citado paro puede ser uno de los más combativos y relevantes promovido por los trabajadores colombianos en toda su historia.
La jornada del 18 de enero de 1963 se prolongaría en Colombia. Un mes después, los trabajadores de Cementos El Cairo, en Santa Bárbara, Antioquia, pasarían a la historia por su huelga, pero, ante todo, por la masacre ocasionada por el ejército. Belisario Betancur era el ministro de Trabajo y Fernando Gómez Martínez, el gobernador de Antioquia. El 23 de febrero, ante las órdenes oficiales de sacar el cemento “como fuera”, militares asesinaron a 13 personas, entre obreros, campesinos y la niña María Edilma Zapata, hija de un sindicalista.
La masacre de Santa Bárbara (sobre la cual el finado maestro Alberto Aguirre dijo que estaba escribiendo un libro) se convirtió en símbolo de las gestas obreras y caracterizó una vez más al estado colombiano como represivo y antidemocrático. Desde los tiempos de Betsabé Espinal (incluso desde antes) las historias oficiales han querido borrar de la memoria colectiva las contiendas obreras y populares. No sobra, pues, de vez en cuando aunque sea, recordar aspectos de sus sacrificios y repulsas. Vale.