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Es posible que el mito Vincent Van Gogh haya nacido mucho antes del pistoletazo que se pegó en un campo de trigo y antes de que se cortase una oreja. Se comenzó a asomar a la historia cuando fungió de predicador en el Borinage, región carbonera belga, donde compartió las miserias de los mineros y supo, en medio de las desdichas de los explotados, que albergaba en algún lugar de su existencia, o de su alma, un intenso amor por la humanidad. Fue una suerte de cristo pelirrojo entre la pobreza de los trabajadores, con los que aprendió el significado de la palabra solidaridad.
Por su manera de entender las desventuras de los desposeídos, de estar con ellos en sus momentos más angustiantes, se ganó la desconfianza de sus patrones, que lo despidieron. Y entonces el joven Van Gogh, en 1878, comenzó a preguntarse acerca de su destino sobre la tierra. “Para qué podría ser útil, para qué podría servir”, se interrogó, y es cuando descubrió que en su interior había un reverbero, un universo por surgir, una especie de embarazo cósmico que iba hacia una procreación estelar: la de un artista.
Y un artista era aquel capaz no solo de producir nuevos mundos, sino alguien solitario, condenado a seguir un camino por encima de los arribismos, los esnobismos, las riquezas. Un cuestionador. Alguien que sufría con los padecimientos de los otros, sin pensar en la gloria (y menos en la gloria póstuma, como fue su caso). Y así comenzó a pintar, como enloquecido, sin treguas y sin nada en los bolsillos. Su obra, en sí misma, estaba poseída por el espíritu de la rebelión. La pintura será todo y nada en su corta vida (murió poco antes de cumplir 37 años).
Eran todavía tiempos de vigencia del impresionismo (estamos en la conmemoración del sesquicentenario de este movimiento artístico), pero él quería ir más allá. “Mi gran deseo es aprender a hacer tales inexactitudes, tales anomalías, tales modificaciones, tales cambios de la realidad que de ahí salgan, pero sí, mentiras si se quiere, pero más verdaderas que la verdad literal”. Se nota en sus Cartas a Theo que pudo haber sido (o fue) un gran escritor. Además, era un gran lector.
No solo le rindió su agitada y corta vida para pintar cerca de novecientos cuadros, sino para leer a Balzac, a Zola, a Maupassant, a Shakespeare, a Dickens, a Flaubert, a Víctor Hugo, a Cervantes… Para estudiar y conocer a tantos pintores que lo precedieron, incluidos, claro, los impresionistas. Van Gogh el loco, el pastor, el creador de amarillos y azules únicos, el de los girasoles, el que en vida solo vendió un cuadro, nunca paró de pintar en sus últimos ocho años. Como si fuera un poseso. Un enfermo inexplicable. Antonin Artaud, dice, entre otros asuntos, en Van Gogh, el suicidado por la sociedad, que “frente a la lucidez de Van Gogh, la psiquiatría no es más que un refugio de gorilas obesos”.
Por estos días, mientras buscaba en despelotados anaqueles domésticos las Cartas a Theo, hallé metida en otro libro (Moulin Rouge, de Pierre La Mure), una copia de un artículo de Juan Carlos Onetti, titulado Reflexiones de un justiciero, en el que cuenta una breve anécdota sobre el hambre de Van Gogh, tan aguda en determinado momento, que debió ir donde un presunto amigo, pintor marchand, que le había dicho que lo que necesitara estaba listo para ofrecérselo. Van Gogh le pidió prestado, ya con la barriga pegada al espinazo, veinticinco florines. “No te los presto. Lo hago por tu bien. El artista debe pasar hambre, mucha hambre, porque de ese modo se llega lejos. Necesita sufrir mucho, padecer privaciones, miseria”.
Dice Onetti que ese era un buen consejo, si no para pintar, por lo menos para llegar rápido al cementerio. Otro amigo (vaya, qué amigos se mandaba el loco holandés) le negó toda ayuda y, en cambio, le aconsejó abandonar la pintura “ya que él no había nacido para eso”. Vincent murió en 1890, dos días después de haberse pegado un tiro junto al corazón. “Para qué seguir viviendo si tanto su obra como su existencia solo tenían como signo el fracaso”, agrega Onetti. Después, como se sabe, con el tiempo las obras del “muerto de hambre” parecían que no estuvieran mal pintadas ni nada. Y entonces (lo advierte el escritor uruguayo) aparecieron los buitres de siempre. Y hubo exposiciones y ventas, y tener un Van Gogh era símbolo de poder y riqueza.
En esencia, y él mismo lo expresó en algunas de sus cartas a su hermano, Van Gogh era un pintor de campesinos, de obreros, de sembradores de papa, que no pensó jamás en hacer fortuna con sus cuadros y si lo pensó, pues entonces fracasó. Era un artista del hambre. Si usted mira al cielo, en una noche estrellada, lo podrá encontrar pintando y riendo y a lo mejor todavía buscando en el espacio veinticinco florines.