La subcultura traqueta, ya de vieja data en el país, puso como etiqueta de identificación la vulgaridad y las maneras más ramplonas de expresión, con una tasa o medida que no aspira a consolidar ningún conocimiento académico, o científico, o artístico, o histórico, o filosófico, sino aquello que pudiera transmitirse, por ejemplo, con intimidaciones como “te doy en la cara, marica”. O con alguna designación venérea, que antes se ocultaba como vergüenza, y hoy se exhibe con orgullo, sin requerir antibióticos ni otras pomadas.
La que en un tiempo, que parece no haber terminado, era una extendida muestra de agresividades respaldadas con bala, o con amenazas de muerte, o al menos con un “gonorreazo” en tono de sentencia capital, hoy es parte de la “normalidad”. La vulgaridad se naturalizó y tiene estatus. Y mientras más guache sea una letra, por ejemplo de reguetón, una declaración de cualquier cosa (incluida una declaración de amor), un programa de tv o de radio o un podcast, más audiencias gana. Ya no se estilan los argumentos, ni la razón es la medida de las cosas y de los hombres, ni se da cabida a eso que alguien denominó “pensamiento complejo”.
Hubo un tiempo en que el traqueteo de metralletas era pan cotidiano. Sicarios por aquí y por allá. Amenazas porque por casualidad se miraba a alguien en un café, en un bus, en un almacén, “qué me mirás, gonorrea, te debo o qué” y entonces no era extraño que se desenfundara una pistola. Las mafias del narcotráfico se apoderaron de todo, de los modos de hablar, de pensar, de caminar, de ser, y la imitación de la ramplonería se expandió. Hubo variedad, desde “carangas resucitadas” hasta “dones” de prosapia que compraban virginidades, decidían quién vivía, quién moría, quien circulaba por un barrio, quien no.
La tal subcultura traqueta, la de mafiosos, revuelta luego con la de paracos, con la del lumpen proletario, pero también con la del lumpen burgués, se extendió por el país. Se tomó la política, las administraciones públicas, y afloraron métodos delincuenciales para ganar una votación, suprimir un “articulito” constitucional, borrar a tipos y tipas incómodos. Es muy vasto el catálogo de situaciones de bajo fondo que iban desde la “Casa de Nari” (¿se acuerdan?) hasta alcaldías, gobernaciones, el congreso, cuerpos colegiados. Y cuerpos del delito.
Digo que la cosa viene de hace años, pero, creo, cada vez es más notoria la parte de esa subcultura “mafioseta” arraigada ya en cuantos procedimientos, actuaciones, relaciones sociales, puestas en escenas del poder, (y hasta de algunos que se muestran como contrapoderes) que tiene como común denominador la vulgaridad y el realce de lo chabacano, que es desechable, que no enaltece al hombre (y habría que decir aquí, para no ser macartizado, ni tampoco a la mujer) y desestima las reflexiones. La ordinariez tomó categoría estética. Y la crítica inteligente no cabe para someter a juicio la ordinariez. Porque, por lo demás, como en el caso de la “reguetonería”, lo que vende y se estila por todas partes son precisamente los derivados de aquella perversión denominada “subcultura traqueta”.
Y aquí valdría volver a pasar lo más rápido posible por cancioncillas, seguro muy vendidas, muy escuchadas, porque estamos en tiempos de lo superficial, de resaltar la indignidad, o de poner como paradigma de creatividad a unas cuantas líneas vacías, de gran pobreza intelectual, sin poesía, sin nada (sin puta mierda, para seguir la línea de los que estamos cuestionando), como ha sido la descolorida pieza del +57. Son derivados de la invasiva “subcultura traqueta”.
A propósito, el caso del personero de Medellín, Mefi Boset Rave, que estampó un beso en una camioneta de alta gama que su despacho compró por estos días, junto con otras, porque, tanto la besuqueada como las otras de ese mismo estilo, dizque son las únicas que pueden subir por las empinadas lomas de la ciudad, en fin, puede enmarcarse en ese ámbito de la “subcultura traqueta”. O sea, la del exhibicionismo, la de resaltar más las cosas, las mercancías, las “bambas”, las fatuidades, en un acto oficial que, de hecho, devaluó los besos y puso en evidencia la presuntuosidad de ciertos funcionarios.
La “subcultura traqueta”, que hace ya mucho tiempo salió a alardear por el país, se acrecentó y ganó cartel, se irradió por todos los sectores sociales, obtuvo connotados representantes en altos puestos del Estado, y en los bajos también. Hace años, los sicarios besaban estampitas de la virgen y se ponían escapularios en los tobillos. Muy devotos. Muy agradecidos con tantas advocaciones de vírgenes y santos que les ayudaban a salir invictos del trance de matar.
No faltan hoy quienes besen sus cuatrimotos, sus camionetas de lujo, sus mocasines importados. O que celebren sus éxitos con tiros al aire y fuegos de artificio. Son dueños de las cosas, de aquellas que, como decía Borges, “durarán más allá de nuestro olvido; no sabrán nunca que nos hemos ido”.
