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Los relojes comenzaron a cobrar inusitada importancia cuando midieron, más que el tiempo como una preocupación filosófica y física, los órdenes de la producción y las posibilidades de las ganancias. “El tiempo es oro”, se dijo, y no había que perderlo en meditaciones, en escrituras de poemas y novelas y tratados filosóficos, sino emplearlo en estar “ocupados”, no en reflexiones y otros miramientos y juicios en torno a la sociedad y sus jerarquías, sino en “trabajar”, en el sentido más pragmático posible para poder tasarlo.
Por estas jornadas festivas de fin de año, en que el consumo se realiza sin tasa ni medida, el tiempo es un factor clave en las subjetividades, en los deseos y sus comportamientos. En estas calendas en la que “comprar” (o “vender”, según el punto de vista de las transacciones) es una versión adulterada de la “necesidad”, el tiempo se pasea en tarjetas navideñas, en bonitas recomendaciones, en aspiraciones y otras formas de una condición que, de tanto manosearse, se volvió intrascendente: la felicidad.
Nací en una aldea que devino ciudad, y a la que el extraordinario Tomás Carrasquilla, en su novela Grandeza, le destiló el deseo de que jamás creciera para que su condición de arcadia feliz prevaleciera por siempre jamás. Sin embargo, se fue llenando de chimeneas fabriles que demostraron, como una maqueta de la entonces ya vieja revolución industrial (“todo nos llega tarde, hasta la muerte”, decía Julio Flórez), que el tiempo sí era oro. Que ya no era el tiempo de lo sacro, de las medidas del mundo mediante el ángelus y las jornadas de sol a sol, de las oraciones y los solideos, sino de las plusvalías, de la producción seriada, del surgimiento de una nueva clase social, la de los obreros, con telares, talleres, trenes, la aplicación de técnicas contables y de maquinismo…
Aquel pueblito, llamado Hato Viejo en tiempos coloniales (con otras medidas temporales sacrosantas), devino ciudad con turnos en las factorías de textiles, anunciados por sirenas y pitos largos, más largos que los de las locomotoras que por allí comenzaron a circular desde 1913. Y se establecieron especies de conductismos en los habitantes de aquella población que ya llevaba el apellido de un gramático, poeta, abogado e ilustrado venezolano: Andrés Bello. Y así, durante buena parte del siglo XX, se aplicó con exactitudes científicas (a las que, entre otros contribuyeron ingenieros brillantes como Alejandro López) aquello de lo áureo del tiempo. Menos importaban las campanas que los llamado a trabajar “en serio” (o en serie).
Mi tía Betsabé (personaje de mi novela “Betsabé y Betsabé”), en tiempos en que las mujeres tenían una significativa presencia como mano de obras de las fábricas bellanitas y de otros contornos, siempre dijo que jamás sería obrera. Y más bien se dedicó a la brujería y a la interpretación de los sueños. Una fábrica era como una cárcel, se le oyó decir. Y hasta razón tendría, como las tuvieron, en 1920, las cuatrocientas señoritas huelguistas de la primera textilera que hubo en el Valle de Aburrá.
En aquel pueblo, en el que nació un gramático y presidente de la república (que se prosternó ante los Estados Unidos con su doctrina del Respice Polum), en el que se tuvo muy clara la máxima capitalista de “el tiempo es oro”, se erigió un laboratorio de la producción y de un modelo empresarial que tuvo como aliada a la Iglesia (sobre todo, en el control y vigilancia de los trabajadores). Casi todo el siglo XX, los ritmos de la población estuvieron al compás de las fábricas y los talleres ferroviarios. Ya no hay industrias.
Y allá, más que los relojes de las iglesias, los importantes eran los de la estación y talleres del ferrocarril como los de las textileras. Vivíamos todos con los “reflejos condicionados”. Durante cierto tiempo, se escuchó decir allí una especie de mantra colectivo: “Dios y Fabricato”, a y los obreros de esta empresa se les llamó la “oligarquía de overol”. Todo aquello se ha ido a pique, aunque se siga clamando lo del tiempo es oro.
Decía al principio que el rubro de la “felicidad” parece estar conectado con el consumo, que se dispara a fin de año. Deseamos tiempos de alegría porque podemos ir a un centro comercial, a un almacén, a una mercadería formal o informal, y comprar. Y ahí podemos, además, apreciar, en un examen sin requerimientos a San Agustín o a Stephen Hawking, por ejemplo, cómo es el tiempo de los adinerados y el de los desposeídos. Cómo es el tiempo del desempleado y el del magnate. Cómo es la “navidad de los pobres” (tal cual lo cantaba un grupo de los años setenta) y la de los ricos. Todas, en todo caso, están transversalizadas por una presunta “felicidad”. O por sus deseos.
Somos hojas de calendario, punteros de antiguos relojes, tal vez seamos la medida del tiempo, que es oro, pero también canción. Volvamos con Agustín de Hipona: “¿Qué es el tiempo?”