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Un antiguo dicho, atribuido a los árabes, pueblo sabio por lo demás, advierte que los hijos no son hijos de sus padres, sino de su tiempo. La década de los sesenta, del siglo pasado, pudo haber sido el tiempo más importante, por su visibilización y protagonismo, para las juventudes, que no solo cantaron, lo que es bastante, sino que se alzaron en distintos mapas y cartografías callejeras para protestar por lo que consideraban injusto.
Aquellos tiempos, en que la Guerra Fría ya estaba recalentada, con hervores de misiles y con auge de la propaganda en pro y en contra de las dos superpotencias de entonces, las guitarras, la marihuana, los “trips” con ácido lisérgico y otros elementos que configuraron una muestra de los anhelos, contradicciones y manipulaciones juveniles, dispusieron de explosivos mecanismos para poner en primera línea a la juventud de aquella década arrebatadora.
Tiempos de revueltas estudiantiles, de guitarras eléctricas, de “ejércitos de la noche”, como lo narra Norman Mailer cuando se refiere al plantón inmenso e incontenible de las marchas juveniles contra el Pentágono para protestar por la infame invasión yanqui a Vietnam. Y en medio de un maremágnum, que iba mostrando que había “hijos” de la Coca-Cola, como hijos de Carlitos Marx, así como seguidores de Marcuse y de Elvis Presley, de los Beatles y la píldora anticonceptiva, las voces juveniles se repartían entre sueños rosados y estudiantes que rugían “como los vientos”, al decir de doña Violeta Parra.
La Nueva Ola, que no se solo dio en cine, irrigó imaginaciones y gargantas de jóvenes dispuestos a erigirse en dueños del mundo, un mundo convulso, con portentosas luchas de los negros por sus derechos, de asesinatos de políticos, de golpes de Estado auspiciados por la CIA y el imperialismo estadounidense, mantuvo en vilo a la muchachada. Y ahí, en un marco de complejidades culturales, surgieron cantantes de agitación, los primeros esfuerzos de la “canción social”, así como un romanticismo de frases edulcoradas, que conquistaron, sobre todo en América Latina, los corazones de los que estaban entre historias de Corín Tellado y las primeras explosiones de una nueva literatura.
La Nueva Ola, el Club del Clan, otras programaciones de televisión y novísimas publicidades, dieron la bienvenida a cantautores, algunos muy buenos. Y en ese marco, en la Argentina, tierra próspera para múltiples expresiones culturales, advinieron destacados muchachos (también muchachas, claro) que cantaban al amor, con letras pegajosas y de fácil penetración. Uno de ellos, Leo Dan, recientemente fallecido, a los 82 años.
Y así como sonaban Beatles, Rollings, Elvis, Janis Joplin, Joan Báez, The Who, la Nueva Ola de estos lados se extendía, aupada por emisoras juveniles y casas disqueras. Había para todos. Y por eso, el corazón (que no siempre fue un gitano) se abría a pegajosos versos como “Estelita que linda que estás…”, o a “pero Raquel, déjame salir, no seas mala mi Raquelita” o a declaraciones sentimentales como “Mary es mi amor”.
El joven Leo Dan, de provincias, se había tomado a Buenos Aires, y por ahí a buena parte de América Latina, con sus ingenuas y sinceras composiciones y canto sin muchas pretensiones. No había nada rebuscado en sus letras ni en su modo de decirlas: “Jamás podré olvidar / La noche que te besé…”. Una canción de Leonardo Favio, que ante todo fue un gran director de cine, llamada Ding Dong, las cosas del amor, eleva a Leo Dan a las alturas en las que ya estaban otros de su tiempo, por ejemplo, grupos como Los Gatos, Pintura Fresca, y vocalistas como Palito Ortega: “A mí la verdad ¿sabes quién me gusta? Leo Dan”, dice el cantor.
Aquellos sesentas de viajes a la luna, de bombardeos y napalm estadounidense contra Vietnam, de congregaciones juveniles como la de Woodstock, del París 68 y los estudiantes asesinados en la noche de Tlatelolco, también tenían músicas ligeras, y, por qué no, bonitas: “Cómo te extraño, mi amor, ¿por qué será? / Me falta todo en la vida si no estás…”.
Algunas baladas de Leo Dan servían hasta para dar serenatas y abrir corazones, además de ventanas. En apariencia ingenuas, tenían su cuento. Hacían parte de un boom (en el que también estuvo la literatura latinoamericana, en otro sentido, por supuesto) de sonoridades, de mentalidades de entonces. Para algunos, bien radicales, seguro las baladas de la Nueva Ola eran basura. Música desechable, que también había esas discusiones en torno a lo comercial, a lo que hacía parte de las corrientes de la “cultura de masas”, de manifestaciones que solo privilegiaban los medios de comunicación al tiempo que otras debían circular subterráneamente.
Cuando comenzó a cantar rancheras, tonadas religiosas y hasta algunos vallenatos, no me interesó más Leo Dan. Creí que se había muerto hacía años. Igual, hizo parte de un tiempo en que ser joven era parte de un terremoto social que aspiraba a poner el mundo patas arriba. Tiempos maravillosos aquellos en que las luchas juveniles asustaron a dictadores y otros déspotas.