La subcultura traqueta, ya de vieja data en el país, puso como etiqueta de identificación la vulgaridad y las maneras más ramplonas de expresión, con una tasa o medida que no aspira a consolidar ningún conocimiento académico, o científico, o artístico, o histórico, o filosófico, sino aquello que pudiera transmitirse, por ejemplo, con intimidaciones como “te doy en la cara, marica”. O con alguna designación venérea, que antes se ocultaba como vergüenza, y hoy se exhibe con orgullo, sin requerir antibióticos ni otras pomadas.
La que en un tiempo, que parece no haber terminado, era una extendida muestra de agresividades respaldadas con bala, o con amenazas de muerte, o al menos con un “gonorreazo” en tono de sentencia capital, hoy es parte de la “normalidad”. La vulgaridad se naturalizó y tiene estatus. Y mientras más guache sea una letra, por ejemplo de reguetón, una declaración de cualquier cosa (incluida una declaración de amor), un programa de tv o de radio o un podcast, más audiencias gana. Ya no se estilan los argumentos, ni la razón es la medida de las cosas y de los hombres, ni se da cabida a eso que alguien denominó “pensamiento complejo”.
Hubo un tiempo en que el traqueteo de metralletas era pan cotidiano. Sicarios por aquí y por allá. Amenazas porque por casualidad se miraba a alguien en un café, en un bus, en un almacén, “qué me mirás, gonorrea, te debo o qué” y entonces no era extraño que se desenfundara una pistola. Las mafias del narcotráfico se apoderaron de todo, de los modos de hablar, de pensar, de caminar, de ser, y la imitación de la ramplonería se expandió. Hubo variedad, desde “carangas resucitadas” hasta “dones” de prosapia que compraban virginidades, decidían quién vivía, quién moría, quien circulaba por un barrio, quien no.
La tal subcultura traqueta, la de mafiosos, revuelta luego con la de paracos, con la del lumpen proletario, pero también con la del lumpen burgués, se extendió por el país. Se tomó la política, las administraciones públicas, y afloraron métodos delincuenciales para ganar una votación, suprimir un “articulito” constitucional, borrar a tipos y tipas incómodos. Es muy vasto el catálogo de situaciones de bajo fondo que iban desde la “Casa de Nari” (¿se acuerdan?) hasta alcaldías, gobernaciones, el congreso, cuerpos colegiados. Y cuerpos del delito.
Digo que la cosa viene de hace años, pero, creo, cada vez es más notoria la parte de esa subcultura “mafioseta” arraigada ya en cuantos procedimientos, actuaciones, relaciones sociales, puestas en escenas del poder, (y hasta de algunos que se muestran como contrapoderes) que tiene como común denominador la vulgaridad y el realce de lo chabacano, que es desechable, que no enaltece al hombre (y habría que decir aquí, para no ser macartizado, ni tampoco a la mujer) y desestima las reflexiones. La ordinariez tomó categoría estética. Y la crítica inteligente no cabe para someter a juicio la ordinariez. Porque, por lo demás, como en el caso de la “reguetonería”, lo que vende y se estila por todas partes son precisamente los derivados de aquella perversión denominada “subcultura traqueta”.
Y aquí valdría volver a pasar lo más rápido posible por cancioncillas, seguro muy vendidas, muy escuchadas, porque estamos en tiempos de lo superficial, de resaltar la indignidad, o de poner como paradigma de creatividad a unas cuantas líneas vacías, de gran pobreza intelectual, sin poesía, sin nada (sin puta mierda, para seguir la línea de los que estamos cuestionando), como ha sido la descolorida pieza del +57. Son derivados de la invasiva “subcultura traqueta”.
A propósito, el caso del personero de Medellín, Mefi Boset Rave, que estampó un beso en una camioneta de alta gama que su despacho compró por estos días, junto con otras, porque, tanto la besuqueada como las otras de ese mismo estilo, dizque son las únicas que pueden subir por las empinadas lomas de la ciudad, en fin, puede enmarcarse en ese ámbito de la “subcultura traqueta”. O sea, la del exhibicionismo, la de resaltar más las cosas, las mercancías, las “bambas”, las fatuidades, en un acto oficial que, de hecho, devaluó los besos y puso en evidencia la presuntuosidad de ciertos funcionarios.
La “subcultura traqueta”, que hace ya mucho tiempo salió a alardear por el país, se acrecentó y ganó cartel, se irradió por todos los sectores sociales, obtuvo connotados representantes en altos puestos del Estado, y en los bajos también. Hace años, los sicarios besaban estampitas de la virgen y se ponían escapularios en los tobillos. Muy devotos. Muy agradecidos con tantas advocaciones de vírgenes y santos que les ayudaban a salir invictos del trance de matar.
No faltan hoy quienes besen sus cuatrimotos, sus camionetas de lujo, sus mocasines importados. O que celebren sus éxitos con tiros al aire y fuegos de artificio. Son dueños de las cosas, de aquellas que, como decía Borges, “durarán más allá de nuestro olvido; no sabrán nunca que nos hemos ido”.