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                                                                                                                                  Soy un perdido, soy un marihuano…

                                                                                                                                  Hubo un tiempo, más bien lejano, en que el consumidor de marihuana era una especie de descastado, por sí mismo peligroso, con el cual no se debía tener ninguna relación. Había que aislarlo y estigmatizarlo. Era, en esa atmósfera de pulcritudes aparentes, de moralismos y discursos de buena conducta, un enemigo de la estabilidad social, al menos de la del barrio o la cuadra. El adicto a la “yerba maldita” (término muy común en los periódicos de los 50 y 60) debía consumir su pucho en la clandestinidad.

                                                                                                                                  Bueno, ni tanto, porque por ejemplo en la penumbra de las salas de cine el “marihuano” aprovechaba para darse unos toques. El penetrante olor se esparcía al tiempo que en la pantalla había disparos o besos o persecuciones, o incluso cuando ya se había proyectado, instantes después de apagarse las luces, el prohibitivo aviso de “no fume”.

                                                                                                                                  Un marihuanero, digamos en los sesenta, era alguien que podía ser capturado y llevado a la cárcel. En Medellín, por ejemplo, era común aplicarle un “treintazo”, término acuñado por varios inspectores de policía para señalar que el detenido (casi siempre “por sospecha”) permanecería treinta días encerrado en una celda o calabozo. También en Medellín, donde abundaron los camajanes de barrio, muchachos proletarios que se vestían con arrebato, excéntricos, buenos bailarines de música antillana, escuchadores de tango en bares y cantinas, y aspiradores de “marimba”, se bautizó al cantante portorriqueño Daniel Santos, legendario marihuanero, como El jefe.

                                                                                                                                  En el turbulento bar El perro negro, sector de Guayaquil, el Inquieto Anacobero (como también se le conoció a Santos) recibió su renombrada jefatura. Y la marihuana que consumía en la “ciudad industrial” la conseguía en un barrio de Envigado, Bandera Roja, de gaitanistas, guapos, putas y matones, proporcionada por el loco Alfredo. Era, según dicen, la mejor marihuana del continente porque el secreto del loco, que la sembraba en las vegas del río, era regarla con aguapanela y alcohol. El “jibarito” Santos quedó fascinado con ella (y muy bien “trabado”).

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  El nadaísta Darío Lemos llamaba “legumbre” a la “maracachafa”, matica que desde mucho tiempo atrás en Colombia era perseguida y proscrita. Por ejemplo, en 1946 la llamada Ley Consuegra endureció las penas por consumo y venta de marihuana, por considerar que atentaba contra la salud pública, y tres años después, el gobierno de Mariano Ospina Pérez prohibió el consumo y comercio de la marihuana en el territorio nacional. Sin embargo, la medida restrictiva provocó más ganas de fumarla.

                                                                                                                                  Así por lo menos lo señala el investigador Eduardo Sáenz en “La ‘prehistoria’ de la marihuana en Colombia: consumo y cultivos entre los años 30 y 60″, al advertir que además del consumo de vieja data en la parte doméstica, el país “empezó a ser fuente de exportación desde los años 50″, y pone en Santa Marta el lugar de irradiación de la yerba hacia Estados Unidos. “En 1957, se reportó que marineros colombianos habían llevado marihuana a Nueva Orleáns a bordo del buque “Ciudad de Bogotá” de la Flota Mercante Grancolombiana. Incluso había sospechas de que se estaba exportando marihuana colombiana a otros países, además de Estados Unidos”, dice Sáenz en su texto.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Después, se escucharon múltiples voces a favor de la legalización y consumo de marihuana. Y en esas estamos todavía. Carolo, tal vez el jipi más famoso que hubo en Medellín, promotor del célebre Festival de Ancón en 1971, pudo ser uno de los marihuaneros más expertos del país, tanto que estuvo en Holanda como catador de “la mona”. Y Roberto, que pudo ser el marihuanero más viejo del mundo, vivió muchos años en Bello, donde se distinguió por ser buen zapatero y por su extravagante “tumbao” al caminar.

