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                                                                                                                                Tiempo de fábricas y brujería

                                                                                                                                Los relojes comenzaron a cobrar inusitada importancia cuando midieron, más que el tiempo como una preocupación filosófica y física, los órdenes de la producción y las posibilidades de las ganancias. “El tiempo es oro”, se dijo, y no había que perderlo en meditaciones, en escrituras de poemas y novelas y tratados filosóficos, sino emplearlo en estar “ocupados”, no en reflexiones y otros miramientos y juicios en torno a la sociedad y sus jerarquías, sino en “trabajar”, en el sentido más pragmático posible para poder tasarlo.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Aquel pueblito, llamado Hato Viejo en tiempos coloniales (con otras medidas temporales sacrosantas), devino ciudad con turnos en las factorías de textiles, anunciados por sirenas y pitos largos, más largos que los de las locomotoras que por allí comenzaron a circular desde 1913. Y se establecieron especies de conductismos en los habitantes de aquella población que ya llevaba el apellido de un gramático, poeta, abogado e ilustrado venezolano: Andrés Bello. Y así, durante buena parte del siglo XX, se aplicó con exactitudes científicas (a las que, entre otros contribuyeron ingenieros brillantes como Alejandro López) aquello de lo áureo del tiempo. Menos importaban las campanas que los llamado a trabajar “en serio” (o en serie).

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Y allá, más que los relojes de las iglesias, los importantes eran los de la estación y talleres del ferrocarril como los de las textileras. Vivíamos todos con los “reflejos condicionados”. Durante cierto tiempo, se escuchó decir allí una especie de mantra colectivo: “Dios y Fabricato”, a y los obreros de esta empresa se les llamó la “oligarquía de overol”. Todo aquello se ha ido a pique, aunque se siga clamando lo del tiempo es oro.

                                                                                                                                Decía al principio que el rubro de la “felicidad” parece estar conectado con el consumo, que se dispara a fin de año. Deseamos tiempos de alegría porque podemos ir a un centro comercial, a un almacén, a una mercadería formal o informal, y comprar. Y ahí podemos, además, apreciar, en un examen sin requerimientos a San Agustín o a Stephen Hawking, por ejemplo, cómo es el tiempo de los adinerados y el de los desposeídos. Cómo es el tiempo del desempleado y el del magnate. Cómo es la “navidad de los pobres” (tal cual lo cantaba un grupo de los años setenta) y la de los ricos. Todas, en todo caso, están transversalizadas por una presunta “felicidad”. O por sus deseos.

                                                                                                                                Somos hojas de calendario, punteros de antiguos relojes, tal vez seamos la medida del tiempo, que es oro, pero también canción. Volvamos con Agustín de Hipona: “¿Qué es el tiempo?”

                                                                                                                                Los relojes comenzaron a cobrar inusitada importancia cuando midieron, más que el tiempo como una preocupación filosófica y física, los órdenes de la producción y las posibilidades de las ganancias. “El tiempo es oro”, se dijo, y no había que perderlo en meditaciones, en escrituras de poemas y novelas y tratados filosóficos, sino emplearlo en estar “ocupados”, no en reflexiones y otros miramientos y juicios en torno a la sociedad y sus jerarquías, sino en “trabajar”, en el sentido más pragmático posible para poder tasarlo.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Aquel pueblito, llamado Hato Viejo en tiempos coloniales (con otras medidas temporales sacrosantas), devino ciudad con turnos en las factorías de textiles, anunciados por sirenas y pitos largos, más largos que los de las locomotoras que por allí comenzaron a circular desde 1913. Y se establecieron especies de conductismos en los habitantes de aquella población que ya llevaba el apellido de un gramático, poeta, abogado e ilustrado venezolano: Andrés Bello. Y así, durante buena parte del siglo XX, se aplicó con exactitudes científicas (a las que, entre otros contribuyeron ingenieros brillantes como Alejandro López) aquello de lo áureo del tiempo. Menos importaban las campanas que los llamado a trabajar “en serio” (o en serie).

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Y allá, más que los relojes de las iglesias, los importantes eran los de la estación y talleres del ferrocarril como los de las textileras. Vivíamos todos con los “reflejos condicionados”. Durante cierto tiempo, se escuchó decir allí una especie de mantra colectivo: “Dios y Fabricato”, a y los obreros de esta empresa se les llamó la “oligarquía de overol”. Todo aquello se ha ido a pique, aunque se siga clamando lo del tiempo es oro.

                                                                                                                                Decía al principio que el rubro de la “felicidad” parece estar conectado con el consumo, que se dispara a fin de año. Deseamos tiempos de alegría porque podemos ir a un centro comercial, a un almacén, a una mercadería formal o informal, y comprar. Y ahí podemos, además, apreciar, en un examen sin requerimientos a San Agustín o a Stephen Hawking, por ejemplo, cómo es el tiempo de los adinerados y el de los desposeídos. Cómo es el tiempo del desempleado y el del magnate. Cómo es la “navidad de los pobres” (tal cual lo cantaba un grupo de los años setenta) y la de los ricos. Todas, en todo caso, están transversalizadas por una presunta “felicidad”. O por sus deseos.

                                                                                                                                Somos hojas de calendario, punteros de antiguos relojes, tal vez seamos la medida del tiempo, que es oro, pero también canción. Volvamos con Agustín de Hipona: “¿Qué es el tiempo?”

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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