                                                                                                                                  Hubo un tiempo, más bien lejano, en que el consumidor de marihuana era una especie de descastado, por sí mismo peligroso, con el cual no se debía tener ninguna relación. Había que aislarlo y estigmatizarlo. Era, en esa atmósfera de pulcritudes aparentes, de moralismos y discursos de buena conducta, un enemigo de la estabilidad social, al menos de la del barrio o la cuadra. El adicto a la “yerba maldita” (término muy común en los periódicos de los 50 y 60) debía consumir su pucho en la clandestinidad.

                                                                                                                                  Bueno, ni tanto, porque por ejemplo en la penumbra de las salas de cine el “marihuano” aprovechaba para darse unos toques. El penetrante olor se esparcía al tiempo que en la pantalla había disparos o besos o persecuciones, o incluso cuando ya se había proyectado, instantes después de apagarse las luces, el prohibitivo aviso de “no fume”.

                                                                                                                                  Un marihuanero, digamos en los sesenta, era alguien que podía ser capturado y llevado a la cárcel. En Medellín, por ejemplo, era común aplicarle un “treintazo”, término acuñado por varios inspectores de policía para señalar que el detenido (casi siempre “por sospecha”) permanecería treinta días encerrado en una celda o calabozo. También en Medellín, donde abundaron los camajanes de barrio, muchachos proletarios que se vestían con arrebato, excéntricos, buenos bailarines de música antillana, escuchadores de tango en bares y cantinas, y aspiradores de “marimba”, se bautizó al cantante portorriqueño Daniel Santos, legendario marihuanero, como El jefe.

                                                                                                                                  En el turbulento bar El perro negro, sector de Guayaquil, el Inquieto Anacobero (como también se le conoció a Santos) recibió su renombrada jefatura. Y la marihuana que consumía en la “ciudad industrial” la conseguía en un barrio de Envigado, Bandera Roja, de gaitanistas, guapos, putas y matones, proporcionada por el loco Alfredo. Era, según dicen, la mejor marihuana del continente porque el secreto del loco, que la sembraba en las vegas del río, era regarla con aguapanela y alcohol. El “jibarito” Santos quedó fascinado con ella (y muy bien “trabado”).

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  El nadaísta Darío Lemos llamaba “legumbre” a la “maracachafa”, matica que desde mucho tiempo atrás en Colombia era perseguida y proscrita. Por ejemplo, en 1946 la llamada Ley Consuegra endureció las penas por consumo y venta de marihuana, por considerar que atentaba contra la salud pública, y tres años después, el gobierno de Mariano Ospina Pérez prohibió el consumo y comercio de la marihuana en el territorio nacional. Sin embargo, la medida restrictiva provocó más ganas de fumarla.

                                                                                                                                  Así por lo menos lo señala el investigador Eduardo Sáenz en “La ‘prehistoria’ de la marihuana en Colombia: consumo y cultivos entre los años 30 y 60″, al advertir que además del consumo de vieja data en la parte doméstica, el país “empezó a ser fuente de exportación desde los años 50″, y pone en Santa Marta el lugar de irradiación de la yerba hacia Estados Unidos. “En 1957, se reportó que marineros colombianos habían llevado marihuana a Nueva Orleáns a bordo del buque “Ciudad de Bogotá” de la Flota Mercante Grancolombiana. Incluso había sospechas de que se estaba exportando marihuana colombiana a otros países, además de Estados Unidos”, dice Sáenz en su texto.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Después, se escucharon múltiples voces a favor de la legalización y consumo de marihuana. Y en esas estamos todavía. Carolo, tal vez el jipi más famoso que hubo en Medellín, promotor del célebre Festival de Ancón en 1971, pudo ser uno de los marihuaneros más expertos del país, tanto que estuvo en Holanda como catador de “la mona”. Y Roberto, que pudo ser el marihuanero más viejo del mundo, vivió muchos años en Bello, donde se distinguió por ser buen zapatero y por su extravagante “tumbao” al caminar.

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